domingo, 27 de septiembre de 2020

El hombre que calla


Siempre me llamó la atención el hombre que calla y permanece en silencio ante la realidad que acontece.

En especial cuando esa situación ocurre en reuniones donde la palabra no solo genera posibilidad, sino que incide para transformar la realidad.

En esos encuentros donde creemos que inventamos el mundo pero apenas procuramos encarrilar nuestra pequeña realidad, estoy atento y expectante a la palabra que emerge.

La escucha es tal vez la mayor posibilidad que tiene cualquier participante para superar sus ideas, redefinir su perspectiva, arribar a entendimientos más certeros y concluir en las decisiones que se juzguen convenientes.

Por eso es una actitud conveniente de quienes participan estar abiertos al otro y escuchar con predisposición. Esa disposición es la que permite superarnos, reflexionar y hasta liberarnos de nuestros caprichos.

Pero el hombre que calla suele aferrarse a su mutismo escuchándolo todo sin emitir palabra. Ofrece una presencia con sabor a ausencia y se recluye inalterable en su propio silencio.

¿Qué piensa? ¿Por qué no abre la boca si son tan diversos los temas escabrosos? ¿Le sobra templanza o le falta coraje? ¿Elige permanecer en la comodidad de su ser en vez de manifestarse?

Es posible que la palabra que calla sea necesaria para contribuir a los menesteres colectivos y transformar la realidad. Siempre todos tienen algo valioso por decir que aportar.

A veces tengo esa esperanza y expectativa. Entonces en cualquier momento aguardo hasta avanzada la reunión y pregunto directamente al hombre que calla, empujándolo a un protagonismo que evadía por elección.

En esa instancia, el hombre que calla rehusa de su condición, sube por convicción ajena al escenario mientras lo observamos con atención y por fin rompe el silencio.




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domingo, 20 de septiembre de 2020

¿Qué es ser culto?

El otro día por esos vericuetos de la vida una persona inteligente preguntó.

De inmediato pensé que era un problema de identidad de esa persona. Es casi imposible no generar una idea a partir de indicios o hechos relevantes.

La pregunta desajustada de las circunstancias me disparó la suposición.

Debe ser inseguro o debe valorar la identidad del culturoso, pensé.

Muy posiblemente equivocado.

Porque tal vez el hombre tenía un genuino interés, y entusiasmado en el mundo de la abstracción le inquietaba esa pregunta.

Para alcanzar con mayor precisión a observar los designios espontáneos de la mirada ajena.

Creo que ser culto en la sociedad actual ha perdido mucho mérito. Antes una persona culta sobresalía y sorprendía fácilmente.

Un par de citas y recitar algunos conceptos, o frases, o citas de libros, era suficiente.

Hoy eso no sorprende a nadie porque para muchos no tiene ningún valor.

Con internet a mano hasta el hombre más culto queda de alguna manera rezagado por quien con espontaneidad y en un abrir de ojos accede y encuentra la información que sea.

Esta situación degrada la virtud del culto si es concebido como un acumulador de conocimientos con la destreza de manipularlos y presentarlos cuando llegue la ocasión.

Por eso quizás el culto no es valorado en estos tiempos, la tecnología lo suplanta con facilidad y quita valor al conocimiento que cualquier culto fácilmente puede desplegar.

Otra persona podría pensar que una persona es culta porque habla Latín.

Pero eso a quién le importa.

Por eso hoy lo importante no es quizás ser culto, sino procurar ser inteligente.

Poner ímpetu no en acumular información, sino en avivarnos.

No tiene ningún valor leer libros y autores para recitar o sorprender con una memoria envidiable.

Es mejor leerlos en profundidad para entrar en un proceso de reflexión interesante y enriquecernos en esa instancia de desafío, transformación y aprendizaje.

Lo importante es lanzarse al juego con todo y aprovechar ese espacio de lectura para problematizar las conceptualizaciones que fueran con el ímpetu quizás de elevar nuestro nivel de conciencia, lograr mayor efectividad y superarnos.

No es importante ser culto ni recordar nada.

Lo relevante es aprovechar al máximo la instancia de lectura.

