domingo, 31 de diciembre de 2017

Cuestión de actitud


Llamo a un amigo para que resuelva eficientemente una necesidad laboral. Pero mi amigo demora o se olvida. Cuando lo doy por perdido al tema me llega un mail. Es mi amigo que no me falla. Me dice que está el mailing y me lo envía. Pero el mailing como suele ocurrir está mal o desbarajustado, o algo tiene como para ser mejorado y no rendirse ante la tentación de hacer las cosas para cumplir y olvidarnos del tema.

Así que lo llamo a los cinco minutos, luego de advertir que dos de las cuatro  indicaciones esenciales que le había dado no estaban consideradas en el mailing. Hechos que inevitablemente me hacen pensar que mi amigo estaba dispuesto a ayudarme hasta ahí, con un nivel de empeño y compromiso que no alcanzaban a cubrir la expectativa o bien la necesidad de quien procura hacer las cosas lo mejor posible y no sucumbir ante el más o menos, así está bien, con eso basta, si es lo mismo, etc.

El mundo se degrada cuando las personas conscientemente o inconscientemente adoptan esa actitud. Y se estropea cuando la arraigan en sus entrañas y las honran en sus comportamientos.

Si algo hay que hacer en la sociedad creo que es procurar revertir esas elecciones indeclinables que nos perjudican a todos porque se traducen luego en la calidad de productos y servicios que recibimos.

Me indigno, me lamento. Me hago mala sangre. Voy camino a la resignación y a decir, es así. Pero esperá Juan Manuel, no seas tan injusto. Llamá, agradecele y hacele notar las falencias.

Hablo conmigo un minuto y decido llamarlo. La posibilidad de rendirnos y doblegarnos es un camino directo al malestar, la resignación y el desencanto.

Un mundo demasiado mediocre e indeseado como para querer habitarlo.

Llamo por teléfono a la oficina donde estaría mi amigo y me atiende otro potencial amigo que apenas conozco pero que trabaja en el mismo lugar y que tiempo atrás podría haber sido un compañero de trabajo que dependiera de mí. O tiempo adelante podría serlo si se descuida, yo me distraigo y vuelvo a caer en la trampa de lidiar con una mala sangre indeseable que se alimenta por actitudes ajenas que no comparto.

-Está Pedrito, le pregunto.

-No, se fue hace cinco minutos.

-Bueno, no importa. Es por el mailing, necesito si podés hacer un pequeño ajuste.

-Ah, pero no sé nada –me confiesa-. No sé nada de diseño.

Le digo que es algo muy sencillo, de cinco minutos. Pero no insisto. A esta altura sé que el compromiso que mucha gente tiene con la mediocridad es innegociable y no hay argumentos o incentivos que puedan destrabarlo.

No importa si es para beneficiar directa o indirectamente a la empresa donde está trabajando. Ni siquiera pierdo tiempo en comentarle. Sólo sé que lo resolveré de otra manera.

Corto el teléfono y pienso, qué suerte tiene esa empresa que permite que gente con esa actitud y deficiencias notables para su rol, pueda desempeñarse cumpliendo horario sin contribuir en nada a la competitividad.

Qué suerte que tiene de poder sobrevivir.

Y que mala suerte tienen los clientes cuando prosperan las actitudes de quienes se comprometen con ir a menos, en vez de comprometerse con ir a más.





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sábado, 9 de diciembre de 2017

Injusticia


De chico nada me movilizaba más que la injusticia, seguramente porque sentía que era preso de ella.

Obvio que no soy un angelito, aunque pienso que iré al cielo. Si me declaro Católico Apostólico Romano, supongo que al menos servirá para eso. O por lo menos de alguna manera deberá allanar el camino para facilitar el ingreso.

Quién sabe.

Lo cierto es que si algo me irritaba y me producía una suerte de desencadenamiento que impulsaba a la acción, eso era la injusticia.

El hecho injusto que se presentaba en la cotideaneidad era desde mis entrañas inaceptable. Con lo cual no podía más que mantenerme en guardia y accionar con vehemencia.

Aunque esa palabra es exagerada.

Pero bien podría decir que accionaba con decisión. Con ímpetu. Con la convicción de quien sabe que está en lo correcto y exige que el mundo se encauce como corresponde. No que se justifique con patrañas, mentiras o endebles explicaciones que para lo único que sirven es para validar la injusticia.

¿Qué hacía?

Eso me pregunto ahora porque no lo tengo muy claro. Pero creo recordar sin riesgo a equivocarme que lo primero e imprescindible era alzar la voz.

La palabra era mi mejor aliada y el arma más efectiva.

Ahí estaba yo por ejemplo en la mesa familiar comandada en la cabecera por mi padre e intervenía cada vez que la situación lo ameritaba. Podía ser algún hecho que beneficiaba a mi hermano y a mí no, o algún hecho que beneficiaba a mi hermano y a mí no.

No recuerdo, pero es posible que algo así fuera.

Como también era por supuesto cada idea directriz que mi padre mandamás propiciaba en la mesa y que defendían con igual empeño mi madre incondicional y mi hermano que se plegaba a ellos.

Eran siempre tres contra uno.

Porque a nadie, excepto a mí, se me presentaba la situación de poner algún pero o explicitar la disidencia que auténticamente sentía con la visión, la opinión o la verdad que sostenía mi padre.

Hablábamos quizás del Peronismo, de la justicia social, de los valores de la familia, de un montón de cosas que servían de terreno fértil para que mi padre, que era un orador destacado, tome la palabra y despliegue cierta disquisición al respecto.

Todos persistíamos un buen rato en silencio, mientras papá desplegaba su destreza con notable habilidad.

Luego en determinado momento su perspectiva ofrecía cierta grieta y ahí era donde yo sin querer queriendo, motivado vaya a saber por qué espíritu indeclinable, intervenía para poner reparos y compartir una mirada diferente.

O en algo disidente con la perspectiva que todos apoyaban y que a la luz de cualquier observador externo que pudiera estar contemplando la situación, podía ser susceptible de ser objetada.

Hoy recuerdo aquellas sobremesas notables. Mi madre afirmando las teorías de mi padre. Mi hermano en silencio, pero participando en los momentos cruciales, donde se requería una definición, para inclinar la balanza donde siempre sentía que debía inclinarla.

Y yo, defendiendo la justicia y el derecho a ejercer la libertad.

Principios por los cuales vale la pena luchar y pagar todos los precios que uno tiene que pagar.





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martes, 5 de diciembre de 2017

Farsantes


Hay que reconocer que si para algo sirven los farsantes es para pensar un poco en ellos y descubrirlos. Quizás con la intención de desenmascararlos.

Es notable la destreza con la que se manejan en la cotidianeidad para salir impunes de sus tretas.

Embarulladores profesionales son artistas del simulacro.

Embaucadores. Mentirosos…

Los farsantes son hábiles con sus palabras, gestos y discursos. Elaboran relatos memorables que procuran construirles su simulada impecabilidad. Pero emerge en el trasfondo de sus actos la esencia de la hipocresía.

Porque si algo los caracteriza es que sus palabras no condicen con sus acciones.

El farsante es un ser habilidoso que se mueve a voluntad según sus mezquinas conveniencias. Uno puede observarlo con atención y la verdad salta siempre a la vista.

Se elocuencia su inconsistencia.

Es un embaucador más o menos profesional que lo único que quiere es salirse con la suya a toda costa. Para lo cual despliega su verborragia para empaquetar a cualquier ser desprevenido.

Generalmente el confianzudo. O el hombre de buena fe.

