El hombre descarriado
Nunca he sido un hombre descarriado. Mis entrañas no me impulsaban a conmocionar mi realidad para protagonizar entuertos.
Si alguna vez me excedí sobre mis limitaciones racionales fue por efecto de la última copa de alcohol.
Y hace tiempo no tomo.
Solo recuerdo ciertos años de descontrol circunscripto a fechas festivas, en algún Año Nuevo o Navidad, que me impulsaban a una zona inquietante, extravagante y desconocida para mi mismo.
Únicamente en esas circunstancias tan memorables como excepcionales puedo confesar que me ausenté de mí y procedí de manera excesivamente desinhibida para extrañeza de mi mismo.
Aunque si algo ha prevalecido de manera estable, comprometida y duradera, ha sido el temple, la racionalidad y la mesura.
Una equivocación a todas luces porque es presumible reconocer que la vida ocurre en los deslices.
Y patinar, lo que se dice patinar, he patinado muy poco.
Siempre he tenido la destreza de residir en una vida tranquila, disfrutarle, plagada de libertad. Lejos de descarrilamientos menores o abusivos.
Por eso me encuentro asentado, afianzado en la calma de la templanza del ser.
Sin convulsiones ni estridencias, viviendo el presente y disfrutando los instantes, que cada día parecen más perfectos, más intensos y profundos.
Sospecho que detrás de la simpleza está el bienestar.
Pero no lo sé, apenas lo supongo. Lo indago y corroboro en una suerte de instancia que parece circunstancial pero quizás sea definitiva.
Lo cierto es que es madrugada y me encuentro escribiendo no sé por qué. Tal vez para atrapar la vida o cazar de un zarpazo esas ideas o frases que vienen a buscarte con la intención de manifestase.
Fue quizás una de esas frases la que me hizo saltar al teléfono y escribir, para escrutar al hombre supuestamente asentado.
Un ser que se evade del mundo tumultuoso y complicado. Que lo observa con posibilidad de zambullirse.
Tal vez porque esas instancias inconfesables son tan perturbadoras como estimulantes.
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