sábado, 21 de enero de 2023

Los aprendizajes de la vida



Debería ser un libro completo y estar escrito por cada uno de nosotros.


El objetivo sería sintetizar lo que aprendimos y transnitirlo con la mayor precisión posible a los demás para que cada uno pueda dilucidar si esos aprendizajes son efectivos para su vida y adoptarlos.


De lo contrario los puede dejar pasar por alto y desestimar.


No pasa nada.


Esto me hace acordar a mi padre.


¿Otra vez tu padre?


Bueno, es que mi padre además de ser una persona destacable es protagónica en mi vida. De hecho la editora del libro de superación El Campeón, que se agotó en todas las librerías, me dijo cierta vez que mi padre era coautor.


Nos reímos juntos.


Vuelvo…


Recuerdo que la manera de ablandar a mi padre y vulnerar sus convicciones innegociables y determinadas era encajarle libros que lo desafiaban.


Las conversaciones entre nosotros eran complicadas porque sus posturas siempre persistían inquebrantables. Y yo siempre encontraba un resquicio, un reajuste, una clara oposición motivada por el espíritu reflexivo que indicaban que las cosas no eran como él proclamaba y que las perspectivas de alguna manera tenían sus flaquezas y requerían modificarse en parte o en todo.


A pesar de su indeclinable convencimiento y el aval irrenunciable de mi madre que siempre le daba la razón a pesar de los desatinos y evidencias.


Fue debido a esas circunstancias y la necesidad de ablandar a mi padre para que acepte al otro y sus posturas diferenciadas, que decidí encajarle a diestra y siniestra, aunque en forma sutil y mesurada, algunos libritos que esencialmente llamaban a comprender al otro como un ser individual, dotado de propio discernimiento y derecho a asumir la posición que fuera sobre lo que fuera del modo que se le plazca.


En verdad los libros no lo desafiaban, sino que le aportaban visiones antagónicas con sus creencias y esa situación lo involucraba en lecturas provocativas que despertaban sus más acalorados enojos.


Luego en distintas circunstancias en la playa merodeaba mientras lo percibía con sus lentes tirado en la repostera y su gesto adusto, con cara de pocos amigos mirando el libro y una transpiración que parecía deberse más a cierta sensación ofuscada que a la temperatura ocasional del verano.


Cuando lo veía en la culmine del sufrimiento, me acercaba sigiloso a la reposara y me desplomaba con espíritu holgazán para clavarle luego la vista y dar espacio a un breve silencio, suficiente para que cierre el libro, me mire y diga.


No es así, este tipo está equivocado.


¿Para qué lees? Lo azuzaba.


Uno no lee para confirmar sus creencias, sino para desafiarlas y superarlas. 


En procura de cierto apiolamiento, le dije.


No leemos para ser los mismos, leemos para transformarnos, para superarnos.


Finalmente rematé con la práctica característica de cualquier persona práctica.


Si vas a leer para desmentir en cada párrafo al autor, mejor no pierdas el tiempo, porque la lectura es una actividad de humildad, de apertura, no un espacio para confirmar nuestras creencias y desacreditar al autor.


Mi padre me miró y ofreció batalla. El tipo estaba equivocado y él estaba en lo cierto.


Yo lo escuché y le reiteré la sugerencia con elocuencia brutal.


No pierdas más tiempo, cerrá ese libro.


Como es inteligente y siempre supera las rabietas, nos reímos, cerró el libro y los dos supimos que cuando menos lo mire y esté alejada mi presencia, lo volvería a abrir a hurtadillas para vérselas de nuevo con el autor.


Son muchos los aprendizajes que construimos en la vida. Entre ellos aprendí que la lectura es un acto de humildad.


Y si uno va a leer para desmentir en todo al autor en vez de tener la apertura para considerar lo que dice, es mejor que cierre el libro y se vaya a caminar.


A jugar al tenis o a juntar figuritas.


Mi padre no me dijo más nada, pero hizo lo que cualquier persona inteligente hace.



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