Que lo escucha con disposición y aceptación de cualquier cosa que dice. Aunque se adviertan incongruencias, falsedades, mentiras, evidencias…

Quizás por eso me enoja el farsante. No porque sea un astuto orquestador de verdades mentirosas. Si no porque con su desempeño logra con frecuencia empaquetar a sus entusiastas víctimas.

El problema con esta gente es que asume en mayor o menor medida esta filosofía innegociable. Y uno se los encuentra en cualquiera de las situaciones.

Los grandes farsantes son astros de la simulación y la pantomima. Embaucadores a discreción y reyes del engaño.

Son hábiles, pícaros.

Crean vidas de mentira y hasta se creen su propia farsa.





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sábado, 11 de noviembre de 2017

El justiciero


Yo no soy justiciero con nadie y mucho menos vengativo.

De chico era vengativo y estaba apresado cada tanto por un enojo irremediable que me llevaba a actuar sin miramientos para procurar justicia.

Me pasaba a veces por ejemplo cuando mi hermano el grandulón me robaba la plata del cajón que tenía ahorrada para comprarme algún chocolate o helado. Mi hermano primero se hacía el desentendido pero después su cara de pillo saltaba a la vista de todos para acreditarse culpable y disparaba luego mi corrida hacia él con la intención de agarrarlo y disciplinarlo.

Pero no le pegaba mucho.

Apenas quizás unos breves golpes, los suficientes como para no enojarlo, que se dé vuelta la situación y termine cobrando.

Cosa que era más que posible si llegaba a hacerlo calentar, porque además de grandulón era gordo y si se me echaba encima me despedazaba.

Literalmente.

Porque flaquito como era nunca hubiera podido resistir su embestida.

De todas maneras el ajusticiamiento ese menor no es para nada relevante. Hay cosas más importantes que un chocolate que se evaneció por el aire a manos de un hermano que quería lograr con esos pesos otros propósitos.

El ajusticiamiento apunta a temas mayores y entonces uno cuando es chico a veces lo adopta como un mandato que debe ser honrado, porque uno piensa, claro que equivocadamente, que lo natural es lo justo, la justicia.

Como debe ser.

No puede ser que ganen los malos. Deben ganar los buenos.

Y para que ganen los buenos la justicia es imprescindible.

Uno piensa cuando es chico que así son las cosas. Que el mundo tiende a la justicia. Que lo correcto, lo deseable, lo esperable.

Lo natural es que la Justicia se imponga, porque así deben ser las cosas y no hay lugar para otra posibilidad.

Uno cuando es chico piensa eso, no lo supone. Está convencido.

De ahí quizás ante hechos su enojo, su conmoción, su rebeldía descabellada que lo impulsa a su misión de interceder para acomodar el mundo y volverlo a su orden natural cada vez que el hecho injusto se presenta y lo provoca.

Solo el tiempo a uno lo va de alguna manera despertando y en cierto momento cuando ya debe ser bastante grande, para el caso de quienes tardamos en avivarnos, ahí uno sospecha primero y se da cuenta después.

O primero sospecha, luego supone y después se da cuenta. En la medida que toma nota y corrobora
situación tras situación. Hecho tras hecho.

Ahí observa el mundo como es y acepta que la justica no es lo natural.

Lo esperable. Lo que ocurre siempre.

Lo cual no quiere decir que uno deba desmoralizarse, bajar las armas, agachar la cabeza...

Dejar que el mundo sea un despropósito y que cualquiera venga impune y se lleve la ilusión de comprarnos nuestro chocolate.





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domingo, 5 de noviembre de 2017

Justicia social


De chiquito escuchaba hablar con frecuencia de Justicia Social, todo un tema que merece cierta problematización.

La frase suena bien y resulta tentadora, especialmente para algunos políticos parlanchines y demagógicos que la usan a discreción. Cuando la mencionan parecería que están cumpliendo una misión divina y tuvieran un compromiso indeclinable para honrarla.

Pero lo hacen muchas veces de mala manera, porque en vez de favorecer a los que trabajan y producen para alentar esos comportamientos, favorecen a quienes no trabajan ni producen.

La lógica es muy simple.

Sacarles a los primeros para darles a los segundos.

Desde la razonabilidad pareciera que tales decisiones políticas poco tienen que ver con la justicia y mucho con la injusticia. Porque en vez de ser premiados quienes más se esfuerzan, trabajan y producen, se les quita a ellos cada vez mayor parte de sus ingresos para transferírselos a quienes deciden no trabajar ni producir.

Con lo cual lo esperable es que los primeros se desalienten y los segundos se vean motivados a permanecer en sus comportamientos.

Claro que aquí alguien buenito levanta la mano y puede decir, pero no puede ser tan insensible.

Tan hijo de puta.

Lo cual obviamente es una pantomima del farsante, porque en el meollo del asunto, en la verdad esencial del tema, se encuentra esta verdad incontrastable. Que puede sintetizarse en una simple frase.

Quien trabaja y produce tiene que ser beneficiado, mientras que quien no trabaja ni produce no debe ser beneficiado.

Obviamente no estamos hablando de los abuelitos, las personas imposibilitadas de trabajar por problemas de salud, etc. A ellos el Estado los debe proteger.

Estamos hablando de la justicia social.

Y eso tiene que ver con premiar a los trabajadores que trabajan y a las empresas que producen porque ellos son los que aportan valor a la sociedad y consecuentemente otorgan financiamiento al Estado, para que pueda cumplir con sus objetivos de brindar salud, seguridad, educación, etc.

Tal vez por estas cuestiones siempre he pensado que justicia social tiene que ver con que quienes no trabajan, trabajen como quienes trabajan.

Eso es JUSTO.

De esa forma se premia el esfuerzo y se motiva la cultura del trabajo que contribuye a que el país progrese. De manera contraria se genera lo que bien puede llamarse injusticia social y se motiva la vagancia.

Situación que en vez de enriquecer al país lo empobrece.

Y apunto esto con el perdón por supuesto de todos los vagos, que seguramente disienten con esta humilde perspectiva que siente que explotan a los que trabajan para mantener a los que no trabajan.

Ellos sabrán disculpar.




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sábado, 28 de octubre de 2017

El berrinche


Nadie va a decir a esta altura que mi amigo José Luis no es buen tipo, una persona sana y merecedora del mayor de los afectos.

Su conducta, su comportamiento esencial, sus buenas intenciones, están a la orden del día y no pueden más que generar afecto entre quienes lo conocemos. Que compartimos más o menos tiempo con él.

Eso no obsta sin embargo que al observar sus conductas nos inquietemos muchas veces por sus lógicas y queramos hacer lo que esté a nuestro alcance para contribuirle de algún modo, porque es claro que sus comportamientos no le favorecen y muchas veces le juegan en contra.

Es cierto que nadie quiere escuchar lo que no quiere escuchar. Por eso tal vez buscamos formas de hablarle, de decirle, de aportarle con toda la humildad del mundo lo que vemos con elocuencia. Aunque lo habitual es la negación que le impide primero escuchar y luego repensar para decidir finalmente sus acciones.

Porque, qué duda cabe, mi amigo como cualquiera cuando se piensa a sí mismo, tiene la posibilidad de decidir quién es y quién va a ser.

Lo habitual por supuesto es que la persona reafirme su ser y sea la misma. Por algo está siendo así. Por algo le sale naturalmente ser como es. Y por algo prefiere no asumir el trabajo de cambiar ciertos rasgos o lógicas. Por algo que se traduce en una simple síntesis.

