sábado, 29 de febrero de 2020

Vivir como Dios manda


Hace tiempo decidí vivir como Dios manda.

En realidad no podría precisar la fecha porque hará como una década o más. Quizás podrían ser dos, aunque parezca exagerado.

Creo que el primer indicio de este avivamiento fue cuando llegaba mi fecha de cumpleaños. Ahí me recordé la importancia de homenajearme. Y al mismo tiempo observé que el beneficio era tan elocuente que sería una tontería festejar el cumpleaños solo un día.

Rápido advertí que el cumpleaños se debía festejar toda la semana y uno debía agasajarse sin restricciones de ningún tipo.

Un avivamiento mayor me vino cuando supuse que era una zoncera festejar solo una semana y había que festejar un mes. 

O mejor, todo el año.

Cada día.

Vivir sintiendo que el cumpleaños de uno es todo el año me resultó una alternativa estimulante y conveniente.

Y eso es lo que hice, hasta que me di cuenta que tantos churros, facturas, chocolates y tortas no reportarían a largo plazo ningún beneficio.

😃

Si bien exagero, lo que digo es estrictamente cierto y la conceptualización esencial que acabo de compartir la tengo sellada en el alma, como un tatuaje imposible de extirpar.

Debe ser por eso que cuando me encuentro con alguien que optó por la filosofía contraria me ofusco y pienso que es un pobre hombre, que se dejó apresar por una ideología lastimosa y apesadumbrada.

La antítesis de la felicidad.

Claro que como cualquier filosofía que el ser humano adopta consciente o inconscientemente reporta beneficios. Y si quien actúa de pobrecito maldiciendo la vida y sus contingencias, está inmerso en esa precariedad por elección, buen negocio debe hacer.

No estoy para juzgarlo.

Ni tampoco era mi intención narrar ese tipo de circunstancias de quien ejerce el oficio de pobrecito o decide vivir menos.

Solo escribo esto para recordarme que debo vivir todos los días como Dios manda. Y para transmitir ese concepto que creo que puede incidir de forma sana y positiva, como muchas de las cosas que procuro escribir.

Por eso me entusiasma la gente que vive mucho. Quedo como un tonto obnubilado cuando me cruzo con alguien que vive cada día, cada minuto, cada segundo.

No importa la edad. No importa la raza ni residencia. Admiro la actitud y celebro compartir la vida con ellos.

Cuando alguien cercano sin querer o queriendo me quiere persuadir para vivir poco, estoy alerta.

Frunzo el ceño. 

Y me voy espantado.





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domingo, 16 de febrero de 2020

Discrepancia



Es disentir, tener una diferencia.

Aclaro por las dudas, porque sospecho que entre los achaques que produce la decadencia se viene reduciendo sin pausa el número de palabras que se utiliza.

Por eso aclaro, para que ningún lector bien intencionado quede excluido del texto desde la primera palabra.

Uno debe ser cuidadoso y aggiornarse, si quiere escribir y que alguien lo lea. Si da un paso más en favor de una excelsa precisión por usar la palabra más apropiada, puede quedar solo y ser incomprendido.

Cae de alguna manera en el precipicio del desentendimiento y se habla a sí mismo.

Por eso hay que cuidar las palabras y no excederse.

Aggiornarse, aunque eso no quiere decir mediocrizarse o embrutecerse.

Porque esa sería una tradición al sano ímpetu por superarse.

Con lo cual a todas luces sería una predisposición acomodaticia e inconveniente.

Y no quiero referirme al llamado lenguaje inclusivo que arranca extraviado. Sabrán ustedes que dicen “todes”, lo cual es una estupidez. Si dijeran “todis”, sería una estupidez menor porque podrían aducir que usan la “i” de INCLUSIVO, no la “e”, de estúpidos.

Pero esto lo escribo sobre el final del texto porque la gente que da la vida por el lenguaje inclusivo se enoja innecesariamente y no quiero generarme enemigos.

