miércoles, 27 de julio de 2016

El hombre enloquecido


El hombre comenzó a enloquecerse y no lo dudó. Desplegó la locura tanto como pudo ante la vista de todos. Fue en Animales Sueltos, un destacado programa televisivo que se emite todas las noches en la Argentina.

El conductor observaba impávido. Los televidentes celebrábamos la locura de ese hombre endemoniado.

Los compañeros de mesa no decían nada. Sólo atestiguaban el proceder desbocado del hombre enloquecido, que arremetía sin miramientos.

En un momento el conductor del programa televisivo le muestra un libro y pregunta. ¿Qué opinás de este libro?

Fue un momento sublime. Memorable para la televisión argentina.

El hombre hizo una pausa, clavo los ojos en el libro. Tomó aire. Y gritó...

Es una porquería. Eso es una verdadera porquería. Lo estudié, lo leí cinco veces.

Basura. Es una basura, gritó con el ceño fruncido y la mirada endiablada, como si estuviera poseído por una fuerza extraña que le obligaba a desencadenar una violencia inusitada para una mesa de conversación televisiva.

Es una porquería. Insistió.

No volaba una mosca en la mesa.

El conductor sigiloso escuchaba con una tensa calma. Los televidentes, supongo, estábamos absortos
frente a ese acto de locura.

Me gusta que el economista se enloquezca y haga despelote, escribí en twitter.

Otros tuiteros empezaron a poner comentarios a favor y en contra del hombre enloquecido, que no perdía oportunidad para recuperar la palabra, fruncir el ceño, mirar con cara de pocos amigos, revolear los brazos y gritar como si estuviera fuera de sí.

Como si tuviera ganas de mandar a todos, y por lo que fuera, a la re puta madre que los re contra mil veces parió.

Por momentos la locura parecía convertirse en el medio perfecto para que trascienda cierta genialidad. Y el hombre enloquecido tenía raptos elogiables, que parecían alentarlo a redoblar la apuesta. A acentuar el comportamiento impredecible.

Por eso gritaba. Por eso movía los brazos. Por eso miraba al conductor y a la cámara con un enojo inadecuado para la situación. O atacaba sin recelo a otra persona que compartía la mesa.

El Estado es una farsa, sentenció con los ojos verdes desorbitados, mientras revoleó su cabeza despeinada que acentuaba la locura.

Luego arremetió contra otro compañero de mesa, que es un reconocido periodista. Endiablado se abalanzó con saña sobre el pobre hombre que solo escuchaba la impostura provocativa que recibía.

Pero no había hecho nada. Nada de nada.

Veo bien que enloquezca pero mal que agreda, escribí en twitter. Y después pensé que no era suficiente, que el periodista agraviado merecía un trato digno y respetable.

Ismael es un destacado periodista económico que hace un valioso aporte en su trabajo cotidiano, escribí.

Varias personas pusieron me gusta al justo reconocimiento.

El hombre se fue calmando de a poco y por momentos se mantuvo en silencio. Pero creyó en la locura como un medio perfecto para compartir su pensamiento. Para permitirse ofrecer lo mejor de su intelecto.

Acostumbrados a estar encorsetados dentro de la normalidad, cualquiera que osa trascender los límites de la cordura tensiona el mundo de lo previsible. Y, si lo traspasa, asciende al mundo de la locura.

Un mundo que se manifiesta de improviso y nos deja a todos con los ojos abiertos.






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sábado, 16 de julio de 2016

Que nadie pregunte lo que no quiere escuchar


Freno el auto. Suena el teléfono.

Es mi padre.

Me dice que pase por su oficina así hablamos un rato. Le digo que no puedo. Que tengo que ir a ver a Claudito y después a Roberto.

Me insiste.

Reitero que estoy justo entrando a ver a Claudito y que después voy a reunirme con Roberto. Y le digo que después paso.

Bueno, escucho.

Voy hasta la oficina de Claudito, pero no está. Debe haber aprovechado que no está Guillermo para irse un poco antes. Pienso. No puedo ser tan mal pensado. Me digo. Claudito es excelente, súper responsable y súper profesional. De hecho si voy a verlo es para avivarme. Avivarme en cuestiones que el domina con la destreza de los que saben.

Vuelvo sobre mis pasos y salgo para la otra oficina.

Miro para la izquierda y veo a Virginia que está hablando por teléfono. Me cruzo con dos personas. Saludo al pasar. Abro la puerta y salgo a la calle. Camino unos veinte metros. Llego, saludo a Darío que siempre sonríe. Mientras de lejos me mira Flavio.

