lunes, 9 de enero de 2017

Un mundo previsible


Hace tiempo que trato de atentar contra mi cabecita tradicional y conservadora. No paro de provocarla y ponerla en vereda. Pero apenas me distraigo vuelve a querer poner las cosas en su lugar. Como diciéndome, el mundo es así.

No se te ocurra pensar que puede ser de otra manera.

Muchas veces mi burdo truco fue alejarme del mundo previsible y las personas que lo componen. Que obran como cómplices del status quo para reafirmarlo y afianzarlo.

Para delinear los límites posibles. Y asegurarse que nadie merodee por los contornos y mucho menos caiga en la osadía de trascenderlos.

Siempre sospecho que el cura del pueblo es un emblema de esa filosofía. Llevando la voz cantante de lo que está bien y de lo que está mal. Y alertando a viva voz y sin el menor de los titubeos, con el cielo o el infierno según corresponda para encauzar los comportamientos.

Y no tengo nada contra ningún cura de ningún pueblo.

Aclaro.

De hecho, pienso que en muchos casos hacen mucho bien.

Pero una cosa es una cosa. Y otra cosa es otra cosa.

Yo, sólo observo.

Miro sigiloso y en silencio. Y luego no sé por qué narro. Quizás para comprender inquietudes. O desanudar la madeja.

Me gustan los espíritus rebeldes. Los que piensan por sí mismos. Y se atreven a asumir sus verdades.
Los que avanzan contra viento y marea.

Quizás en primera y última instancia, creo sólo en ellos.

O bien creo poco en los otros y mucho en ellos.

Que Dios los ilumine para seguir su camino, llegar a los contornos de la previsibilidad, y saltarlos en
un baile decidido y memorable.

Una danza que honre la existencia.



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