Tengo una contradicción al respecto porque respeto absolutamente la postura disidente pero no puedo dejar de pensar de manera irremediable que dar la vida por semejante estupidez es propio de un idiota.

Y esa convicción puede enojarlos. Por eso es mejor desplegarla sobre el final, mucha gente no lee más de 140 caracteres.

Hasta acá no llegan.

En cualquier caso me excedí con el escrito, iba a hablar de la discrepancia pero ya ven, salí a pasear y me extravié en alguna esquina.





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sábado, 8 de febrero de 2020

Tanguero malevo



Yo en cuerpo y alma había ido antes, unos días antes. Lo recuerdo muy bien.

El volumen estaba insufrible y el tango sonaba a toda orquesta para la gente de la confitería, la plaza y todo el vecindario.

Quería pedirles por favor si pueden bajar el volumen porque está fuertísimo y se escucha en todos los edificios vecinos, le dije con la mayor cordialidad del mundo a la chica que estaba junto al parlante.

Aquella vez me miró como si fuera un pelotudo.

No es necesario que pongan tan fuerte, con que escuchen acá es suficiente y están molestando a todos los vecinos, dije.

La chica me miró desafiante, de manera despectiva, de arriba a abajo. Y no dijo nada, mientras la música seguía aturdiendo y trataba en vano de transmitirle el perjuicio innecesario que ocasionaba.

Tienen autorización municipal, inquirí.

Nos autoriza la policía, se defendió.

Eso no tiene validez, me fui mascullando con la indignación de la injusticia y la nula disposición a resolver con buena voluntad el problema, bajando simplemente un poco el volumen.

Pero eso no es nada, tan sólo un detalle de lo ocurrido, porque el tango de estos usurpadores del espacio público sigue sonando día a día de forma continuada a todo horario.

Y a máximo volumen.

Siendo enero a las dos de la tarde con la cabeza dolorida por el aturdimiento de los tangueros y el bebé que no había forma de dormirlo me apersoné de nuevo con la intención de acomodar el mundo desbarajustado.

Disculpe, le dije casi a los gritos para que escuche al tanguero que me miró con atención. Quería comentarle que está demasiado fuerte y aturde a los vecinos.

El tanguero me fijó la vista y revoleó la cabeza en una clara e indeclinable indicación para que hable con las señoritas que estaban a unos metros al lado del prominente parlante.

Disciplinado, fui.

Al llegar veo la mujer del primer episodio que me mira como diciéndome, otra vez vos, chupame un huevo.

Es por ese detalle que miré a la otra chica que estaba a su lado y procuré transmitirle el perjuicio que fácilmente podían subsanar bajando un poco el volumen.

Disculpen, está fuertísimo el volumen, es imposible vivir si nos aturden a los vecinos todo el día.

Me miraron como si no existiera.

Pasa que están de continuo a máximo volumen y tengo un bebé que necesita dormir, nos están arruinando la vida a los vecinos. Quería pedirles si por favor podrían bajar el volumen.

En silencio me miraban sin contestar nada, como diciendo, andate pelotudo.

Tienen habilitación municipal?, inquirí sin obtener respuesta ni palabra alguna.

Pueden por favor bajar un poco el volumen, dije como suplicando.

Fue la última vez que me miraron tomándome el pelo, porque en ese momento, en ese preciso instante del silencio conversacional, a mi cuerpo lo tomó el diablo y aseste la patada precisa y justiciera que hizo volar el gran parlante por la vereda de plaza Francia, mientras me di vuelta y emprendí la marcha sin mirar atrás.

Fue ahí cuando sentí una sombra maliciosa con forma de tanguero malevo, que fue una insinuación certera.

De repente el tanguero reaccionó y vino a buscarme, mientras decidí sin el más mínimo de los titubeos sostener la marcha a modo decidido para alejarme unos metros.

El hombre venía sin remedio y yo avanzaba dispuesto a correr.

-Vení cagón -escucho y veo que el hombre se me viene encima.

-Te voy a denunciar -le grito mientras acelero los pasos.





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