sábado, 12 de septiembre de 2020

Sobre el fanatismo


Uno de los rasgos quizás más notorios de la persona desarrollada es el ejercicio del propio pensamiento. Pero en épocas de fanatismo la voz personal queda relegada entre retóricas sugeridas por mandamases o representantes de los espacios que fueran. 

Hay un parlanchín con mayor notoriedad que ofrece una mirada, un discurso para incidir en las interpretaciones de la realidad. Luego un coro de menor jerarquía reitera esa mirada, y se vale de esos argumentos para defender posiciones que siempre permiten discrepancias sobre los temas que fueran.

Los fanáticos se anotician a diario de las batallas que se les presentan. Miran la tele, escuchan la radio, consumen internet o se nutren de cualquier medio para enterarse sobre los conflictos que fueran. Advierten luego pronto cuál es la posición de su espacio y después salen a cacarear los argumentos que van recolectando entre los jerarcas parlanchines que los nutren con conceptualizaciones de mayor o menor calidad, preponderando por supuesto estas últimas a pesar de que pasen desapercibidas pero representan intentos en general tan endebles como vulgares para aportar argumentaciones de poca monta, pero efectivas para discusiones bravuconeras que solo sirven para erosionar las relaciones y están impedidas de cualquier pretensión genuina de evolucionar en el pensamiento. 

Porque al fanático no le interesa preguntarse por su posición auténtica y entregarse a la evolución de su propio entendimiento, sino doblegar al otro en la suya aunque no tenga razón y aunque su mirada pueda ser replanteada para adoptar una concepción diferente, más interesante o conveniente para abordar la realidad.

No sé bien por qué escribo estas cosas, creo que doy vuelta sobre algunos temas porque la realidad se manifiesta reiterativa y la sociedad anda como en una calecita, dando vueltas en las mismas situaciones desde hace años.

Las imaginarias batallas mentales que persisten en cabezas de jerarcas no dejan a la sociedad tranquila. El pueblo termina participando de prepo en una guerra permanente e imaginaria. 

No se avanza a problemas nuevos. La discusión está estancada desde hace tiempo en perspectivas reiteradas, como esta del combate simbólico siempre vigente, ineficiente, que demanda tiempos malgastados al solo efecto de erigir al fanático en su misma posición para convencerse que es un verdadero militante de ideas cambiantes que percibe como propias pero son en general ajenas. Precisiones que lo embaucan por voluntad propia en pronunciamientos sobre los temas más diversos y lo terminan empaquetando en posiciones que defiende con determinación pero que suelen ser zigzagueares con el tiempo y contradictorias.

No importa porque luego pondrá el mismo ímpetu para defender la posición que sea sobre el tema que fuera por más que sea exactamente la opuesta a la que con anterioridad defendía a capa y espada.

No se trata de que esa actitud mediocre sea un claro e innegable repudio a su inteligencia, sino de enaltecer el honor de representar con orgullo el espíritu pusilánime y obsecuente que cualquier acomodaticio tiene la innegable destreza de honrar.

Y lo hace con esmero, con empeño y entusiasmo.

Estas vicisitudes que desenmascaran el espíritu permeable y condescendiente del fanático sobre las determinaciones de sus mandamases hacen que un día replique una cosa y al otro día o al tiempo otra. Como bien se ha dicho y como se observa con asiduidad con el transcurso del tiempo.

Esas piruetas decadentes son siempre saltos elocuentes y arraigados que dejan al parlanchín mal parado.

No importa lo que se vaya a decir o aducir en la situación que fuera, lo verdaderamente relevante es mantener la actitud testaruda y la mente bien cerrada a la posibilidad de reformular la mirada del dictado ajeno.

Extraviado en voces que honra para defender la identidad de pertenencia se pierde a sí mismo, o bien resigna su propio discernimiento en favor de las disposiciones de referentes que llevan de alguna manera la voz cantante en los temas que fueran.

El fanático relegando su propio discernimiento y replicando las disposiciones de turno, se degrada a sí mismo con entusiasmo y convicción.


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