sábado, 27 de julio de 2019

La mala onda


No me hablen, tengo mala onda.

Por algo será.

Pienso.

La mala onda llega y uno puede decidir abrazarla y experimentarla o procurar escabullirse como fuera. 

Y en mi caso, debo confesar, muchas veces no me escabullo. Evito la técnica huidiza porque siento que sería trampearme y vendar mis ojos ante la realidad de las circunstancias que fueran.

Por eso cuando la mala onda llega, sé que es por algo. Y ese algo es un hecho, una información.

Una evidencia.

Podría taparme los ojos y escaparme, apelando al efectivo truco de evadirme de la emocionalidad que se insinúa. Si no estuviera convencido de que la mayor efectividad se logra mirando la realidad de frente, posiblemente lo haría.

Miraría para otro lado o adoptaría el mecanismo de negación, para andar contento y feliz como un niño engañándome por la vida.

Pero como siento que ya soy un niño grande o un hombre adulto, y creo en los beneficios a largo plazo de asumir la realidad y vérmelas con ella, procedo en consecuencia ante la información y los hechos indeseados.

Observo la realidad sin mentirme, mientras reniego un poco para discernir pronto el futuro proceder más efectivo.

Y en vez de evadirme de las circunstancias, me dejo abrazar por la instancia indeseada que produce la mala onda. 

No dejo que dure mucho por suerte, pero no me hablen.






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¿Qué quiere decir?


A veces me inquieta tratar de dilucidar lo que el otro quiere decir. Suelen ser situaciones donde quien habla se enreda en palabras o pasajes más o menos engorrosos y siempre complejos que insinúan pretender arribar a algún lugar.

Esa manera intrincada y difusa de hablar impone la necesidad de desentrañamiento. Es decir, exige que quien escucha pueda descubrir lo que quiere decir quien habla.

Circunstancia que demanda máxima concentración para elucidar lo que en verdad se quiere decir y no quedar extraviado en supuestos dichos que no se dijeron.

En este tipo de menesteres hay distintas calidades de hispanohablantes. Están los que ejercen la destreza de la lengua y ascienden a la poesía o narrativa elogiable, pero también están los esforzados que creen en embarullar lo dicho para mostrarse como pensantes de mayor complejidad o seres incomprendidos que viven en un nivel intelectual inaccesible para sus semejantes.

Transitan bajo la farsa de que lo que dicen escapa a la capacidad de entendimiento de cualquier distraído que se aprestó a escuchar. 

Si el tipo quiere decir o dice algo tan intrincado, complejo, difuso e inentendible, seguramente el tipo está volando en la abstracción y es razonable que su interlocutor quede extraviado sin comprenderlo. Con la ilusión de que el tipo está en la estratósfera mientras que el pobre diablo que lo escucha vive en el llano sin poder dilucidarlo.

Cuando en verdad, quizás el primero está extraviado en sí mismo. Y el segundo supone que sabe lo que quiere decir, aunque no le entienda básicamente o exactamente qué carajo quiere decir.

Esas situaciones hacen sospechar que en realidad lo que se necesita es que el hombre difuso o extraviado en sí mismo se aclare o desista de la lógica de querer empaquetar al interlocutor de turno. 

Caso contrario pareciera que lo que se requiere no es alguien que escuche, sino alguien que pueda traducir por ejemplo del Español al Español.

Con la única finalidad de facilitar el entendimiento. 

Esto aplica a los seres lingüísticos que parecen extraviados y se valen de la farsa de la complejidad al carecer de contenidos virtuosos. No a quienes en verdad celebran el lenguaje, lo extienden a su máxima expresión y logran regalarnos la destreza de su proceder. 

Porque cuando alguien interviene en el lenguaje con pericia, no solo celebra y enaltece las posibilidades de expresión, abre también los ojos al mundo y a las circunstancias que puedan inquietarlo.

Creo que cada uno por supuesto puede hacer lo que se le antoje y no está mal si algún embarullador de turno se vale de esa burda treta para pantomimizarse y ostentar un lugar de sapiensa que lo excede.

Aunque siempre pienso que la gente está avispada y hace tiempo que descubrió que lo que importa es el valor de lo dicho. Es decir, lo que en verdad se quiere decir.

Quizás por eso detrás de la simpleza se esconde la virtud.





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jueves, 18 de julio de 2019

Parlanchines


Es notable el séquito de parlanchines que pululan por los medios. Los observamos todos aunque en general nunca digamos nada.

Ni los mencionemos, por supuesto. Porque en general no hay ventajas en ganarse enemigos.

Salvo que uno sea uno de esos seres de espíritu peliagudo y cizañero que crea que la agresión personal es una virtud en vez de una degradación del ser humano.

Además, si uno osase mencionar a cualquier fulano, podría estar cometiendo una verdadera injusticia al bautizarlo como parlanchín cuando quizás sea un verdadero pensador que nos abre el intelecto para ver la vida o las circunstancias de otra manera, permitiéndonos en una instancia sutil pero irreversible la sensación de avivarnos o elucidar de un modo que no habíamos percibido.

