sábado, 24 de agosto de 2013

Mandados

A mí nunca me gustó ser el chico de los mandados. Siempre me mantuve alerta y negado cada vez que me indicaba la realidad que debía asumir ese rol. Quizás fue mi espíritu de vagancia, la comodidad o haraganería. No lo sé, lo único cierto es mi declinación a asumirme como el chico que iba hacerse cargo del mandado.

Aunque por supuesto no podía desatenderme del tema. El mundo venía con mandados y yo no ostentaba mayores armas para rebelarme que mi convicción por rechazarlos.

Así que decía que no quería ir y procuraba mantenerme firme en mi posición. Pero escuchaba que esta vez me tocaba a mí, que ya había ido mi hermano la otra vez y la otra mi hermana, y que anteriormente había ido mi hermano también y mi otra hermana también fue.

Y así estaban las cosas que acreditaban irrevocablemente que era mi turno y debía asumir la función estoica de cruzar a lo de Marcelino, escuchar unos quince o veinte minutos las conversaciones chismosas que el almacenero sostenía con las viejas del barrio y volver a mi casa con la misión cumplida.




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