sábado, 20 de febrero de 2016

El hombre convencido


Siempre me llama la atención la gente que se juega por sus convicciones y obra en consecuencia. 

Pocas cosas tal vez me alegran más que ver a hombres o mujeres que se entregan a sus causas y parecen dar la vida por ellas.

A mí me suele ocurrir que disiento muchas veces con el gladiador de turno, pero lo observo con admiración por la entrega, el ímpetu y la garra con la que defiende su posición. 

Eso acabo de hacer ahora al ver a un hombre que dio la vida por ser quien es en un programa de televisión destinado a lincharlo. 

Sus antecedentes parecían propicios para la condena definitiva, y la predisposición de los panelistas no ofrecía ningún duda acerca de la intención de aniquilarlo.

Así que me dispuse a ver el programa grabado y a reflexionar sobre las distintas cuestiones que se suscitaban a partir de la posición del señor que defendía de manera indeclinable cada uno de sus actos, de sus decisiones.

De sus aciertos. Y de sus errores.

Observaba como un niño obnubilado.

De repente un panelista tiraba munición gruesa a partir de hechos que parecían incontrastables. Pero recibía de inmediato un golpe simbólico correctivo que parecía disciplinarlo.

Y, aunque jamás disciplinaba, porque el panelista doblegaba la animosidad en el ataque, el hombre convencido lograba sobreponerse y asestar unos buenos golpes para salir airoso.

Eran en esas disputas innegociables donde se jugaba el resultado final de la partida. Que no era ni más ni menos que la condena irrenunciable o la absolución definitiva.

Como todo buen espectador no podía más que observar. Estar atento. 

Reflexionar.

Tal vez la adversidad cizañera que caía sobre el ser juzgado, me disponía a solidarizarme con el invitado. Aunque conceptualmente no coincidía en muchas de sus opiniones y repudiaba sus antecedentes, que conocía únicamente por la información que consumía en los medios como todo buen lector informado. 

El programa llegó a su fin unos minutos después de que el conductor despida amablemente al hombre convencido. En ese lapso otros panelistas aprovecharon a asestar unos buenos golpes con la impunidad que ofrece la posibilidad de hablar cuando no está el afectado por los dichos.

Uno se queda pensando si es peligroso que una persona se cierre en sus certezas y se niegue a asumir quizás errores que haya cometido.

Se inquieta sobre el perjuicio que puede tener quien se aferra a sus verdades, sin permitirse la duda.

Se pregunta por la humildad, que puede abrir la posibilidad de superarnos. Salvándonos de la ceguedad de nuestras certezas.

Y se queda con la creencia de que un hombre convencido tiene la dignidad de jugarse por quien es.




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viernes, 12 de febrero de 2016

Amigos fanáticos



Siempre me resulta difícil relacionarme con mis amigos fanáticos. Ellos defienden a capa y espada todo lo defendible, con el mismo ímpetu que defienden todo lo indefendible.

Es cierto que uno a veces es lento y necesita tiempo para llegar a la sospecha, que habilita luego la posibilidad del avivamiento. Utopías si las hay.

Pero hay momentos en el que uno se dice que ahora sí. Esta vez sí. Ahora sí que se inquietó, y siente que esa instancia a veces fugaz de sospecha le abre los ojos, le anuncia por fin el avivamiento.

Aunque a veces falla.

Con mis amigos fanáticos ha sido un poco tortuoso, demorado, llegar a la sospecha. Pero ante la recurrencia de comportamientos con los que ejercen sus posturas, no pude más que apiolarme de algún modo y ver esto de lo defendible e indefendible.

Y ver también un poco lo escabroso que debe ser para mis amigos fanáticos defender una posición que luego por ejemplo se contrapone diametralmente. Y entonces deben hacer una voltereta en sentido contrario para defender a rajatabla la nueva perspectiva.

Cosa que ante los ojos de los demás genera incomodidad, porque uno recuerda que defendían tal o cual idea y luego con el mismo empeño defienden la idea antagónica, por la cual parece que están dispuestos a batirse a duelo o entregar la vida.

Quizás por eso me he manejado con cautela y respeto, para no generar animosidades que provoquen enojos innecesarios y erosionen el sano vínculo de amistad que en mi opinión es lo más valioso que tenemos.