Así que por estas vicisitudes expresadas bien vale contener el garrote que en sus inicios, debo confesar, tenía la intención de asestar metafóricamente contra algunos políticos que lo explican todo y saben resolver cada uno de los problemas de nuestros pueblos, ciudades, provincias, país y el mundo.

Aunque permítanme un leve desliz...

No voy a decir que hay numerosos políticos que son solo parlanchines. Son también elocuentemente incompetentes, chantas, hipócritas, farsantes.

Vivillos de poca monta que viven a costa de los demás.

Ignorantes impúdicos con pretensión de sabios predicadores del conocimiento que les falta.

Aunque no todos, por supuesto. Hay gente muy valiosa que se juega por sus convicciones y trabaja con el alma por el bien común. Sabiendo que la verdadera prioridad es el otro y no sus bolsillos.

Esos son los políticos que salvan la profesión entre tanta manga de impresentables.

Porque con el espíritu parlanchín no hacen otra cosa que explicar todo y parlotear con la certeza de quien inexorablemente cree que está siempre en lo cierto. Sin sospechar siquiera que puede estar equivocado.

Y determina con la convicción innegociable de quien sabe como son las cosas, y por qué él o ella, han de venir a salvarnos.

Como si todos fuéramos, lisa y llanamente, unos pelotudos.

Perdón.

Unos pelotudos que no nos damos cuenta que la intención preponderante no es salvarnos a nosotros sino salvarse ellos.

En definitiva compatriotas esa sapiencia suprema que se arroga el parlanchín de turno y manifiesta tener todas las soluciones, revela que es un verdadero despropósito que vivamos embaucados en problemas habiendo tantos representantes autoproclamados que tienen las soluciones.

Que están convencidos de lo que se debe hacer para cambiar los despropósitos, arreglar la realidad en cada uno de sus aspectos desbarajustados y corregir por fin de manera irrevocable al mundo decadente.

Es una lástima que los parlanchines lo sepan todo y la realidad se burle sistemáticamente de manera indiscriminada.

Diciendo de algún modo, que no era por acá.

Ni por allá.

Como el parlanchín de turno suele asegurarnos.






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viernes, 12 de julio de 2019

Punto a la i


Hace tiempo que quiero ponerle punto a la i. Amago, intento, me predispongo.

Y cada tanto arremeto.

Aunque a veces titubeando siento que me replego, que la intención fue válida pero fallida.

Debe ser por eso que cada vez que observo a alguien innegociable en su despliegue y vocación por ponerle puntos a las íes quedo absorto.

De alguna manera conmovido.

Celebro al gladiador que va contra viento y marea para acomodar al mundo desacomodado a sus auténticas convicciones.

Y lo hace sin pudor ni medias tintas, entregando el alma.

Dándolo todo.

Cada vez que veo a una persona con esa actitud irrenunciable siento que honra la existencia, que detesta la mediocridad y que muy bien hace en invertir su vida para construir la realidad que justifica su lucha.

Cuando observo a alguien que de manera antagónica a mis circunstanciales pensamientos se mueve con la misma inclinación, dejándolo todo y decidido a puntuar las íes, también siento en ese aspecto el mismo respeto y admiración.

Cosa que por supuesto no me pasa con los pusilánimes, lame botas, alcahuetes y acomodaticios que se visibilizan con tanta frecuencia en distintos ámbitos de la sociedad.

De más está decir que hincho y aliento siempre a los primeros. Los segundos, además de mediocres, suelen ser muy peligrosos.






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sábado, 6 de julio de 2019

Mundo descuajaringado


El mundo está descuajaringado hace rato. Yo y todos los que nos vamos poniendo viejos y observamos con espíritu curioso lo podemos percibir aunque a veces no digamos nada para evitar caer en el espíritu quejoso y gruñón que puede amargarnos la existencia.

Y desagradar a los demás, porque bien sabemos que el ser contrariado y peliagudo, que forcejea con el despropósito y lo revela a cada instante, no solo se agria a sí mismo sino que produce una incidencia negativa en los otros, aportándoles distintas dosis de veneno según el mayor o menor compromiso que tenga con narrar el despropósito.

Porque información nunca le falta.

No hay semáforos en cruces de avenidas. La droga se ve por todos lados. Las cárceles están repletas, sin plazas disponibles. Hay candidatos a legisladores que no solo no fueron a la universidad sino que nunca leyeron un libro.

Nadie le cede el asiento en el colectivo a la viejita.

Entre otras cuestiones de menor o mayor envergadura que podríamos enumerar en un libro o varios tomos entregados por capítulos para fundamentar debidamente lo dicho.

Así nadie se arroga la voz de denunciar que se precisan pavadas inconsistentes sin argumentaciones razonables que las justifiquen.

En síntesis el mundo está desbarajustado y los seres humanos fuerzan con dos intenciones claras.

Los que quieren desbarajustarlo aún más. Y quienes luchan a diario para ordenarlo.

Debemos persuadir para reclutar más adherentes a los segundos, así son muchos más los que proceden a diario para acomodar los desbarajustes.

Y rezongamos mucho menos.




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