Las palabras que faltan
Desde que entregué la tesis para recibirme de la carrera de grado advertí lo que suponía. Que escribía de forma espontánea y sin titubeos cada tanto una palabra que no existía.
Me di cuenta porque alguien cercano me dijo. Y desde entonces lo advierto con cierta frecuencia.
Por eso cuando termino de escribir algo sospecho que es posible que alguna palabra que no existía haya andado merodeando por ahí y haya quedado atrapada en el escrito.
Esa suposición me lleva a veces a releer y creer que la encontré. En ese instante busco en google con la mayor esperanza de que la palabra exista y muchas veces existe.
Pero otras veces no.
Busco un poco más y corroboro que la sospecha inicial era correcta, porque la palabra de dudosa existencia en verdad no existía.
Me lamento por el despropósito porque era una palabra necesaria, que el escrito la consideraba apropiada y exacta para determinado pasaje. Y que caía naturalmente sin esfuerzo en el lugar indicado.
Era esa palabra y no otra.
Pienso en borrarla…
Pero no lo hago.
Sería como traicionar lo escrito y replegarse ante la norma. Como aceptar que el mundo está desplegado, con sus claros contornos y delimitaciones. Y que más nos vale respetarlo. Obrando como seres disciplinados que nos ajustamos a lo establecido sin ánimo de modificarlo.
Condescendientes con lo que es y no con lo que podría ser.
Pienso entonces en poner cursiva como una señal de que esa palabra no existe. Que se deja porque es conveniente dejarla.
Pero rápido me arrepiento porque sería como una morigeración de la espontaneidad, un atenuamiento intrusivo que juzga y reprime. Una traición a la autenticidad.
Y ya saben, es conveniente siempre extender el lenguaje para ampliar el pensamiento.
Por eso la palabra díscola queda imperturbable.
De lo contrario sentiría que escribo para dejar el mundo como está.
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