Piensa que la ecuación beneficio, costo, le da a favor.

Por eso, uno piensa que se queda ahí. Siendo el mismo.

Y si mi amigo hace berrinches y los hace desorbitadamente, es comprensible que así sea. Seguramente de chico el berrinche le ayudó mucho a cumplir sus propósitos y de grande no está dispuesto a reformularlo. O peor aún a dejarlo atrás para dejar esos raptos de niño y aspirar a convertirse en adulto.

Con todo el perjuicio que también esa decisión estratégica pero crucial significa.

Así que lo que hace está muy bien de alguna forma. Y lo ejecuta de manera más elaborada, más sofisticada. Porque antes solo podía gritar, llorar, encapricharse en un rincón. Pero ahora puede escribir, fabular, distorsionar la realidad, pantomimizarse y rematar la conducta mandando a todos a la puta madre que los parió.

Como una técnica extrema de movilizar la realidad para alinearla a sus caprichos.

El tema es que la efectividad del berrinche en la adultez va perdiendo fuerza y difícilmente logre algún objetivo. Porque a esa altura de la vida los llantos, los gritos, las puteadas, las pantomimas, los agravios, y en síntesis cualquier manifestación de la niñez propia del berrinche, no tiene mayor peso y consecuentemente no tiene mayor validez.

La gente grande asume otros comportamientos propios con la responsabilidad, la madurez, la inteligencia.

Se basa en la realidad y en la información.

Escucha pocos gritos y muchos argumentos.

Y en definitiva no se inmuta si alguien apela al escándalo, a la bravuconada o a cualquier técnica de circo para procurar sus objetivos.

Eso es lo que recurrentemente le venimos diciendo a mi amigo, con todo el respeto y el amor del mundo.

Pero el grita, se enoja.

Y nos manda a todos a la puta madre que nos parió.




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lunes, 23 de octubre de 2017

Encapuchados


Son las tres de la tarde del sábado 21 de octubre, un día previo a las elecciones legislativas.

Un grupo de encapuchados con palos está sobre la avenida 9 de Julio en la intersección de avenida de Mayo. Frente a ellos hay alrededor de ocho personas de chalecos amarillos que en apariencia no tienen armas y son de la policía de la ciudad.

No puede ser, pienso. Nada cambió.

Camino sobre avenida de Mayo y me mezclo entre manifestantes que llevan banderas. Muchos parecen buena gente que está motivada por sus convicciones. Otros generan muchas dudas.

Sigo por la avenida de Mayo y veo a lo lejos más manifestantes. Llevan banderas y están en el medio de la calle.

-Doblemos mejor a la izquierda –le digo a Flavia.

-Vamos para San Telmo.

Es lindo ese paseo, uno va hacia el lado de Puerto Madero pero dobla varias cuadras antes. Preferentemente en Defensa. Luego llega lo más lejos posible, para disfrutar todo el recorrido.

Eso es lo que hacemos, casi sin quererlo. Porque la intención era parar en el bar notable Seddon.

CERRADO.

-Entonces sigamos. Sigamos hasta el bar Británico.

-Será acá derecho, ¿no?

-Veamos…

Caminamos sin detenernos entre los turistas del sábado a la tarde. Y paramos ocasionalmente a explorar alguna galería, como la que está repleta de chucherías repartidas entre locales divididos por rejas.

-Es deprimente esto. Son todas cosas que pertenecían a gente muerta.

-Sí, vamos.

La tarde está soleada y son muchas las personas que caminan entre las calles empedradas. De repente un hombre compenetrado indica a dos turistas extranjeros el camino para llegar a su destino. Mueve los brazos y procura ofrecerles cierta precisión gestual que le imposibilitan las palabras. Lo veo demasiado consustanciado como para interrumpirlo y pedirle que corrobore nuestro camino.

Seguimos derecho hasta la plaza Dorrego. Son numerosas las personas que están tomando algo mientras se ven vendedores por todos lados y se escuchan tangos desde los lugares más diversos.

Avanzamos un par de cuadras y llegamos al Parque Lezama, pero antes paramos en el bar notable que está en la equina. El mozo es un hombre de setenta años que lleva un impecable uniforme blanco. Toma nuestro pedido y al tiempo lo acerca a la mesa con el diario. Pero unos pocos minutos bastan para participar de ese mundo, la tarde está demasiado linda como para recluirse en las noticias que ya leímos temprano en Internet. Por eso pagamos y cruzamos... 

-Acá escribió el pasaje de la novela “Sobre héroes y tumbas” Sabato, digo.

Había una escena de la novela en un banco que por algunos vestigios de la memoria recuerdo.

-También venía la abuela Dora, me recuerda Flavia.

Caminamos por la plaza recordando a la abuela. Iba mi madre, mis hermanos y yo. Qué raro esas situaciones, pienso. Por qué íbamos a Parque Lezama. Será cierto que fuimos varias veces o formará parte de una ilusión de esas que crea la memoria y establece como verdad que no se puede corroborar.

-Dejaron hermosa esta plaza, la renovaron toda –digo.

No estoy seguro, pero en apariencias es así. La plaza está hermosa y está llena de gente disfrutándola.

Nada me alegra más del espacio público que ver que las plazas de la ciudad están recuperadas y perfectas. Así lo observé en la plaza de Tribunales, en la plaza Francia, en la Plaza Rodriguez Peña y en la plaza Congreso, entre otras.

Damos dos vueltas a la plaza por distintos recorridos internos. Vemos las fuentes en forma de copas de mármol entre otras recuperadas. Pasamos por el área renovada de juegos infantiles. Y nos sentamos para observarlo todo y disfrutar la tarde.

Volvemos caminando hacia plaza de Mayo. Creemos que volver por la avenida es siempre un paseo disfrutable. Llegamos hasta la intersección de la plaza y Defensa. Vemos varios manifestantes y de lejos percibimos que empiezan a correr.

-Se armó goma –dice alguien que pasa al lado nuestro y acelera la marcha.

Retrocedemos sobre nuestros pasos, mientras recuerdo a los encapuchados con palos que estaban parados en la avenida a plena luz de la ciudad, con la compañía de agentes desarmados.




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viernes, 6 de octubre de 2017

Cirugías mayores


Voy a tratar de escribir un poco. A veces pasa un mes y no escribo nada, me pregunto si haré bien. Si esa distancia con la escritura es buena y si no estoy dejando pasar buenas oportunidades para capturar textos que quizás sean interesantes.

Me cuesta a veces retomar y alinearme de nuevo con la escritura, que es un mundo fascinante. Con frecuencia me doy cuenta que me cuesta fluir en el escrito y es esa una condición necesaria para hacer un buen texto, pienso desde mi humilde punto de vista.

Cuando el texto fluye hay cierto logro. Cuando dice algo en algún pasaje de manera diferente pero notoria, hay otro logro.

Cuando advierte una mirada particular y propia, creo que hay un logro más.

Y a veces cuando alguien tiene suerte, se alinean los planetas o vaya a saber qué es lo que sucede, esas condiciones se dan juntas y el escrito es excelente.

Yo creo que aspiro a eso siempre, a tratar de liberarme de inquietudes que necesito desentrañar y elaborar, para andar con más liviandad en la vida. La escritura posibilita esa situación que es maravillosa. Ejerce así una suerte de autocuración sin médicos ni enfermeros. Basta que uno se ofrezca a autoescrutarse o a zambullirse en su interior y sus menesteres para realizar la operación sin riesgo de vida.