Camino unos metros y extiendo la mano.

-Mis respetos –le digo. Se ríe y avanzo unos pasos más hasta la oficina de Roberto.

Lo cruzo al Vasco, a Carlitos y a la esposa de Raúl. Están imbrincados hablando entre ellos. Cómo andan, digo.

Salgo y lo veo a Ismael, siempre sonriente también, como Darío.

¿Cómo anda la bicicleta? Muy bien, me dice. Siempre trato de andar porque me hace bien. Pero ahora ando en la moto. ¿Moto? Sí, tengo una de 110. Ah, buenísimo. Es con cambios, ¿no? Sí. Yo tenía la Zanellita, siempre me anduvo bien. Ah, yo tengo también la Juki. Pero esa cuesta arrancar, le digo.

Y sí, es mañera, reconoce.

Lo saludo y sigo unos pasos más. Por fin llego a destino.

Roberto saca la vista de la computadora y me recibe con una sonrisa. ¿Qué hacés rubio?, pregunta.

Hace mucho que no te veo y te vengo a visitar. Me río.

Hacía unos breves minutos que habíamos compartido otra reunión, por otras cuestiones. Otros menesteres. Pero ahora, en este momento vengo a verlo porque quiero avivarme de algunas cuestiones que él domina.

Cuestiones no muy sofisticadas pero que requieren cierta pericia.

Ingreso en los menesteres y hablamos con determinación. Aclara situaciones que estaban bastante aclaradas pero aún tenían ciertos matices difusos. Advierto posibilidades que pululan por el aire. Menciono esas alternativas. Escucho su posición.

No lo noto convencido. Pero hay una hendija donde se ve cierta luz.

Me despido agradeciéndole la conversación y voy a ver a mi padre, que está enfrente.

Hace mucho frío, el invierno no perdona. Cruzo la calle. Lo veo a Gaby. Lo saludo. Observo que se ríe, que anda apurado, que camina hacia enfrente. Parece estar contento. Qué bueno que Gaby esté contento, me digo.

Abro la puerta, lo veo a Maxi.

Lo saludo sonriente. Estás más flaco, le miento. No, no. Sí, sí, le reafirmo con la intención de dejarlo contento, mientras le apoyo la mano en el hombro.

No te creas, dice y se ríe.

El vasco está al lado de la puerta, ¿qué hacés Vasco?, le digo mientras lo abrazo. Acá ando. Avanzo sobre la puerta y entramos.

Está Gustavo. Hola Gustavo, le digo desde lejos, mientras se para. Camino hasta él y lo saludo con un abrazo. Al lado está papá, hola pá, digo y también lo saludo de la misma manera.

El Vasco no sé qué hizo. No sé dónde está. Cualquier cosa que podría decir al respecto sería impropia o mentirosa porque a decir verdad ahora que me detengo en esa situación, veo que el Vasco no está. Es decir, no se lo ve en esa situación.

Raro.

He quedado embrollado con Gustavo en una conversación que ha hecho desaparecer al Vasco.

En fin, me siento junto a Gustavo y los dos estamos frente a mi padre. Están embrincados en un tema que no me interesa, pero de alguna manera me compete. Es un tema en desuso, añejo, resuelto en mi cabeza hace años.

Escucho con atención pero no puedo dejar de intervenir. Sobre todo si me preguntan. Entonces hablo desde el mismo lugar que hablo siempre, con convicción y honestidad intelectual.

Digo lo que pienso, que es a la vez lo que creo conveniente. Y es a la vez también lo que no quiere escuchar mi padre. Lo que se niega a ver. A escuchar. A oír.

Por ende, me transformo en un falso enemigo. Cuando en verdad soy un aliado valioso de su causa.

Pienso.

Enemigo sería si me presto a su motivación para hacerle creer lo que él piensa y yo no pienso.

Aunque por supuesto esa actitud la recibe con encanto. De ahí que quien quiere llevarse bien y dejarlo contento, no hace más que decirle lo que quiere escuchar. Y, si se maneja con mayor destreza, acrecienta o ensalza lo que piensa.

Todo para dejarlo contento y evitar su indeseable mal humor.

Nos adentramos en una conversación donde surgen diferentes cuestiones, escenarios futuros, posibilidades.

¿Vos qué harías?, escucho mientras mi padre me clava la mirada.

Digo lo que pienso. Lo que creo que es conveniente.