Después, está bueno hasta olvidar lo que decía cada libro.





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jueves, 17 de septiembre de 2020

Los resentidos

                                             

Siempre pensé que los resentidos son peligrosos. No porque están tomados por el enojo y la amargura, sino porque su proceder apunta a hacer daño. A liberar de alguna manera esa suerte de veneno en el que están sumidos para desahogarlo quizás con la expectativa de liberarse. 

Cosa que nunca consiguen porque cuando el resentimiento caló en el ser y se asumió esa forma de estar en el mundo parece difícil o imposible que el resentido lo advierta, que es la primera instancia para superarlo, y luego resuelva salir de eso. 

Por eso queda maniatado y procede desde la lógica que le indica el resentimiento, que apunta esencialmente a producir el daño al otro en vez de favorecer el beneficio de sí mismo. Porque esa energía es negativa, perjudicial y destructiva. 

La filosofía que lo apresa no tiene nada de construcción, tiene todo de destrucción. 

Sus ideas, motivaciones y procederes, lo llevan siempre a un mundo equivocado. 

Porque cree esencialmente en cometer el daño en vez de producir el bien.

No importa el discurso que se autoformule o que parlanchinamente ofrezca, su alma está torcida y se evidencia en su accionar.

El resentido vive equivocado pero convencido, cree que su resentimiento será superado por su proceder malicioso que hará que al otro no le vaya tan bien. Es una suposición fallida porque aún cuando logra hacer daño y vulnerar al otro tanto como puede, no produce ninguna transformación de sí mismo y queda estancado en su fracaso, frustración y resentimiento.

Detrás del resentido se encuentra siempre un hombre impotente, mediocre, imposibilitado de afirmarse positivamente en la vida.

Hasta en los pasajes endebles y esporádicos donde logra sus propósitos negativos queda subsumido en su amargura y enredado en cuentos internos que le dan manija recordándole que el fracaso es de él y el éxito es ajeno.

Es notable como su inseguridad lo invita con recurrencia a la comparación y se siente superado sistemáticamente, sin importar sus logros ni los lugares que ocupe. 

También es fácil notar que el ser resentido es tomado con el tiempo por su propio enojo, que intoxica su negatividad, y esa suerte de desdicha innegociable lo penetra en la profundidad de su ser y se manifiesta con elocuencia en su rostro agriado.

Si el resentido quisiera curarse, debería primero advertir su condición y dar un giro tal como si fuera un drástico firulete, para dejar de endiablarse con los exitosos y admirarlos. Porque esencialmente son ellos los causantes de su amargura.

De esa manera puede tener un vestigio de iluminación, que le permitiría observar un camino antagónico al que ha transitado. 

La admiración lo pondría en rumbo acertado, para aprender a ser exitoso de quien tanto detesta, liberarse de su frustración, veneno, envidia y fracaso.

Obviamente es un desafío gigantesco, una proeza que se le vuelve quijotesca y que maniatado por su resentimiento que no lo deja tranquilo, es una suerte de ilusión que pocas o nulas posibilidades tiene de alcanzar.

Y muchas veces no tiene la más mínima intención de alcanzar porque elige afianzarse en su condición.

Así que lo más esperable es que pase su vida amargado y resentido.

Haciendo tanto daño como pueda.




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domingo, 13 de septiembre de 2020

La igualdad

La igualdad es un pretexto de los mediocres, resentidos y envidiosos.

Es la bandera de los perdedores.

Los que ponen su energía en mirar al otro en vez de invertirla en construir su camino para alcanzar sus propios resultados.

Creen en ir a menos en vez de ir a más y se embaucan a ellos mismos al convencerse que el otro es el causante de sus desgracias.

Asumen esa actitud de víctimas infantiles, como si fueran minusválidos para afrontar sus carencias. Y viven desdichados culpando al exitoso de sus falencias e imposibilidades.

Se regodean en convencerse que los otros son los malos y ellos son los buenos. Y engañados persisten alimentando su desgracia y frustración.

Incapaces del logro propio ponen el empeño en vulnerar al otro y si es posible bajarlo de un hondazo o apelando a las patrañas que fueran.