Es un proceso de adentramiento el que se realiza con cirugía simbólica y se delimita al mundo de las palabras.

No hay sangre.

En los hechos.

Ni riesgos de vida, aunque cualquier persona que se entrometa en esos menesteres debe ser cuidadosa, más si afila el bisturí y tiene intención de profundizarlo.

De lo contrario son operaciones menores, que también suelen ser necesarias.

El tema es avanzar con cierta responsabilidad y cuidado, porque si bien es  cierto que no hay sangre, nadie está exento de ensangrentarse si pone manos a la obra y arremete hasta el hueso.

A veces uno lo sospecha porque el cuadro parece claro. Pero otras veces uno lo sabe porque lo ha acometido. Ha apuntado a su interior con el bisturí afilado y ha hecho lo que tenía que hacer.

Lo que sospecha uno también es que nadie disfruta de esas operaciones, por lo cual es muy posible que hagamos intervenciones menores pero que evitemos esas cirugías mayores.

Si bien son curativas, nadie quiere exponerse a morir desangrado.





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sábado, 26 de agosto de 2017

De prepo


Cualquier persona está grande para aceptar cosas de prepo.

Nada debe ser peor que a uno se le imponga el capricho ajeno. Y que uno tenga que amoldarse a sus pretensiones.

Es una situación molesta, sufrible e indeseable.

Quizás por eso nada debe ser mejor que el momento crucial de la vida donde uno deja de ser niño para transformarse en adulto. Alza su frente, su voz y por fin toma sus decisiones. Liberándose de la determinación del otro, que lo llevaba a tal o cual lugar o lo obligaba a vivir tal o cual circunstancia.

De pequeño uno no podía más que gruñir un poco, hacer retranca, explicitar sus fundamentos y alzar
la voz hasta el grito.

Todo para ser escuchado.

Y respetado.

Pero nada importaba. Uno era llevado como un esclavo a visitar a la tía segunda, tercera o cuarta, que no había visto nunca. Se quedaba hasta que terminen de comer todos los de la mesa. Iba a tal lugar de vacaciones o por un fin de semana, apagaba la tv a las 22 horas sin chistar o era de algún modo arrastrado a un sinnúmero de circunstancias que el padre, la madre o quien fuera, debía vivir bajo su estricta compañía.

Por eso si por alguna razón uno debería ser considerado y respetuoso del enojo del niño, es justamente porque en su manifestación revela su espíritu rebelde que exige cumplir su propia voluntad como sea.

Y bajo esas circunstancias uno cree que debería respetar no solo el llanto, sino también el grito y toda escena propia de cualquier pequeño endiablado que en vez de doblegarse ante la determinación ajena, se juega por sus convicciones y por construir su propio mundo.

Es claro que con el tiempo las cosas deben cambiar a partir del momento bisagra donde el niño se transforma en adulto y decide por fin ser quién quiere ser y vivir lo que quiere vivir.

Posibilidad que muchos toman, y otros solo observan.

A partir de entonces cualquier situación de prepo que se le imponga pasa a ser su pura y exclusiva responsabilidad, que le exigirá de alguna manera sobrellevarla políticamente o afrontarla hábilmente para no ser doblegado.

Pero hasta el más adulto de los adultos tendrá que lidiar con el prepo que en cierto momento no dudará en visitarlo.

Preguntémonos entonces qué situaciones vivimos de prepo y descubramos qué tan valientes somos capaces de ser.





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sábado, 19 de agosto de 2017

Primogénitos


No voy a describir las situaciones en las que se revela con elocuencia la preferencia de un padre por su primogénito. Ni me voy a adentrar en cuestiones personales propias de la materia para fundamentar evidencias.

Hago escritos breves.

Solo me inquieta, como a cualquier persona que escribe, es curiosa o se siente perturbada por alguna condición propia de la vida humana, esta temática que me incita a observar lo que ocurre.

Quizás con la intención de comprender lo incomprensible, precisar lógicas, o exorcizar reminiscencias de emocionalidades negativas que erosionan la calidad de vida y arruinan el día.

Es conveniente estar atentos a esas inquietudes subjetivas que pueden perjudicarnos y elaborarlas de alguna manera para despojarnos de ellas.

De chico uno se mortifica, sufre, y hasta va al picólogo para salvarse si no es el primogénito y lo observa todo.

No llega a comprender por qué se producen circunstancias donde se advierten con claridad favoritismos, y se lamenta ante hechos que primero parecen ser sutiles y luego se manifiestan con elocuencia.

Como si la inercia del padre fuera inquebrantable en el propósito de beneficiar al primogénito a como dé lugar.

De grande hasta uno se ríe de las lógicas que sostienen pantomimas. Y apenas si le presta algo de atención cuando se presentan con elocuencia o se elaboran burdos relatos que las justifican.

Pero ya lo ha visto todo, ya lo observa todo, y ya vaticina lo que esas lógicas presagian al suceder.

Debe haber algo en la cabeza de los padres que asumieron quizás las viejas usanzas para honrar una filosofía que favorece a sus primogénitos por sobre todas las cosas.

Quizás cuanto más inseguro y menos desarrollado es el padre, mayor ímpetu tiene por impulsar diferencias y beneficiar a su hijo mayor.

Tal vez el padre quiere que su hijo mayor sea su leyenda y exija de algún modo una consecuencia en sus proyectos, intenciones y caprichos, que el propio hijo primogénito se vea obligado a cumplir.

Por eso quizás ser primogénito tiene notables beneficios pero al mismo tiempo demanda consecuencias que muchas veces deben ir contra la voluntad y el sentido individual de la persona.

Ser el segundo hijo, el tercero o el cuarto, es una suerte para quienes creemos en la facultad de construir nuestra propia vida, tomar nuestras propias decisiones y honrar nuestras auténticas intenciones.

Hay que agradecerle a Dios semejante bendición.






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viernes, 28 de julio de 2017

Los chantas


Cuando me viene una idea que me inquieta, no puedo hacer otra cosa que ponerme a escribir para liberarla.

Preferiría que me vengan ideas benevolentes, menos escabrosas o urticantes. Poder centrarme en los aspectos positivos de la vida y obrar de buenito todo el tiempo.

Pero la escritura a uno lo insta sobre cuestiones que ni siquiera elige, se le imponen. Aparecen de repente y reclaman atención.

Vaya uno a saber por qué.

Tal vez porque supone que el mundo cayó o está por caer en ciertos desbarajustes y uno preso de la ilusión de niño siente que algo debe hacer y se predispone a poner manos a la obra. Como si en esa acción la realidad fuera a encauzarse y se le pusiera de algún modo un freno al despropósito.

Los chantas no pueden seguir proliferando y ganando protagonismo en la vida cotidiana.

Uno se pregunta cómo puede ser que un chantún cobre muchas veces semejante relevancia y hable como si lo supiera todo o se maneje con la destreza chantuneana que le permite muchas veces caer bien parado.

Hay que reconocer la habilidad del chanta, que no es ningún tontuelo.

El tipo cree en la picardía y se maneja. Mueve los hilos y más de una vez logra sus propósitos. Muchas veces es admirable su destreza.

Lo que caracteriza al chanta es que vive en un mundo de picardías, donde debe encubrir la información, ocultar la verdad y pantomimizarse.

Otra acción que suele desempeñar hábilmente.

Basta ver al chanta discursear para reconocer que tiene un buen desempeño. Dramatiza, enfatiza, llega hasta la emoción para expresar sus mentirosas verdades entrañables, que siempre algunos creen.

Porque el chanta suele ser líder, embaucador y chapucero.

