La Elección
Llegué apresurado a una confitería ruidosa. Antes de entrar ya me había visto, así que se adelantó a pagar la cuenta y salimos.
El propósito del encuentro era hablar de un extenso escrito que había hecho. Mi amigo lo había leído y acordamos tomar un café para que me transmita sus comentarios.
Serían las 16 horas cuando abrimos la puerta de la confitería que está frente al Congreso en Buenos Aires. Pasó él, pasé yo.
Buscó inquieto la mesa más alejada, no quería que haya ruido ni que nada perturbe. Así que nos sentamos con la única predisposición de celebrar el momento.
Mi amigo me comentó todo lo que le había generado la lectura, y tuvo la amabilidad de desarrollar en profundidad su mirada sobre el escrito.
Tomamos dos cafés, intercambiamos opiniones, y nos dimos el tiempo para cerrar esta charla que teníamos pendiente.
Otra vez el mozo, otra vez la cuenta.
Agarramos las mochilas, pagamos y nos fuimos. Salimos por Rivadavia un poco alborotados, caminando con prisa. Los dos íbamos a destino.
Aproveché entonces para transmitirle cierta inquietud sobre los matrimonios que perduran sin encanto, sostenidos por el valor de la persistencia. Me perturbaba la lógica de la hipocresía que observaba en algunas personas, que decididas a sostener el cuento hasta el final, parecían resignar la vida.
Lo miré a Oscar como exigiéndole una explicación. El tiene unos buenos años y le sobra sabiduría. Así que entre los pasos por fin dejó de mirar para adelante, se dio vuelta y me dijo:
- No te preocupes Juan, ni vos ni yo elegimos vivir así.
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