miércoles, 20 de marzo de 2024

El reconocimiento


Se puede vivir sin ningún tipo de reconocimiento.

De hecho, lo recomiendo.

No es que no esté bueno que te digan, grande Juancito. Sos un genio, Juancito.

Y te den una palmadita, un diploma, una medalla o lo que fuera.

Que sería sin vos esto, Juancito.

El reconocimiento puede no ser necesario pero suele ser reconfortante.

Hace bien.

Por lo cual no está mal tomarlo cada vez que aparece, si es que a veces aparece.

Si no aparece, no importa. No es una variable relevante que defina quienes elegimos ser, quienes somos, y quienes seguiremos siendo.

Por el contrario, puede ser peligroso.

¿Por qué?

Porque detrás del reconocimiento se agazapa el ego. Y cuando a uno le ponen una medalla por los motivos que fueran, es como que le dicen..

Bien ahí, sigue así.

Aprobado.

De modo que si mañana uno cambia de opinión o va en sentido contrario, lejos de comprender que se debe al espíritu que honra a rajatabla la libertad, se piensa lisa y llanamente que uno, el que fuera, es un embustero.

Y además…

Como decía, el ego está ahí detrás al acecho.

Muchas palmaditas, muchas medallas y condecoraciones, puede encarcelarnos en expectativas ajenas.

Y ese tipo de pretensiones están en las antípodas de la libertad.

Es más, la anulan deliberadamente.

Con lo cual vivir sin reconocimiento alguno es una posibilidad no despreciable para cualquiera.

Más aún si la persona es segura de sí misma, tiene sus propios parámetros y se asume como el único juez con derecho a dictar veredicto.

He dicho.






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jueves, 14 de marzo de 2024

La verdad de la convicción

 

No sé por qué insisten por ejemplo en que hay que enseñar a pescar en vez de dar el pescado.

Cansan las frases hechas, ¿no?

Pero lo dicen porque la intención es buena, es loable. Es plausible.

Y no sé cuántas cosas más.

El tema es, dirán ustedes. ¿Cuál es el tema?

Bien, el tema es que la gente no quiere que le enseñen a pescar, quiere el pescado. El valor.

El resultado.

Lo vi hasta en las personas más cercanas que en un santiamén evidenciaron que quieren pescado y no les importa un carajo cómo se pesca.

Y es quizás en esa suerte de circunstancias donde se hizo evidente esta cuestión, de ahí quizás esta inquisición con intención de dilucidar este vericueto, embrollo o situación  existencial de suma importancia.

No digamos que no.

Entonces el tema es que quieren el pescado. No que les enseñen a pescar. Son prácticos, genuinos, orientados al resultado.

Pescado, no pesca.

Es como cortar camino, como decir bueno, si tenés el pescado en la mano dámelo y sanseacabó.

O, ¿para qué querés dos pescados? 

Angurriento, glotón.

Ávaro.

Recordá que es más fácil que un camello pase por una hendija a que un rico entre a los reinos de los cielos. No lo digo yo, lo dice la bíblia.

Palabra santa.

Amén.

Además, vinimos sin nada, nos vamos sin nada.

¿No?

Decía…

El resultado es la consecuencia del proceder, que tarde o temprano emerge y se visualiza poniendo el tiempo siempre las cosas en su lugar, para bien o para mal.

Si se quieren resultados positivos, hay que proceder de una forma que se construyan los resultados positivos.

Y viceversa.

Pero en realidad no quería hablar de esta cuestión esencialmente, sino de que la gente quiere respuestas y no hay mejor respuestas que quien habla con convicción.

Por más disparates que diga.

Como la gente quiere el resultado, como no quiere que le enseñen a pescar, entonces quiere la respuesta sin hacerse cargo de la pregunta.

Sin entrometerse en el trabajoso camino que lleva a lograr resultados.

Así que ahí tienen el pescado.




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miércoles, 13 de marzo de 2024

Punto a la í

No pregunten por qué ni desentrañemos las profundidades del ser que lleva a ponerle el cascabel al gato o los puntos a las íes.

Me gusta esa gente.

Un poquito, no en demasía. Debe ser que todo es bueno en el punto justo, si se pasa de la raya en la intención es muy probable que caiga en el despropósito, la exageración o la molestia.