Es por eso que quizás despabila la duda, de cualquier espíritu avivado. O dispuesto a avivarse.

A descubrir lo que está a la vista.

Tal vez también lo que caracteriza al chanta es que no es esencialmente inteligente. Si lo fuera, en vez de apelar a la trampa y al engaño, obraría con transparencia y capacidad para lograr los mismos objetivos.

Estaría en la gloria. En la cima.

Pero de la licitud, no del engaño.

A veces el chanta no es un tipo jodido. Lo que lo hace jodido son sus actos.

De ahí que muchas veces algún ser desprevenido que obra con espíritu de chanta pero lo hace esporádicamente, se encuentre contrariado o aturdido. Con dolor de conciencia.

Pero el chanta, el que uno sabe que es chanta. El que eligió comprometidamente ser chanta. Ese no, ese parece que siempre se siente bien. Es como que no se da cuenta de lo sinvergüenza que es.

O encima, se regocija.

También un síntoma de sus limitaciones es que la filosofía chantuna nunca termina bien. Lo que pasa es que el chanta se confía y avanza. Sigue su proceder hasta tensionar demasiado sus posibilidades. Es ahí cuando en cierto momento la realidad se le impone.

Y lo pasa por arriba.

El chanta suele quedar un poco desconcertado y contrariado con el mundo que lo disciplina.

Enojado con la adversidad piensa que la culpa de sus desventuras le son ajenas. Aunque en la intimidad bien sabe que le es propia.

Cuidémonos de los chantas y no nos dejemos embaucar.




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domingo, 16 de julio de 2017

Los idiotas


Sepan ustedes disculpar pero hace tiempo he llegado a una conclusión. Es que quienes escriben suelen caer en cierto enojo y dejan guiarse por él con la intención de incidir en el mundo para reacomodarlo de alguna manera.

Es una pretensión que puede sonar abusiva, pero es genuina y la impulsa una sana expectativa.

La creencia de que efectivamente la palabra se encargará del mundo, para inquietarlo primero y encauzarlo después.

Por eso más de uno escribe. Y por eso vale la pena escribir.

Y encargarse en cierto momento de temas escabrosos que parecería mejor esquivar pero que en verdad conviene enfrentarlos. Mirarlos de frente para clarificarlos de algún modo y luego encargarnos de ellos con la mayor determinación del mundo y sin el menor de los titubeos.

Caso contrario corremos el riesgo de caer en la actitud acomodaticia de los pusilánimes, que observan cualquier despropósito y atinan por impulso a mirar para otro lado.

Pero no es el caso de quienes a veces estamos presos del enojo y nos dejamos llevar por el espíritu gruñón para poner manos a la obra.

Sepan ustedes que el mundo está repleto de idiotas.

Y ese es el mayor riesgo que estamos afrontando.

No lo duden.

No quiero decir por supuesto que uno está liberado de la idiotez y jamás caerá en la zoncera, porque no es cierto. El ser humano por su propia naturaleza no está exento de honrar la idiotez y desplegarla circunstancialmente como a cualquiera nos puede pasar.

El tema es cuando la idiotez se entromete en el ser y se adopta como una forma de existencia.

Eso es lo preocupante.

Y lo inquietante es que los idiotas no se dan cuenta de su idiotez. Hasta se vanaglorian de ella.

Hay eventos menores que no debieran inquietarnos a pesar de que en ciertos casos los sufrimos. Por ejemplo hace poco fui a un recital de esos que uno puede decir que son costosos, o bien muy costosos. Estaba observándolo todo cuando advierto que en las primeras butacas apenas suena el primer acorde se levanta una mujer. Luego otra.

Y otra más.

Se ponen a bailar desaforadas frente a la eminencia mundial como si estuvieran repentinamente tomadas por un éxtasis irrenunciable.

Alzan las manos, cantan, gritan desaforadas. Y tapan a los pobres espectadores de las filas de atrás. La fila dos, sería. Y lo mismo con la fila tres. La cuatro. La cinco…

Unos segundos bastan para que todos los espectadores que han pagado una fortuna para ver a la estrella mundial desplegando sus habilidades se levanten de sus asientos y persistan, durante todo el recital, parados.

Por culpa del supuesto éxtasis de unas idiotas los pobres ricos espectadores deben ver todooooooooooooo un recital. PARADOS.

Ustedes dirán que no es para tanto, pero esto es tan solo una metáfora de lo que la idiotez puede hacer. Es bueno observarlo para tenerlo en cuenta. Aunque por supuesto más relevante es por ejemplo cuando uno va en la ruta y llega a una curva que no se ve, y observa que un auto de adelante se lanza a pasar a otro para generar el momento propicio del accidente, si es que viene uno de frente. Cosa que no lo sabe, porque no puede ver.

Ahí la idiotez cobra forma de asesinato.

Miren si será importante.

Por eso lo preocupante de estos tiempos no es que la idiotez sea una posibilidad de todos y que cada tanto uno pueda caer en ella. Lo preocupante es la proliferación de los idiotas que están ocupando sinnúmero de roles en la sociedad y que convivimos con ellos en cualquier circunstancia de la cotidianeidad.

De pronto se nos aparecen. De pronto se nos imponen.

Como en la playa o la montaña. Donde suele aparecer un idiota con un parlante o un auto que estaciona justo en frente de ese laguito recóndito que era un refugio de placer y silencio.

Ahí el idiota suele estar convencido que viene a salvarnos a todos y abre la puerta del auto y nos aturde con música, obligándonos a todos a escuchar lo que se le antoja quizás con el sano convencimiento de que está salvándonos la situación y sin advertir en lo más mínimo que su accionar impúdico e improcedente nos hace pensar que es un pelotudo. Un pobre desgraciado que ha venido a arruinarnos.

Y en la playa, pasa lo mismo. Sobre todo desde que no sé a quién se le ocurrió hacer parlantes portables, que estimulan a la gente a andar por playas, plazas, parques, ramblas, etc. Para musicalizarnos a todos e imponernos sus caprichos.

Ya lo verán ustedes pero los idiotas están en todas partes y el peligro es que a veces ocupan lugares relevantes.

Pueden estar manejando un auto, un colectivo. O cocinando. O cargando nafta. O en un quirófano…

¿Qué podemos hacer?

Cada uno sabrá. Pero no nos quedemos de brazos cruzados, porque hay que actuar urgente.

Cuidémonos y no los dejemos avanzar.




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domingo, 11 de junio de 2017

Identidad


Hay que tener cuidado con la identidad porque encarcela, encapricha, e insta a defender lo indefendible con el mismo ímpetu que se defiende lo defendible. 



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sábado, 10 de junio de 2017

¿Nos salvarán los Pirulos?


Estoy inquieto, hace un buen tiempo. Veo por televisión y observo lo que pasa. Eso, conjuntamente con los otros medios, me aporta una percepción subjetiva de la realidad.

Después, no sé por qué, me siento tentado a escribir. Como para desentrañar las inquietudes, observarlas primero y elucidarlas después.

Quizás con la expectativa de incidir en algo, para que la realidad se encauce en beneficio de todos.

Menuda pretensión.

Aunque en verdad tal vez solo sea para escribir y liberarme. Y dejar luego que la palabra haga lo suyo.

Porque nada es más reconfortante que mirar de lejos el hormiguero, tomar carrera y finalmente hacer lo que uno siente que tiene que hacer.