El objetivo no es que les vaya a ellos bien, sino que al otro le vaya mal.

El problema de quienes vociferan igualdad es que en vez de procurar igualar para arriba, igualan para abajo.

Están envenenados en su fracaso y resentimiento. Y permanecen en su propia trampa sin salida.

Cuando los políticos hablan de igualar y parecen entregar la vida por ese propósito, obran con la impunidad de farsantes porque al mismo tiempo preservan inalterables sus privilegios y cobran sueldos que multiplican los magros ingresos de los jubilados, médicos, policías, y la inmensa mayoría de trabajadores del país.

La igualdad mal entendida es moralmente repudiable porque en vez de procurar el genuino avance de quienes menos tienen, se asientan en el propósito de robarles a quienes se esforzaron, trabajaron y tomaron mayores desafíos para lograr su situación económica.

La obsesión por bajar al otro no hace más que revelar el elocuente nivel de envidia y resentimiento que tienen los entusiastas parlanchines de la igualdad.

Por supuesto que es imperioso que a todos les vaya bien pero no a costa de perjudicar o robarle a los trabajadores, sino a costa del esfuerzo y trabajo que cada uno debe asumir.

Al igual que a los trabajadores, nada es más ridículo e inconveniente que ir a robarle con más impuestos o las tretas que fueran a comerciantes o empresas cuando son esencialmente los generadores de empleo y riqueza.

Cada vez que se los perjudica con las ideas de los políticos mediocres, se fomenta más el desempleo y la pobreza.

Nadie que vaya a más cree en la igualdad.

En la igualdad siempre creen los que van a menos.





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sábado, 12 de septiembre de 2020

Sobre el fanatismo


Uno de los rasgos quizás más notorios de la persona desarrollada es el ejercicio del propio pensamiento. Pero en épocas de fanatismo la voz personal queda relegada entre retóricas sugeridas por mandamases o representantes de los espacios que fueran. 

Hay un parlanchín con mayor notoriedad que ofrece una mirada, un discurso para incidir en las interpretaciones de la realidad. Luego un coro de menor jerarquía reitera esa mirada, y se vale de esos argumentos para defender posiciones que siempre permiten discrepancias sobre los temas que fueran.

Los fanáticos se anotician a diario de las batallas que se les presentan. Miran la tele, escuchan la radio, consumen internet o se nutren de cualquier medio para enterarse sobre los conflictos que fueran. Advierten luego pronto cuál es la posición de su espacio y después salen a cacarear los argumentos que van recolectando entre los jerarcas parlanchines que los nutren con conceptualizaciones de mayor o menor calidad, preponderando por supuesto estas últimas a pesar de que pasen desapercibidas pero representan intentos en general tan endebles como vulgares para aportar argumentaciones de poca monta, pero efectivas para discusiones bravuconeras que solo sirven para erosionar las relaciones y están impedidas de cualquier pretensión genuina de evolucionar en el pensamiento. 

Porque al fanático no le interesa preguntarse por su posición auténtica y entregarse a la evolución de su propio entendimiento, sino doblegar al otro en la suya aunque no tenga razón y aunque su mirada pueda ser replanteada para adoptar una concepción diferente, más interesante o conveniente para abordar la realidad.

No sé bien por qué escribo estas cosas, creo que doy vuelta sobre algunos temas porque la realidad se manifiesta reiterativa y la sociedad anda como en una calecita, dando vueltas en las mismas situaciones desde hace años.

Las imaginarias batallas mentales que persisten en cabezas de jerarcas no dejan a la sociedad tranquila. El pueblo termina participando de prepo en una guerra permanente e imaginaria. 

No se avanza a problemas nuevos. La discusión está estancada desde hace tiempo en perspectivas reiteradas, como esta del combate simbólico siempre vigente, ineficiente, que demanda tiempos malgastados al solo efecto de erigir al fanático en su misma posición para convencerse que es un verdadero militante de ideas cambiantes que percibe como propias pero son en general ajenas. Precisiones que lo embaucan por voluntad propia en pronunciamientos sobre los temas más diversos y lo terminan empaquetando en posiciones que defiende con determinación pero que suelen ser zigzagueares con el tiempo y contradictorias.