Lo que mi padre no quiere escuchar.

Repetimos entonces una lógica recurrente. Me pregunta para escuchar lo que no quiere escuchar. Entonces no escucha. Se enoja y me niega, con palabras cizañeras que parecen querer apuñalarme.

Yo siempre me enojo un poco también porque creo que en su postura exhibe una posición desagradecida. En vez de valorar que le dé una opinión honesta que aporta a resolver sus menesteres, se contentaría si contribuyo a engañarlo, contándole el cuento que se quiere contar.

Luego me voy pensando que lo que alguien no escucha en palabras tarde o temprano lo escucha de la realidad.

Porque quiéramos o no, la realidad siempre habla.





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martes, 5 de julio de 2016

Primo Elpidio


Mi primo Elpidio está desbordado, no por lo que hizo sino por lo que tiene que hacer.

Abro la computadora y veo un mail desorbitado, que envía a varios destinatarios. Es Elpidio, escribe sin pausas y de manera determinada. Leo extraviado el espíritu endiablado de sus palabras. Es un mensaje escabroso, cizañero, enfurecido.

Mi primo Elpidio se muestra insidioso, desorbitado.

Pero qué le pasa, por qué ese rapto de rebeldía, que deja ver un enojo desproporcionado. Quizás simulado. Quizás auténtico.

Todo será una pantomima para preservar sus formas y reposar en la tranquilidad del status quo. Pienso. Pero no lo digo.

Leo…

Elpidio escribe con furia haciendo notar que está desbordado, que es una locura que tenga que hacer lo que tiene que hacer, porque no tiene tiempo, no tiene alternativa, no tiene recursos ni posibilidades.

Además, esto no lo dice… Además, si no lo hizo hasta ahora, por qué habrá de hacerlo.

El mundo resistió. La vida transcurrió igualmente. Por qué ahora, tanto tiempo después, debe empezar a hacer lo que no hizo.

No es justo.

Por eso ha decidido decirlo todo sin miramientos, con la boca abierta y bravuconadas. No es justo que a estas alturas venga el mundo a atropellarlo y a exigirle lo que no está dispuesto a dar. O a hacer.

Observo el mail sigiloso, sin hacer mayor ruido. Como si mi actitud pudiera correr el riesgo de acrecentar el despropósito.

Ante todo hay que preservar la familia más allá de las irracionalidades en las que convivimos los Valentinis. Incluido primo Elpidio con sus raptos de aparente locura que se expresa sin inhibiciones.

Estoy cansado de los informes que me pide Juan Manuel, leo como una información tangencial, entre pasajes inconexos de diversas cuestiones.

Vuelvo a la frase.

Estoy cansado de los informes que me pide Juan Manuel.

Decido escribir para defenderme de la imputación que se me ha hecho. Y de la cual, por supuesto, soy inocente. Absolutamente inocente.

Escribo entonces un breve mail…

Primo Elpidio, dado que se ha aludido a mi persona, atribuyéndome la solicitud de determinados trabajos, dejo constancia que NUNCA PEDÍ NI PIDO NINGÚN INFORME.

Aprieto el botón “enviar” y aguardo sigiloso.






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lunes, 4 de julio de 2016

Informantes


Nada detesto más que las personas que hablan como si estuvieran involucradas en temas laborales y en verdad les importa un carajo todo. Solo se preocupan por informarse y desplegarse hábilmente a partir de esas informaciones que reciben para hacer creer lo comprometido que están con los asuntos.

Es una patraña débil y de poca monta, si es que está bien decirlo así. Porque vaya uno a saber qué es poca monta. Pero supuestamente querrá decir, poco vuelo. Algo así. Poco vuelo porque no conduce a nada, solo a salvar el honor de manera pantomímica y mentirosa, haciendo suponer que el informante entrega la vida por la causa cuando en verdad le importa un bledo.

Y andá a saber bien qué carajo es un bledo y por qué es que la palabra aparece, se hace un lugar desde alguna grieta y emerge justo en un momento. Como ahora, un bledo, debe querer decir nada.

Nada de nada.

De ahí tal vez que uno se enoja cuando se encuentra con el opinólogo o informador que actúa como un simulador frente a quien no sabe nada y es presa fácil de la patraña. La persona que de algún modo lo evalúa y a quien en forma persistente rinde cuentas.

Eso ocurre mientras los compañeros de trabajo lo advierten todo y muchas veces quedan sorprendidos por la destreza con la que se mueve el farsante.






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