Pero eso por supuesto no me ha impedido alzar la voz y presentar disidencias en cuestiones que discrepo, para ofrecer de inmediato la fundamentación de cierta opinión contraria que suele disgustarles.

Cosa que arbitro con cierto cuidado, porque he notado que el fanático tiene como propósito esencial maniatarse en su posición y encapricharse en sus creencias, más allá de las evidencias que puedan cuestionar sus consideraciones o las realidades que se manifiesten con elocuencia.

Así que muchas veces tiro de la soga y aflojo para que no se corte el hilo.

Y luego sigiloso al tiempo procuro hablar sobre alguna posición en la que nos encontramos cercanos, para preservar la amistad.

Que sientan que no soy enemigo. 

Y que no deben aniquilarme.




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martes, 9 de febrero de 2016

El antifaz



Me presenté sin pensarlo. Sabía que tenía que estar en la fiesta. Era mi obligación, mi deber. 

Así que me dispuse a ir y fui. Con un traje nuevo, una camisa nueva y una corbata vieja.

-Comprate una finita, Juan -me había dicho Flavia.

Creo que lo dijo varias veces pero ninguna lo escuché.

Los días pasaron…

-La fiesta es mañana, ¿tenemos todo?

-Fijate si tenés corbata.

Miro en el placard, hurgueteo. ¿Se dice todavía hurgueteo? Uno debe estar viejo y se debe notar en todas partes. En las arrugas, en las conversaciones. En las palabras.

Seguro que no se dice hurgueteo.

En fin, abro la puerta del placard, veo la ropa apilonada. Demasiado apilonada como para no querer cerrar la puerta pronto y evadirme de ese quilombo. Empiezo a correr las perchas, de a poco. Tengo la expectativa que aparecerá la percha con las corbatas. Corro dos, tres, cuatro perchas repletas de ropa. Nada. Miro desde abajo, con la esperanza que sobresalga una, una que al menos me rescate de no tener corbata un día antes de la fiesta. Algo sobresale desde abajo, aparece como por arte de magia para salvarme. Es una corbata, rosa, con dibujitos. Una corbata al fin. 

-Acá hay una. 

-Buenísimo -escucho.

-¿Será moderna?

-No sé Juan, hace mil años de esa corbata. Creo que se usan finitas.

-¿Te parece?

-Sí, ahora se usan finitas.

Agarro la corbata con las dos manos, la miro con la intención de explorar su aspecto, su color, su anchura.

-Esta no es finita.

Flavia la mira, la indaga. No, Juan. No es finita.

No importa, tengo corbata y tampoco es que sea una corbata fea, desafinada. Un despropósito de corbata. Es sin dudas una corbata digna, fuera de moda. Pero digna. 

Tenemos todo ahora así que mañana salimos para Bahía y después a la fiesta.

Salimos el viernes para Bahía y de ahí a Santa Rosa.


Llegamos a la fiesta. Es de noche, se abre el salón. Hay bolas de boliche, digo de discos, de pub, o de lo que llamen ahora los que viven en este tiempo. Son varias bolas de boliche de distintos tamaños, muy grandes, grandes, medianas y chicas. También, muy chicas. Hay una pantalla. Hay un piso arriba con varios supuestos disyokey y en el salón estamos todos. Los tíos, los hermanos, los padres, los amigos de la anfitriona de la fiesta. Y ningún colado.

Sospecho.

Porque al entrar me preguntan mi nombre y chequean. Digo el nombre de Flavia y chequean. Sin duda urdieron un plan para dificultar la llegada de intrusos, que, creo, sería muy poco probable que se acerquen al lugar o merodeen por zonas cercanas esperando la posibilidad de que un resquicio o una breve grieta facilite la intromisión y posibilite sus presencias.

Pasamos a la mesa indicada y nos sentamos. 

Enfrente está el novio que tiene todo lo que tiene que tener.

Es piola. Es inofensivo. Un buen tipo.

Llega el fiambre y luego se produce una tensa demora. El disjokey pone básica bajito. Los comensales aguardamos. Los minutos pasan.

Mi madre se levanta y mueve un poco los hilos para que se active el servicio. 

