miércoles, 8 de julio de 2020

El hombre ofendido


Podría yo ofenderme, no hablar más y empacarme.

Quedar entreverado con el ceño fruncido para expresar el enojo que motivó la ofensa.

Debería tal vez atravesarme y no emitir palabra alguna. O ausentarme por un buen tiempo en acción de repudio a la injusticia que se me ha propinado.

Tendría que estar enojado con ánimo de verdad y justicia. Lanzándome a reajustar el despropósito y poniendo el mundo en su lugar, para disciplinar lo desbarajustado.

Si no fuera porque lo que el otro opina de mi me importa un bledo sería quizás por un instante más o menos permanente, un hombre golpeado y amargado.

Pero uno nunca debiera ofenderse por el solo hecho de respetarse así mismo, saber quién es, y partir de la premisa de que el otro nunca está libre de pensar y decir estupideces.

Puede el otro tranquilo suponer y determinar para si mismo lo que se le antoje, e incluso convencerse de su mirada y propinarle al otro los juicios que le plazcan. Sacrificándolo incluso si le apetece.

Está en su derecho de orquestar sus elucubraciones y decir todas las tonterías que irrumpan en su boca como si fuera un hombre desquiciado que carece de raciocinio y cordura.

Puede desbocarse tanto como quiera, poner el grito en el cielo y mandar al otro para rematar, si quisiera, a la puta madre que lo reparió.

Sin ponerse colorado e incluso sintiendo que obra debidamente. Ajustado a derecho.

El ser ofendido con mucho menos siempre tiene motivos para entreverarse y mantenerse ofuscado por el accionar del otro.

Si algún día crece y madura, no le va a preocupar que el otro pueda decirle cualquier pavada.


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