miércoles, 26 de septiembre de 2012

Lluvia de palabras


Escribí “precepto”, seguro y confiado.

Luego me fijé y sí. Era precepto, ninguna otra palabra hubiera sido la indicada.

En esa oración había sólo una palabra en el mundo que se ajustaba con precisión a la frase. Si hubiera usado otra, hubiera desalineado lo dicho. Y en ese desajuste hubiera entorpecido la lectura.

Eso ocurre a veces, cuando uno no tiene suerte.

De lo contrario cada palabra cae en el lugar indicado. Se acomoda en armonía quizás por arte de la naturaleza.

Una dimensión extraña que indica en silencio dónde debe ubicarse cada palabra.

Debe ser algo así. Hay una dimensión extraña. Un mundo imperceptible que opera y ejecuta.

Esa dimensión de alguna manera resuelve. Indica, persuade y arremete.

Despliega así la palabra ante el mundo.

Seguramente es así. Aunque también podría ser de otra manera.

Yo escuché y leí varias veces que hay escritores que retocan hasta el cansancio los párrafos. Cambian palabras sistemáticamente. En esos actos no solo las remplazan, a veces las borran y doblegan.

Esa actitud pareciera que atenta contra la naturaleza de las cosas. No solo niega la fluidez, sino que aniquila lo misterioso.

No es poco.

Quizás lo mejor es permitir que obre la naturaleza. Ponerse frente al teclado.

Y dejar caer las palabras.



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El lector


No hace mucho que pienso que los libros no nos traen ninguna verdad. Son simplemente intenciones de un propósito que siempre los excede. Porque uno puede aproximarse con el anhelo del descubrimiento definitivo, y al final de cuentas con qué se va?

Con las manos vacías.

Vacías si uno es efusivo. Con una carga menor a la esperada, si uno es más justo.

Enriquecido, si uno es agradecido.

Esto demuestra no tanto la virtud del libro, sino la incidencia del lector que presenta el veredicto. Hace saber cómo son las cosas. Y en esa puntualización decide cómo es el mundo.

Puede verlo despejado o repleto de nubes. No importa.

El libro en sus manos dispara interpretaciones, que alientan una especie de lectura global que se reduce a una visión definitiva.

A veces expresada en palabras o frases más o menos cortas.

Excelente. Muy bueno. Nunca leía un libro así.

O.

Qué manera de perder el tiempo. No sé para qué llegué hasta el final si no decía nada interesante. Sigue…

Ahí es donde se da manija, empieza cada vez a sentirse peor y termina apresado en una emocionalidad que no le sirve para nada.

Todo por leer un libro y sentir que no ha pasado nada, con la excepción del tiempo.

Por lo cual uno podría pensar que el libro es de alguna manera inimputable. Irresponsable de esa visión definitiva.

Una síntesis que le corresponde a cada lector.

Frente al propósito que asumió un autor de definir una verdad, que tal vez arrinconó, pero siempre lo excede.



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