domingo, 31 de diciembre de 2017

Cuestión de actitud


Llamo a un amigo para que resuelva eficientemente una necesidad laboral. Pero mi amigo demora o se olvida. Cuando lo doy por perdido al tema me llega un mail. Es mi amigo que no me falla. Me dice que está el mailing y me lo envía. Pero el mailing como suele ocurrir está mal o desbarajustado, o algo tiene como para ser mejorado y no rendirse ante la tentación de hacer las cosas para cumplir y olvidarnos del tema.

Así que lo llamo a los cinco minutos, luego de advertir que dos de las cuatro  indicaciones esenciales que le había dado no estaban consideradas en el mailing. Hechos que inevitablemente me hacen pensar que mi amigo estaba dispuesto a ayudarme hasta ahí, con un nivel de empeño y compromiso que no alcanzaban a cubrir la expectativa o bien la necesidad de quien procura hacer las cosas lo mejor posible y no sucumbir ante el más o menos, así está bien, con eso basta, si es lo mismo, etc.

El mundo se degrada cuando las personas conscientemente o inconscientemente adoptan esa actitud. Y se estropea cuando la arraigan en sus entrañas y las honran en sus comportamientos.

Si algo hay que hacer en la sociedad creo que es procurar revertir esas elecciones indeclinables que nos perjudican a todos porque se traducen luego en la calidad de productos y servicios que recibimos.

Me indigno, me lamento. Me hago mala sangre. Voy camino a la resignación y a decir, es así. Pero esperá Juan Manuel, no seas tan injusto. Llamá, agradecele y hacele notar las falencias.

Hablo conmigo un minuto y decido llamarlo. La posibilidad de rendirnos y doblegarnos es un camino directo al malestar, la resignación y el desencanto.

Un mundo demasiado mediocre e indeseado como para querer habitarlo.

Llamo por teléfono a la oficina donde estaría mi amigo y me atiende otro potencial amigo que apenas conozco pero que trabaja en el mismo lugar y que tiempo atrás podría haber sido un compañero de trabajo que dependiera de mí. O tiempo adelante podría serlo si se descuida, yo me distraigo y vuelvo a caer en la trampa de lidiar con una mala sangre indeseable que se alimenta por actitudes ajenas que no comparto.

-Está Pedrito, le pregunto.

-No, se fue hace cinco minutos.

-Bueno, no importa. Es por el mailing, necesito si podés hacer un pequeño ajuste.

-Ah, pero no sé nada –me confiesa-. No sé nada de diseño.

Le digo que es algo muy sencillo, de cinco minutos. Pero no insisto. A esta altura sé que el compromiso que mucha gente tiene con la mediocridad es innegociable y no hay argumentos o incentivos que puedan destrabarlo.

No importa si es para beneficiar directa o indirectamente a la empresa donde está trabajando. Ni siquiera pierdo tiempo en comentarle. Sólo sé que lo resolveré de otra manera.

Corto el teléfono y pienso, qué suerte tiene esa empresa que permite que gente con esa actitud y deficiencias notables para su rol, pueda desempeñarse cumpliendo horario sin contribuir en nada a la competitividad.

Qué suerte que tiene de poder sobrevivir.

Y que mala suerte tienen los clientes cuando prosperan las actitudes de quienes se comprometen con ir a menos, en vez de comprometerse con ir a más.





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sábado, 9 de diciembre de 2017

Injusticia


De chico nada me movilizaba más que la injusticia, seguramente porque sentía que era preso de ella.

Obvio que no soy un angelito, aunque pienso que iré al cielo. Si me declaro Católico Apostólico Romano, supongo que al menos servirá para eso. O por lo menos de alguna manera deberá allanar el camino para facilitar el ingreso.

Quién sabe.

Lo cierto es que si algo me irritaba y me producía una suerte de desencadenamiento que impulsaba a la acción, eso era la injusticia.

El hecho injusto que se presentaba en la cotideaneidad era desde mis entrañas inaceptable. Con lo cual no podía más que mantenerme en guardia y accionar con vehemencia.

Aunque esa palabra es exagerada.

