sábado, 30 de noviembre de 2019

Los pícaros


A mí me alejan de forma inmediata e irreversible dos tipos de personas que son claramente detectables.

Los malos y los pícaros.

Uno anda por la vida y se tropieza con ellos sin querer o queriendo, porque a veces uno abre una puerta desconociendo al otro y se encuentra con él o la personaje.

Ahí con frecuencia advierte, se da cuenta si es una persona buena o mala, si es un pícaro o alguien que se puede confiar.

Ese desentrañamiento que puede ser repentino a veces demora más tiempo, es cuando el malo o el pícaro es consciente de su linaje y tiene la habilidad de simular ser una persona que no es.

Es decir, se disfraza de bueno o honesto, a sabiendas que no es de su condición esencial.

Nadie es un experto en dilucidar al otro y reducirlo a una convicción absoluta e irreversible, determinando que es bueno o malo. Con lo cual se predispone al juego y con el transcurrir del tiempo si tiene algo de experiencia puede despejar las palabras de los hechos, como si estuviera corriendo la maleza para
ver la esencia, y ahí sí con los ojos bien abiertos viendo la evidencia puede descubrir.

Darse cuenta.

Es decir si uno no tiene un espíritu negador ve la realidad sin mentirse ni engañarse.

Observa que fulano es bueno o malo, pícaro o alguien confiable.

Si bien ese discernimiento es un trabajo recomendable para todos, hay muchos que no se toman el esfuerzo de hacerlo. Y andan por la vida dejándose enredar por malos o pícaros sin intención de distinguirlos y alejarlos.

Debe ser por eso que los malos o pícaros no están solos. Le deben la compañía a distraídos o quizás a otros que los eligen por convicción.

En mi humilde caso huyo siempre espantado de esos personajes que pienso que se extraviaron en lógicas que denigran al ser humano.

Vivir en la picardía o en la maldad es la antítesis de las virtudes que debemos honrar.






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sábado, 9 de noviembre de 2019

El jefe


Hace tiempo que el niño es el jefe, lo supe antes de que nazca. 

Mi espíritu sensible, cobarde y anti combativo no podía presagiarme otra cosa. 

El niño vendría y yo me replegaría sin chistar al recóndito lugar de la otra habitación, resguardado en la calidez de la guarida.

Lugar que por inercia o autopreservación habito desde chico, para salvarme del mundo externo y lógicas cercanas que resultaban perjudiciales.

Así que el bebé se ha ubicado plácidamente en la cama grande y yo he emprendido la indigna retirada.

Me he ido sin protestar, con la cabeza en alto y la convicción de que cumplo con mi deber, en las circunstancias que la vida ha traído.

No tengo nada por reclamar, ni nada por lo cual rebelarme.

Las cosas se asientan debidamente en su lugar.

En casa somos pocos, solo tes, pero desde hace un tiempo ya tenemos claro quién es el jefe de familia.

Y quién manda.






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