En fin…

No puedo creer que siendo grandes y formando parte de una sociedad que debiera ser adulta estemos
siempre en manos de Pirulos o Pirulas de turno. Es como si fuésemos niñitos que demandamos un padre salvador o una madre salvadora.

Y uno lo observa todo. Y a veces, debo confesar, con cierto enojo.

¿Por qué?

Porque uno no puede creer que gente grande muchas veces con avanzada edad ande por detrás de Pirulos ensalzándolos, sobándoles el lomo, rindiéndoles pleitesía, vanagloriando la totalidad de sus dichos. Aplaudiéndolos a rabiar.

Alineándose con igual entusiasmo en sus aciertos y desaciertos.

Etcétera.

Gente grande tan dispuesta a obrar como obsecuentes o pusilánimes tan solo por el innegociable propósito de hacerse un lugar en las disposiciones que Pirulo, una vez que es investido en tal posición, puede llegarle a ofrecer.

Una vergüenza, en síntesis.

Pero esto muchos lo vemos y algunos no podemos dejar de decirlo. De mencionarlo. Tal vez para provocar la reflexión y que algo o alguien hagan algo al respecto para no incentivar esas prácticas indeseables propias de espíritus especulativos.

Y quién va a hacer algo al respecto si no es el propio Pirulo, Pirula o sus séquitos que se van conformando y reconfigurando en forma dinámica, espiralmente, ascendente o descendentemente según se vayan conformando los pronósticos, expectativas y resultados de estudios de mercado que determinarán, en última instancia, quién será el Pirulo o la Pirula de turno.

Bravo.

La verdad que no sé por qué escribo sobre esto, quizás es para inquietarnos y mover un poco el avispero. Vaya uno a saber.

El tema es, al parecer, que nuestras subjetividades de niños se van conformando de tal manera que a pesar de que pase el tiempo tenemos la predisposición, el entusiasmo, la vocación de enaltecer una figura que de algún modo se haga cargo de nosotros.

Así lo hizo nuestra madre, nuestro padre. O ambos. Así lo hizo nuestra maestra o maestro. Nuestro sacerdote o cura párroco. Y así lo hicieron también otras figuras que, atendiendo a la demanda de niñitos que reclaman padres o madres que le indiquen lo que está bien, lo que está mal, y ejerzan poder sobre ellos, ocupan con mucho agrado la posición de mandamás de turno.

Esto es lo que deberíamos observar y reconsiderar. Con la intención de repensar un poco situaciones, lógicas y comportamientos de mandamases, obsecuentes y niñitos.

Es ahí donde deberíamos detenernos y pensar.

Debo decir que me quedo muchas veces atónito ante situaciones donde veo que surge un candidato muy dispuesto a oficiar como Pirulo y de inmediato se va conformando un séquito de alcahuetes y obsecuentes, muy dispuesto a ensalzarlo. Con la clara expectativa que el día de mañana, o a la vuelta de la esquina, don Pirulo asuma el poder y disponga.

Usted es canciller. Usted viene conmigo. Usted va a tener el cargo de jefe departamental de la secretaría subnacional de la intendencia regional de la zonificación interpartidaria del pensamiento reflexivo, filosófico, cultural, analítico, social y etcétera, de la regionalización sur de la República Argentina.

Uno mira extrañado y absorto que Pirulo está entusiasmado. No puede creer que los designios de la vida lo hayan puesto en esa posición. Entonces la asume con convicción y entusiasmo.

Empieza ahí Pirulo a decirnos las cosas como son y esboza ensayos de cómo las va a resolver en beneficio por supuesto de todos.

Pirulo o Pirula hablan entonces con determinación de temas de seguridad nacional, e internacional, de economía municipal, regional, provincial e internacional, de derecho laboral, comercial e internacional. De obras de infraestructura en rutas, caminos rurales, rutas aéreas, etc. De políticas sociales, educativas, culturales y un sinfín de cuestiones más donde Pirulo se convence que intervendrá de algún modo para resolverlas.

Por supuesto que para eso Pirulo no es ningún tonto y a pesar de que suele caer en el convencimiento de que se la sabe todas, se rodea de asesores que a veces son gente con solvencia y prestigio, y otra vez son chamulleros envalentonados dispuestos a obrar con la seguridad que lo hacen personalidades de notable trayectoria.

Y por último viene el hombre o la mujer de a pie, que observa todo. Y claro que muchas veces exige que aparezca un Pirulo o Pirula que resuelva todo y se haga responsable en última instancia de todo lo malo que ocurre en este país.

Porque a alguien después necesita echarle la culpa. No vaya a ser cosa que tenga que hacerse cargo de sus frustraciones y fracasos.

O, peor aún, de una posición protagónica ante el país y su propia vida.

Salvando por supuesto numerosísimas excepciones. El séquito que conforma gente muy capaz y valiosa, que en contraposición a los especulativos obsecuentes, en verdad se juegan por sus convicciones y se comprometen con la Argentina, y los millones de hombres y mujeres de a pie que aportan al país desde el lugar que pueden.

Muchas veces me pregunto si podremos salir de estas lógicas de sobre jerarquizar personalismos o qué vamos a hacer al respecto. Si la decadencia educativa va a terminar consolidando salvadores o la sociedad alcanzará otras pretensiones donde se jerarquizarán por fin las instituciones.

Lo que por el momento parece ser algo indispensable, es hacer una distinción básica y esencial, que creo que en esta instancia es la más importante de todas. Necesitamos que Pirulo sea bueno y evolucionado, y en eso parecería que estamos avanzando.

¿Nos van a salvar los Pirulos y Pirulas?

Por favor, seamos grandes.






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sábado, 8 de abril de 2017

La confianza de Pirulo


Nadie como mi amigo que llamaré Pirulo como para vivir inmerso en la filosofía de la confianza y recibir las consecuencias de su elección.

Digo Pirulo, porque si digo Mariano Almeida, Josecito Alvarez Bolaño, o Ricardo Esmerildo Gutiérrez, ocurre que pueden ofenderse. Detenerse frente al texto y enmarañarse en un enojo a mi juicio infundado por haber de algún modo afectado su imagen ante los ojos del público masivo.

Claro que es una exageración. Porque por tres o cuatro gatos locos que leen estas obras, no pueden andar rifando su buena reputación.

Pero bueno, los respeto y por eso los camuflo con nombres ficticios. Como una manera de salvarlos y protegerlos ante la mirada ajena, que evidentemente debe tener relevancia en sus vidas.

Quién sabe.

Suposiciones, si las hay.

Decía que mi amigo Pirulo eligió pronto de chico asumir con convicción y de manera innegociable la filosofía de la confianza. Embaucado en esa filosofía se las ha tenido que ver con el mundo.

Disfrutando las cosas buenas y sufriendo las cosas malas.

Entre lo bueno creo que está la posibilidad de ampliar su mundo, expandirlo a fuerza del optimismo a veces negador y disfrutarlo finalmente cuando a pesar de engaños o tropiezos la realidad le retribuye.

Lo negativo es que a Pirulo lo vapulean y engañan como a los chicos. No paran de estafarlo y joderlo hasta en las cosas más nimias.

Siempre me cuenta Pirulo algunas situaciones sin hacer mayores espamentos y siempre me sorprendo al escucharlas. O peor aún al enterarme sin que me cuente  que otra vez lo han engañado o tratado como se trata a un…

Lo que más me sorprende a mí es que no se declare en rebeldía y mande a todos a la mierda. O bien, sea más moderado y rectifique su filosofía para resguardarse de algún modo y que no le roben siempre los caramelos como a los niños.

Por usar alguna metáfora.