Típico el quejoso que tiene la vista repleta de dificultades y obnubilado por el enojo y el ánimo combativo de la protesta se pierde la solución.

Aún cuando está frente a sus ojos.

Pero esta ahí, enceguecido, embaucado por su propio entuerto y no sale.

No sale.

¿Decía?

Ah sí, el punto a las íes, está bueno eso, y suelo hinchar por ellos, cuando están por supuesto en el punto justo, cuando proceden de manera razonable, respetuosa, medida diría, pero a la vez elocuente.

Porque el punto a la í o el cascabel al gato hay que ponerlo sin mayores titubeos.

No se puede venir, a ver qué pasa. Voy a intentarlo. Dejame pensarlo, haré mi mejor esfuerzo.

Y todo ese chamullo que es la antesala de la excusa que sale siempre más o menos airosa y se revela a la vez elocuente, para quien quiere mirarla.

Hay que ir y pum, determinado. Hacerlo, actuar, sin mayores trámites.

A las íes se les pone el punto con convicción. O no se les pone nada, y puede el ser quedarse residiendo en la placidez de la cobardía.

Donde no cambia nada.

Decía simplemente eso, que me gusta la gente razonable que se hace cargo de asumir la realidad que fuera y procede con la madurez de quien está dispuesto a ajustar el mundo desbarajustado.

Ellos les ponen los puntos a las íes y es gracias a ellos que al gato le ponen el cascabel.

Si no se lo pusieran, el mundo seguiría desbarajustado y el desastre sería cada vez más insoportable.





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jueves, 7 de marzo de 2024

A ver qué vas a decir…

 

Bueno, permiso, permiso.

Sé que a nadie le gusta escuchar y a todos les gusta hablar. Bueno, no generalicemos. ¿Por qué no?

¿No se puede generalizar acá, che?

Fijate, como quieras.

Decía, sin generalizar generalizando que a todos les gusta hablar y no escuchar. O bien a casi todos o a la mayoría le gusta hablar y no escuchar.

Los conté, no jodan.

¿Por qué les gusta hablar y no escuchar? Simple, porque están centrados en lo que quieren decir, o en última instancia en demostrar que el valor que tienen en su enunciación está por encima del que pueden recibir, y que si miran bien, si escuchan bien, verán que Pedrito o Josecito, no se andan con chiquitas ni dicen pavadas, sus palabras traen la lucidez, claridad y relevancia que todos estábamos esperando.

Mirá vos.

Así que siguiendo esta hipótesis por supuesto certera podemos observar que la gente se interesa en decir para construirse una imagen beneplácita de su persona. De modo entonces que podríamos sospechar que detrás de estos susodichos hay un fuerte sentimiento de inseguridad y minusvalía.

De modo que esa esencia del ser que los define es la verdadera causante de la predisposición al habla y la emisión de ciertas cataratas de palabras que nunca terminan y siempre tienen algo que decir, de modo que el otro queda como apabullado por la intromisión incontinente del parlanchín, sin la más mínima posibilidad de poner un bocadillo, soltar una palabra o balbucear lo que fuera, quizás con el único propósito de aportar algo o sentirse vivo.

Que tema.

De manera que ante esta situación de parlanchines irrefrenables que siempre tienen algo para decir y no dan el mínimo espacio para que el otro se exprese, diga lo suyo, meta un bocadillo, o emita al menos sonido alguno, deberíamos determinar que es debido a seres tan inseguros como parlanchinezcos, que exigen oídos dispuestos a ser abrumados con dichos interminables, todo para preservar una supuesta valía que les demuestre en alguna forma que la inseguridad puede sobrellevarse con este tipo de desempeños verborrágicos.

Ante esta situación a veces es propicio guardar silencio soportando como un estoico el ruido y dejar que el proceso de curación ajeno decante por si mismo, con la expectativa de que la prestación de los oídos haya sido una contribución saludable hacia el enfermo.

¿No estarás exagerando, vo?

No sé, lo único que veo es que a la gente insegura le interesa más hablar que escuchar y es por ese motivo que no se benefician con la inteligencia ajena, que para que se exprese lejos de acallarla hay que habilitarla dándole espacio, y azuzando si fuera necesario al otro para que diga lo que piensa o lo que tiene que decir. Así uno se enriquece con la palabra ajena.

Porque hasta un tonto tiene para aportar su lucidez.

Sin más nada que decir, me despido calmamente.





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