Su capacidad de acción surte efecto y algunos mozos se movilizan y empiezan a llegar con el plato principal.

La fiesta se recupera.

Hace frío. Demasiado frío para mi gusto.

Intervengo abusando de mis facultades que no eran propias de quien tenía jerarquía para tomar decisiones que afecten a todos.

-Está muy frío el aire -le digo a una persona que parece ser la comandante en jefe de la fiesta- ¿Podrían bajarlo un poco?

La señorita escucha con amabilidad mi pedido. Estira la mano. Corrobora. Sonríe.

Indica que se proceda en consecuencia, mientras yo miro como otra señorita que responde a sus ordenes avanza para subir la temperatura en el salón donde estamos todos.

Suena un vals. Baila el padre, la madre. 

-Andá vos -le indico a mi hermano primogénito.

En una familia tradicional el segundo hijo es el segundo y ocupar el lugar del primero puede ser un sacrilegio.

-Andá vos primero -le insisto mientras lo toco con el codo.

Mi hermano honra su función a raja tabla, aunque no se debe decir a raja tabla. Se levanta impulsado de la silla de al lado y avanza.

La mira a mi hermana y bailan.

Observo desde lejos, hasta aguardar mi turno.

Me levanto, voy, la agarro y bailamos.

-Está re bueno, ¿no? -me dice Paulita.

-Sí, re lindo.

La fiesta sigue y todos estamos contentos. 

Termina el valls y se retoma el baile. He decidido participar con mayor protagonismo que en otras oportunidades, donde las fiestas son de alguna manera más ajenas. Así que me incorporo, la miro a Flavia y le digo.

-Vamos.

Y vamos entonces a la pista, a hacer lo que sabemos que tenemos que hacer.

Flavia se mueve con destreza, tiene habilidad. Sabe.

Yo intento sostener un paso medido, reticente. Apenas muevo hacia la derecha para volver después a la izquierda. 

Sé que conviene mover también las manos. Así que las muevo. Pero lo hago con cuidado, como si estuviera resguardándome no sé de qué. Tal vez de la mirada ajena.

Así que voy con un ritmo menguado, racional. Medido.

Pienso que la timidez me domina y es la auténtica responsable de mis movimientos escuetos, aunque ya no se deba decir escueto.

Nos sentamos y pasa lo que tiene que pasar. Mesa de postres. Videos. Sorpresas. 

Mi sobrino Felipe ha decidido tomar un protagonismo llamativo. De pronto aparece dos, tres, cinco, seis veces en pantalla. La última conmigo, que mientras levanto la copa habla por el micrófono para desearle felicidades a los novios.

Terminan los videos y llega el momento crucial. 

Reparten cotillón.

Veo a mi tío pronto iluminado con un aro y una bincha. Es un aro que cambia de colores. Parecido a los lentes que tiene mi primo, que se iluminan y parpadean. Mi otro primo JP También se ha disfrazado, tiene galera, vincha. 

De pronto la fiesta se puebla de mascaritas por todos lados.

Agarro anteojos luminosos. Collar de guirnaldas. Anillo parpadeante. 

Voy a la pista a hacer lo mío. Muevo sigiloso pero más decidido.

Busco a Juan Carlos y le pongo una guirnalda. Lo cruzo a César y le agarro la cintura. Me subo al trencito que protagoniza la pista.

Me pongo un antifaz verde y me cruzo con Mabel, para darle unas vueltas. Le toco la cabeza a Gladis que se ríe. Lo encuentro a Elpidio que está hecho una mascarita entre tantos disfraces.

Pedimos fotos y el fotógrafo obra en consecuencia.

Mi tía se muestra desconcertada pero se encuentra de pronto embaucada en una danza india que improvisamos con Elpidio y JP. A la que pronto se suman otros muchachos.

El ritmo a tomado mi cuerpo y levanta mis brazos, mueve mis piernas, improvisa movimientos que parecen respetables. De pronto la desinhibición es la causante de una habilidad inédita.

No ha sido el alcohol de media copa de champán ni de los dos sorbos de vino.

Es el antifaz el que me regala la fiesta.

Los otros también están disfrazados. Ahora somos nosotros.

Ahora nos divertimos.





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