El Papel del Abuelo
Era muy chiquito cuando acompañaba al abuelo a trabajar al criadero de pollos. El emprendimiento lo había iniciado mi padre y era el abuelo quien lo llevaba adelante. Así que juntaba los huevos, los repartía a comercios, les daba de comer a las gallinas y cada día recibía a unos pocos clientes.
Yo lo acompañaba cada mañana, cuando tenía cuatro o cinco años. Así que íbamos de un galpón al otro juntando los huevos o alimentando a las gallinas.
Durante la mañana siempre llegaba algún cliente. Muchas veces señoras mayores venían a comprar pollos. Aunque tal vez, nunca lo supe, íntimamente también impulsaban sus pasos la motivación de ver al abuelo.
Eso no lo pensaba por aquel entonces, pero ahora viene, se me ocurre. Y lo escribo.
En cualquier caso la clienta llegaba al mediodía o sobre la mañana. Y pedía como era habitual uno o dos pollos.
Eso ocurría casi todos los días. Así que desde cualquier galpón escuchábamos el timbre, dejábamos lo que estábamos haciendo y salíamos disparados para la oficina.
Al cabo de varios clientes me di cuenta lo que hacía el abuelo. Lo descubrí en silencio y nunca dije nada.
Entonces un día resolví ir a la oficina y le dije que me quedaría escuchando la radio. Todavía recuerdo esa radio naranja que sacaba voces por arte de magia.
Pronto estaba listo. Agarraba hojas de diarios y las ponía con cierto cuidado sobre la balanza. Una sobre otra procurando cumplir el objetivo, que los pollos pesen más. O, a decir verdad, que los pollos pesen lo que tenían que pesar.
Llegó por fin un cliente y el abuelo apareció apresurado. Yo en silencio sólo esperaba que por fin se hiciera justicia. Así que me quedé callado participando de la escena.
Pero el abuelo sacó de un plumazo las hojas que había agregado y eliminó ese peso.
Mi meticuloso esfuerzo de simular las hojas se desmoronaba en menos de un segundo. Apenas las vio, las sacó sin pensarlo.
No dije nada y continué observando hasta que se reveló la verdad.
Otra vez cobraba los kilos de pollo y entregaba doscientos o trescientos gramos de más.
Demasiada injusticia para el trabajo del abuelo.
Yo lo acompañaba cada mañana, cuando tenía cuatro o cinco años. Así que íbamos de un galpón al otro juntando los huevos o alimentando a las gallinas.
Durante la mañana siempre llegaba algún cliente. Muchas veces señoras mayores venían a comprar pollos. Aunque tal vez, nunca lo supe, íntimamente también impulsaban sus pasos la motivación de ver al abuelo.
Eso no lo pensaba por aquel entonces, pero ahora viene, se me ocurre. Y lo escribo.
En cualquier caso la clienta llegaba al mediodía o sobre la mañana. Y pedía como era habitual uno o dos pollos.
Eso ocurría casi todos los días. Así que desde cualquier galpón escuchábamos el timbre, dejábamos lo que estábamos haciendo y salíamos disparados para la oficina.
Al cabo de varios clientes me di cuenta lo que hacía el abuelo. Lo descubrí en silencio y nunca dije nada.
Entonces un día resolví ir a la oficina y le dije que me quedaría escuchando la radio. Todavía recuerdo esa radio naranja que sacaba voces por arte de magia.
Pronto estaba listo. Agarraba hojas de diarios y las ponía con cierto cuidado sobre la balanza. Una sobre otra procurando cumplir el objetivo, que los pollos pesen más. O, a decir verdad, que los pollos pesen lo que tenían que pesar.
Llegó por fin un cliente y el abuelo apareció apresurado. Yo en silencio sólo esperaba que por fin se hiciera justicia. Así que me quedé callado participando de la escena.
Pero el abuelo sacó de un plumazo las hojas que había agregado y eliminó ese peso.
Mi meticuloso esfuerzo de simular las hojas se desmoronaba en menos de un segundo. Apenas las vio, las sacó sin pensarlo.
No dije nada y continué observando hasta que se reveló la verdad.
Otra vez cobraba los kilos de pollo y entregaba doscientos o trescientos gramos de más.
Demasiada injusticia para el trabajo del abuelo.
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Muy tierna la inocencia de ese pequeño justiciero,
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