No importa porque luego pondrá el mismo ímpetu para defender la posición que sea sobre el tema que fuera por más que sea exactamente la opuesta a la que con anterioridad defendía a capa y espada.

No se trata de que esa actitud mediocre sea un claro e innegable repudio a su inteligencia, sino de enaltecer el honor de representar con orgullo el espíritu pusilánime y obsecuente que cualquier acomodaticio tiene la innegable destreza de honrar.

Y lo hace con esmero, con empeño y entusiasmo.

Estas vicisitudes que desenmascaran el espíritu permeable y condescendiente del fanático sobre las determinaciones de sus mandamases hacen que un día replique una cosa y al otro día o al tiempo otra. Como bien se ha dicho y como se observa con asiduidad con el transcurso del tiempo.

Esas piruetas decadentes son siempre saltos elocuentes y arraigados que dejan al parlanchín mal parado.

No importa lo que se vaya a decir o aducir en la situación que fuera, lo verdaderamente relevante es mantener la actitud testaruda y la mente bien cerrada a la posibilidad de reformular la mirada del dictado ajeno.

Extraviado en voces que honra para defender la identidad de pertenencia se pierde a sí mismo, o bien resigna su propio discernimiento en favor de las disposiciones de referentes que llevan de alguna manera la voz cantante en los temas que fueran.

El fanático relegando su propio discernimiento y replicando las disposiciones de turno, se degrada a sí mismo con entusiasmo y convicción.





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lunes, 7 de septiembre de 2020

Lunes otra vez

 

El ánimo viene a buscarme hoy sin que le haya hecho nada.

Es lunes, es cierto. Pero eso no tiene nada que ver. Salvo en el peor de los casos podría ser una reminiscencia del pasado, que quedó marcada a fuego en mi cuerpo, en mi alma.

El lunes fue a todas luces una desgracia. Una determinación caprichosa e indeseable que se imponía semana a semana.

Uno podía forcejear, mal decir, reclamar el despropósito pero el lunes de manera inalterable se manifestaba, para notificar que eran las 7 de la mañana, y uno debía levantarse contra su voluntad, asumir el frío irreversible del invierno de Pringles y salir al colegio a convalidar la situación de esclavizarse por decisión ajena.

Luego debía hacer fila, cantar a la bandera, esperar que vaya alguien al patio a buscarla, marchar hacia el aula, aguardar a que la maestra tome lista, decir presente y quedar expuesto al mundo que se manifestaba, sentado desde un banco que consumía el tiempo y actuaba como una celda imposible de escapar.

Es quizás esa docilidad o flaqueza del ser pequeño que devuelve la tristeza del lunes en su alma. Maniatado persistió incontables días y esos recuerdos presumiblemente olvidados lo constituyen y le rememoran que el lunes es un día indeseado e innegociable.

Uno cree que es libre con el tiempo pero se equivoca.

El lunes siempre está ahí.





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viernes, 4 de septiembre de 2020

El hombre desconfiado


No es un tonto el hombre desconfiado, es en algún aspecto importante de su ser un hombre previsor que lo que hace es resguardarse ante la posible eventualidad de ser engañado o embaucado como consecuencia de la degradación de valores que proliferan y se despliegan en la sociedad.

Por eso el hombre desconfiado anda atento y se mueve de algún modo sigiloso, con las antenas paradas, procurando evitar caer en cualquier trampa que se le presente.

Siempre el engaño está al acecho y siempre por esos menesteres, el hombre desconfiado debe permanecer alerta, expectante, atento a no ser presa fácil de cualquier vivillo de turno que podría aprovecharse de él.

Cosa que le ocurre al hombre demasiado confiado, que es burlado una y otra vez, mientras constata en la vida que su actitud confianzuda, impulsada por las mejores expectativas, le juegan una vez más otra mala pasada, ocasionándole los perjuicios consecuentes y los altos precios que esa actitud tan loable como bien intencionada, le hacen pagar.