Pero es cierto que las creencias que asumimos como las filosofías que honramos suelen ser muy difíciles de remover o reajustar. Sobre todo si en vez de creer en la virtud de la flexibilidad que aporta la inteligencia se honra el prejuicio y se remata con la peor de las convicciones.

Yo soy así.

Obvio que la gente se aferra a lo que es porque resulta de algún modo su territorio seguro. Sabe los precios y los beneficios. Y no tiene que tomarse el trabajo de repensarse, asumir la incertidumbre que significa cambiar y honrar el cambio que le deparará otras circunstancias, otros perjuicios pero también otras posibilidades.

En cualquier caso si Pirulo no cambia es porque elige ser así. Conoce su filosofía y decide honrarla.

Por eso si algo deberíamos hacer, es dejarlo tranquilo.

Desde afuera solo uno puede ver cómo sufre los engaños, los empaquetamientos que emergen en una sociedad cada vez más degradada en valores y los precios que le significan convivir con la mentira.

Y uno lo observa porque quizás le interesa reflexionar y aprender del otro. Aunque tal vez porque cierto espíritu chusma que opera desde las profundidades de su ser lo incita a mirarlo todo.

Vaya uno a saber.





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miércoles, 29 de marzo de 2017

El partido de Hilario


Son las diez de la noche y estoy en el living de la casa de mi madre esperando para comer. Hablamos cosas quizás triviales mientras la televisión está prendida en cualquier canal.

De pronto paso y veo que juega Argentina. Otra vez la selección nacional buscando la gloria. Esta vez el desafío es clasificar para el mundial.

Algo sé de rebote, al ver los portales de internet.

Está también Paulita, mi hermana menor que ya se ha transformado en una señora. Todos disfrutamos el momento mientras los chiquitos están en el living.

¿Hilario?

Viendo el partido, me dice mi madre.

Sin dudas Hilario hace lo que debe hacer, se centra en lo importante. Y a esa edad nada es más importante que ver un partido, sobre todo si es de la selección argentina.

Seguimos conversando de la vida, de Carla y de otros que no están. Siempre es bueno aprovechar esos momentos parroquianos para expurgar un poco qué es lo que pasa con el resto de los hermanos y también con los vecinos, que siempre tienen mucho que aportar al mundo noticioso que vivenciamos los Valentini.

No concibo una sola visita a mi madre por ejemplo sin preguntarle por el bueno de Marcelino. Y también por su hijo Pablito, gran persona y excelente amigo.

Después podemos quedar ahí o mejor si avanzamos. Y le pregunto por los Bonfiglio. Por Pablo y no me acuerdo el otro hermano. Ambos tan buenos como Pablito Marcelino. Finalmente no me suelo olvidar de los Machado, geniales amigos de la infancia que están en el barrio y que hace años que no veo.

A veces quedamos ahí, pero otras veces es mi madre quien guía el transcurso de la información. Porque sabe qué ocurre con la señora de Estrísola que es la vecina de al lado. O bien desvía la atención para otro vecino que ha cobrado mayor protagonismo porque algo le ha pasado. Puede ser que haya ganado la quiniela en tres cifras o se lo vea muy viejito y achacado.

Pero si fuera justo debería decir que esas conversaciones se han ido diluyendo en el tiempo y ya no existen. Quizás porque no me han suscitado mayor interés y quizás también porque en verdad mi madre hace años que no me habla de los vecinos, salvo cuando le pregunto o cuando en verdad alguno tiene algún problema y ella siente que tiene algún margen para ayudar.

¿Qué comemos?

Pido al hotel, dice mi madre.

Aparece Hilario con una sonrisa.

Ganamos, dice aliviado.

¿Ganamos?

Sí, uno a cero gracias al penal, me informa.

Buenísimo entonces. Somos los mejores, remato para favorecer su alegría.

-Pero no fue penal. Di María se tiró y por eso cobraron.

-No puede ser -me quejo-. Entonces perdimos.

-¿Cómo que perdimos?

-Si no fue penal, hicimos trampa. Y si bien el resultado dice que ganamos uno a cero, la verdad es
que perdimos.

Hilario me mira extrañado. Asegura que no perdimos, que ganamos. Si ganamos, dice, mientras se aleja sin interesarse en profundizar en la abstracción. Y evitando que le explique las nefastas consecuencias de la viveza criolla.

En algún punto hace bien, porque es mejor vivir en la profundidad de la vida que quedarse enredado en el mundo de la abstracción.





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sábado, 18 de marzo de 2017

El departamento de mi amigo


Si no fuera por mi amigo no me hubiera enterado del hombre del arpa, ni del cantor de tango que a viva voz y sin pausa canturrea por las tardes.

Lo hace, estimo, desde las 10 horas del sábado hasta las 20 horas del domingo. Con breves intervalos, si es que los hay.

Porque a juzgar por la memoria reciente, uno podría sospechar con razonable fundamentación que los intervalos no existen y que no está faltando a la verdad si afirma con determinación que el show es continuado.

Advertí su presencia desde el balcón el fin de semana que obré de inquilino. El hombre entonaba desde la plaza turística sin ninguna inhibición a un volumen desmedido. Amplificado por parlantes que apuntaban directamente a mi ventana.

Lo que me hizo recordar de inmediato al otro.

Al hombre del arpa. Que era un señor bastante mayor, que arrancaba también su presentación temprano y persistía contra viento y marea hasta altas horas de la tarde.

Ambos tienen esa característica común. Y también un gorro o recipiente que ubican cerca de ellos para juntar la paga de los turistas generosos que en el mismo acto que depositan sus billetes, validan el comportamiento de estos hombres y reafirman el posterior compromiso para presentarse inexorablemente el fin de semana siguiente.

Creo en verdad que es lícito el espectáculo de ambos hombres pero ocasionan un perjuicio a los vecinos por su obsesión bulliciosa, porque deben escucharlos sin posibilidad de erradicarlos de sus vidas.

Si tuviera que sospechar algo, sospecho que al hombre del arpa lo neutralizó mi amigo apelando al mismo mecanismo con el que los turistas proceden a alentarlo.

Es decir, con dinero.

Algo así debe haber pasado para que el arpista se haya ausentado para siempre. Porque según pude confirmarlo con otros vecinos, no apareció nunca más.

Lo que sospecho también es que este hombre que ahora toca tangos con la misma metodología que el del arpa, estaría confabulado con el otro.

Tiene los mismos rasgos físicos, con lo cual cualquier espíritu mal pensado puede pensar que es el hermano del otro, el primo o bien un pariente cercano.

El otro indicio que incentiva el espíritu desconfiado, es que acrecienta el volumen y dispone los parlantes hacia el departamento de mi amigo. El que soy circunstancialmente inquilino.

Esta es la situación que hace suponer que se trataría de un truco para que mi amigo apele al mismo mecanismo con el cual motivó el exilio del hombre del arpa.

Voy a advertirle a mi amigo para que no le dé un peso, para evitar una posible estafa.

Pero sé que no lograré absolutamente nada. Porque mi amigo se aferra a sus lógicas y no escucha. Así que obrará de acuerdo a sus lineamientos innegociables.

Dándole dinero al cantor para que proceda a su fuga.

Con lo cual habría que rezar para que esta gente no tenga muchos más primos o hermanos.





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sábado, 11 de febrero de 2017

Las puertas del cielo


Es frecuente que andemos por la vida con ciertos temas que a veces se hacen recurrentes. Vienen a buscarnos y exigen nuestra atención.

Aún cuando procuremos mirar para otro lado.

