Con el perdón de la palabra voy a decir lo que por comodidad y cobardía
conviene callar.
Si no fuera porque esa conveniencia es tan insana
como improductiva, quizás no accedería al espacio que habilita el perdón de las
palabras.
Residiría plácidamente en el recóndito lugar seguro
que evita riesgos y deja el mundo cómo está.
Pero con el perdón de la palabra esta vez lo diré
todo, sin concesiones, condicionamientos y restricciones de ningún tipo que
puedan querer persuadirme que es mejor callar, mirar para otro lado y hacerse
el distraído.
Como nos vamos a morir de todos modos esa alternativa
es un mal truco y un pésimo negocio. Es mejor decirlo todo, aliviar el alma de
silencios ineficientes y abrir la boca bien grande con la expectativa de que
quizás al menos en algún ser impacten, lo inquieten primero y lo movilicen
después.
Para agarrar los aspectos de la realidad que son
en definitiva los que afectan a todos, poder estrujarlos, afrontarlos y
resolverlos o encauzarlos en un buen camino que en definitiva transforme la
realidad que entre todos supimos conseguir, y la construya de alguna manera en
beneficio de todos los seres que viven en el territorio argentino, nacional y
popular.
Es inadmisible o indignante que tanta gente actúe
de buenita y haga un desastre en la sociedad.
Cuando un policía agarra a alguien que mata, roba,
viola o asesina, es el policía el que rápidamente es perseguido por los
derechos humanos, la Justicia y los parlanchines de turno que aprovechan la
volada para actuar de buenitos sin advertir que muchos los observan como
oportunistas de ocasión.
Pero la puerta es giratoria y los derechos humanos
existen para los delincuentes pero no para las víctimas.
Y eso persiste como si estuviera bien, como si
fuera algo razonable, como si en verdad no fuera un despropósito de la zoncera
humana que se vanagloria de su estupidez para evidenciar la decadencia.
Un policía que no puede atrapar a un chorro. Por
Dios, podríamos permitirnos ser tontos, pero no tanto.
Y la víctima que tiene que dar explicaciones
haciéndose cargo de un mundo que se asentó al revés.
Y ese es un aspecto de tantos otros con los que
podemos gruñir, enojarnos y poner el grito en el cielo con la ilusión de que en
algún momento a la idiotez la doblegue la racionalidad y gane por fin la
inteligencia.
Que los delincuentes estén presos y que las
víctimas sean resarcidas con las determinaciones de la ley que honren la
Justicia.
Sigo...
Otro tema que ya a muchos nos debe tener bastante podridos
es la convicción de tantos políticos mediocres que actúan de buenitos para
favorecer con políticas públicas y arbitrariedades el fracaso y la generación
de pobreza.
Erguiéndose Papanueles resuelven darle más
plata a este o aquel bajo el pretexto de la farsa distribución del ingreso, que
es esencialmente robarles dinero a quienes trabajan y producen para dárselos en
una suerte de caridad propia que en verdad es ajena, a los supuestos desposeídos.
Aprovechando en muchos casos la intermediación
para cobrar buenos sueldos, tener notables privilegios y vivir como ricos con
la plata de todos.
Una vergüenza, un descaro, una pantomima insana
propia de mediocres y farsantes que basados en los artilugios de la retórica
aprovechan la volada y hasta se convencen que han venido a salvarnos.
Y eso por supuesto no incluye a la innumerable
gente honesta y trabajadora que hay en la política, que movilizada por
auténticas convicciones honra el rol que ocupa.
Incluye a los chantas, vivillos e hipócritas que
relatan con la destreza de la retórica que les permiten sus palabras una
distancia sideral con sus hechos.
Y en el medio seguramente hay matices y tal vez
confundidos que creen obrar sanamente favoreciendo la pobreza con políticas
públicas que la fomentan y motivan, mientras desmotivan la cultura del trabajo
y la creación de la riqueza.
Por eso en vez de alentar a quienes no producen ni
trabajan, deberían alentar a quienes producen y trabajan.
Pero hacen al revés, castigan al éxito para
premiar la improductividad.
El resultado está a la vista.
Cada vez más pobres, cada vez más decadencia.
Con el perdón de la palabra.