De ahí que es conveniente estar en guardia, con actitud de observación para preservarse, evitar dolores de cabeza que pueden conducir a la mala sangre y asegurarse gracias a esta aliada lógica evitarse problemas que podría generar.

Porque, obviamente, entre otras cosas el hombre desconfiado adopta esa postura con la finalidad de mantener la paz, la calma, la tranquilidad de preservar su mundo sin alteraciones que signifiquen una molestia, una preocupación o un lisa y llana estafa.

Cosa que también le ocurre no pocas veces al confianzudo.

Y situación que hace pensar por qué el confiazudo persiste en su lógica irrenunciable, favoreciendo siempre que cualquier vivillo lo embauque y se aproveche de él, robándole quizás caramelos como a los niños.

Es una verdadera locura que aún existan confianzudos en estos tiempos de semejante degradación de valores que emergen a la vista de tan triste decadencia.

Si fuera el tiempo de nuestros abuelos, uno podría relajarse, dejar la puerta de su casa abierta, el auto con llave o la bici en la puerta. Y comprar lo que quiera sin preguntar siquiera el precio, con la seguridad de que le cobrarán lo que corresponde y no será burlado. 

Pero esa generación notablemente superior en valores ya no está y solo queda contemplar y maldecir la impostura de semejante retroceso que revela la decadencia y cobra las formas más grotescas o nefastas que cualquiera se pueda imaginar.

Aunque esto no es todo al respecto.

Debería aclararse entre otras cuestiones que el ser desconfiado no anda enloquecido, tensionado y pensando mal en todo momento, como si esperase lo peor a cada instante.

Nada de eso.

Es muchas veces un hombre bueno que busca preservarse para evitarse malos tragos.

Solo se recuerda que debe hacer emerger el espíritu desconfiado cada vez que la realidad lo convoca y la situación lo amerita.

Debe ser por eso que acabo de corroborar con una fábrica de bicicletas que la que me ofrece el bicicletero a un precio conveniente es estrictamente original a pesar de una supuesta falla.

Asi lo acredita la fábrica apenas ve las fotos cuando se las envío en un clic.

Y ese sutil pero determinante detalle despeja las dudas sobre las bicicletas truchas que la misma fábrica advierte que existen.

Y, lo que es mejor, le aportan la fe necesaria para que el ser desconfiado proceda sin exponerse a problemas.





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miércoles, 2 de septiembre de 2020

El gran profesor


Si no fuera porque estuve alerta y doblegué al espíritu pijotero que me indicaba la inconveniencia de proceder, no hubiera conocido al gran profesor.

Vi un par de videos y me persuadió la elocuente bondad que advertía detrás de su forma de mirar el mundo y su capacidad para sintetizar conocimientos diversos que ayudan a la efectividad de la vida humana.

En un breve instante lo adevirtí, el gran profesor era una persona lúcida, sólida intelectualmente, que tenía vocación afirmativa de la vida y la capacidad de desentrañar cuestiones esenciales del ser humano para favorecer la llegada a buen puerto de la existencia y construir la realidad pretendida.

Me anoté a su curso, ingresé y me mantuve expectante.

Vi que el hombre tenía destreza y oficio en el arte de hacer talleres. Podía advertir sus deslices y rectificarlos prácticamente al momento de que ocurrieran o breves segundos después.

Así por ejemplo un participante decía algo y espontáneamente respondía con habilidad pero a veces con cierto enojo propio del ser incordioso.

Pero en un abrir y cerrar de ojos reacomodaba ese desliz de apariencias agresivo con una calidez destinada a quien sufrió ese sutil pero indisimulabe trato.

Debe ser esa actitud incordiosa que percibía como una molestia intolerable que lo perturbaba en ocasiones y se disparaba por cualquier nimiedad, la que me llevó las primeras clases a mantener el decoro, la pasividad de la observación atenta y la participación breve y precisa en el canal de chat.

La poca o nula inclinación al protagonismo era el sustento ideal para mantener ese proceder tan escueto como medido.

Pasaron tres clases hasta que abrí la boca.

Temía que cualquier comentario convincente y comprometido despierte la ira del gran profesor.





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