Uno no sabe bien por qué carajo queda detenido ante ciertas circunstancias o situaciones. Y después de unos días o años vuelve la vista atrás para observarlas.

Debe haber algo particular en el ser humano que le dice, fíjate ahí. ¿A dónde vas? Esperá. Mirá para atrás. ¿Adónde?

Ahí, ahí.

Y uno tal vez por eso se detiene ante la vida, gira la cabeza para atrás y mira.

Yo la veo como si fuera ayer a la viejita catequista sentada en la punta de la mesa de su living, con sus anteojos prominentes y el libro de catecismo abierto de par en par. Mientras mis compañeros y yo la rodeamos en la mesa con la única intención de escucharla con atención.

-No hay que ser tontos, hay que portarse bien acá porque así en la eternidad vamos al cielo.

La señora no se andaba con chiquitas y dejaba las cosas claras, para que no quede la más mínima de las dudas.

Acá había que portarse bien.

Ir a misa los domingos, hacer los deberes de catecismo. No faltar. Y, por supuesto, olvidarse de hacer cualquier fechoría.

Pero, ¿qué puede hacer de malo un niño? No va a ahorcar a la tía, ni escupir al vecino. A lo sumo grita para cumplir sus deseos o se aferra al berrinche para construir su mundo. Lejos de disciplinarlo merece el mayor de los respetos, que un chico se haga cargo de sus verdades honrando su rebeldía es admirable en un mundo repleto de adultos pusilánimes que se doblegan ante sus propias convicciones.

En fin, yo a la señora la apreciaba quizás por su edad o tal vez por el indeclinable compromiso que ponía en su tarea. O, posiblemente, por honrar a rajatabla sus ideas directrices.

No lo sé. Lo que sí sé es que las cosas se ponían claras sobre la mesa y las determinaciones eran innegociables.

Había un cielo. Y había una posibilidad de entrar.

Aunque a decir verdad, uno siempre dudó porque a la razón no la conforma la falta de evidencia.

De ahí que me inquiete que tantas personas se disciplinen detrás del cura párroco o la exigencia de presentarse irremediablemente en la misa del domingo, donde no es poco habitual que en cierto pasaje los trate como unos pelotudos y los rete como a niños.

Es cierto que un número muy significativo va por convicción genuina y porque les hace muy bien.
¿Pero cuántos van en búsqueda de otro objetivo?

Un objetivo personal y mezquino.

De hecho nada me despierta más sospecha que quienes se obsesionan y se pegan al cura del pueblo para seguirlo a sol y sombra. Y congraciarse tanto como puedan.

Siempre sospecho que por algo lo hacen. Y la principal hipótesis es porque quieren ir al cielo.

Quién sabe.

De ahí quizás que se enfervoricen para festejar sus cumpleaños, lo rodeen las viejas y lo llenen de besos, y lo abrumen de regalos en un sutil acto de reverencia, sumisión y agradecimiento.

Yo no creo que esos burdos trucos logren su objetivo, porque si es cierto que existe Dios obviamente que no va a ser tan pelotudo de dejarse embaucar por esas patrañas.

Más bien sería esperable que se sienta ofendido y burlado. Y obre luego en consecuencia, mandándolos a la mierda.

Pero obviamente nadie va a creer que Dios vaya a ser tan hijo de puta. Por eso es esperable que no desistan de la actitud y mantengan el compromiso de aferrarse a los viejos trucos, con la fallida expectativa de que sean vistos como corderos de Dios.

Gente que merece entrar al reino de los cielos, con la puerta abierta de par en par.

En fin, yo respeto siempre las decisiones personales, aunque no puedo evitar inquietarme un poco cuando vislumbro con elocuente nitidez comportamientos especulativos que se hacen con la única intención de empaquetar al todo poderoso.

Y lo digo yo que aún soy católico, apostólico y romano. Aunque tengo contradicciones, porque soy argentino, cada vez creo más en la sabiduría del budismo y hace tiempo que no voy los domingos a misas.

Bien podría decir que soy católico no practicante para adoptar la comodidad de estos tiempos y asumir cierto reaseguro ante el día de mañana.

Lo que seguro no voy a hacer es procurar empaquetar a Dios o embaucarlo, cosa que seguramente me posicionará mejor para llegar al cielo.





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domingo, 15 de enero de 2017

El equilibrista


Me ponen de mal humor las patrañas, las lógicas chapuceras, los cuentos infantiles que balbucean los adultos para salvarse y evadirse de la responsabilidad.

Qué quieren que les diga, si es cierto. Uno se vuelve grande, quejoso o gruñón ante ciertas situaciones. Y yo, no sé por qué caprichos de la vida, estos últimos años me he visto involucrado en ese tipo de circunstancias.

Momentos sublimes donde tengo que ver que otro me mira e improvisa un cuento, una explicación frágil y zigzagueante, que solo hace que quede al descubierto como un parlanchín poco serio para afrontar las vicisitudes que lo atormentan.

Eso ocurre cuando uno viene con la lógica de aclarar situaciones y arrincona al interlocutor de turno que es protagonista de determinada situación.

Lo mira con calma. Le comenta la circunstancia. Y aguarda la respuesta.

Ahí mismo advierte a veces que el otro empieza a manejarse como equilibrista en aprietos. Que se le complica el acto de malabarismo ante la siguiente pregunta.

Y la siguiente.

Hasta que por más esmero que ponga, revolea todo por el aire y sí, se le caen los platos. Porque se impone la realidad.

Entonces uno se va como diciendo, entonces, cuál es la verdad de la milanesa.

Me estaba empaquetando. Piensa que soy un boludo. Se dio cuenta…

Pero el otro junta los platos, mira extraviado y parece predisponerse a una nueva prueba. Con el único compromiso de afirmar, como sea, que aquí.

Aquí.

No ha pasado nada.






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lunes, 9 de enero de 2017

Un mundo previsible


Hace tiempo que trato de atentar contra mi cabecita tradicional y conservadora. No paro de provocarla y ponerla en vereda. Pero apenas me distraigo vuelve a querer poner las cosas en su lugar. Como diciéndome, el mundo es así.

No se te ocurra pensar que puede ser de otra manera.

Muchas veces mi burdo truco fue alejarme del mundo previsible y las personas que lo componen. Que obran como cómplices del status quo para reafirmarlo y afianzarlo.

Para delinear los límites posibles. Y asegurarse que nadie merodee por los contornos y mucho menos caiga en la osadía de trascenderlos.

Siempre sospecho que el cura del pueblo es un emblema de esa filosofía. Llevando la voz cantante de lo que está bien y de lo que está mal. Y alertando a viva voz y sin el menor de los titubeos, con el cielo o el infierno según corresponda para encauzar los comportamientos.

Y no tengo nada contra ningún cura de ningún pueblo.

Aclaro.

De hecho, pienso que en muchos casos hacen mucho bien.

Pero una cosa es una cosa. Y otra cosa es otra cosa.

Yo, sólo observo.

Miro sigiloso y en silencio. Y luego no sé por qué narro. Quizás para comprender inquietudes. O desanudar la madeja.

Me gustan los espíritus rebeldes. Los que piensan por sí mismos. Y se atreven a asumir sus verdades.
Los que avanzan contra viento y marea.

Quizás en primera y última instancia, creo sólo en ellos.

O bien creo poco en los otros y mucho en ellos.

Que Dios los ilumine para seguir su camino, llegar a los contornos de la previsibilidad, y saltarlos en
un baile decidido y memorable.

Una danza que honre la existencia.






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