Pero bien podría decir que accionaba con decisión. Con ímpetu. Con la convicción de quien sabe que está en lo correcto y exige que el mundo se encauce como corresponde. No que se justifique con patrañas, mentiras o endebles explicaciones que para lo único que sirven es para validar la injusticia.

¿Qué hacía?

Eso me pregunto ahora porque no lo tengo muy claro. Pero creo recordar sin riesgo a equivocarme que lo primero e imprescindible era alzar la voz.

La palabra era mi mejor aliada y el arma más efectiva.

Ahí estaba yo por ejemplo en la mesa familiar comandada en la cabecera por mi padre e intervenía cada vez que la situación lo ameritaba. Podía ser algún hecho que beneficiaba a mi hermano y a mí no, o algún hecho que beneficiaba a mi hermano y a mí no.

No recuerdo, pero es posible que algo así fuera.

Como también era por supuesto cada idea directriz que mi padre mandamás propiciaba en la mesa y que defendían con igual empeño mi madre incondicional y mi hermano que se plegaba a ellos.

Eran siempre tres contra uno.

Porque a nadie, excepto a mí, se me presentaba la situación de poner algún pero o explicitar la disidencia que auténticamente sentía con la visión, la opinión o la verdad que sostenía mi padre.

Hablábamos quizás del Peronismo, de la justicia social, de los valores de la familia, de un montón de cosas que servían de terreno fértil para que mi padre, que era un orador destacado, tome la palabra y despliegue cierta disquisición al respecto.

Todos persistíamos un buen rato en silencio, mientras papá desplegaba su destreza con notable habilidad.

Luego en determinado momento su perspectiva ofrecía cierta grieta y ahí era donde yo sin querer queriendo, motivado vaya a saber por qué espíritu indeclinable, intervenía para poner reparos y compartir una mirada diferente.

O en algo disidente con la perspectiva que todos apoyaban y que a la luz de cualquier observador externo que pudiera estar contemplando la situación, podía ser susceptible de ser objetada.

Hoy recuerdo aquellas sobremesas notables. Mi madre afirmando las teorías de mi padre. Mi hermano en silencio, pero participando en los momentos cruciales, donde se requería una definición, para inclinar la balanza donde siempre sentía que debía inclinarla.

Y yo, defendiendo la justicia y el derecho a ejercer la libertad.

Principios por los cuales vale la pena luchar y pagar todos los precios que uno tiene que pagar.





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martes, 5 de diciembre de 2017

Farsantes


Hay que reconocer que si para algo sirven los farsantes es para pensar un poco en ellos y descubrirlos. Quizás con la intención de desenmascararlos.

Es notable la destreza con la que se manejan en la cotidianeidad para salir impunes de sus tretas.

Embarulladores profesionales son artistas del simulacro.

Embaucadores. Mentirosos…

Los farsantes son hábiles con sus palabras, gestos y discursos. Elaboran relatos memorables que procuran construirles su simulada impecabilidad. Pero emerge en el trasfondo de sus actos la esencia de la hipocresía.

Porque si algo los caracteriza es que sus palabras no condicen con sus acciones.

El farsante es un ser habilidoso que se mueve a voluntad según sus mezquinas conveniencias. Uno puede observarlo con atención y la verdad salta siempre a la vista.

Se elocuencia su inconsistencia.

Es un embaucador más o menos profesional que lo único que quiere es salirse con la suya a toda costa. Para lo cual despliega su verborragia para empaquetar a cualquier ser desprevenido.

Generalmente el confianzudo. O el hombre de buena fe.

Que lo escucha con disposición y aceptación de cualquier cosa que dice. Aunque se adviertan incongruencias, falsedades, mentiras, evidencias…

Quizás por eso me enoja el farsante. No porque sea un astuto orquestador de verdades mentirosas. Si no porque con su desempeño logra con frecuencia empaquetar a sus entusiastas víctimas.

El problema con esta gente es que asume en mayor o menor medida esta filosofía innegociable. Y uno se los encuentra en cualquiera de las situaciones.

Los grandes farsantes son astros de la simulación y la pantomima. Embaucadores a discreción y reyes del engaño.

Son hábiles, pícaros.

Crean vidas de mentira y hasta se creen su propia farsa.





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