La mala onda
No me hablen, tengo mala onda.
Por algo será.
Pienso.
La mala onda llega y uno puede decidir abrazarla y experimentarla o procurar escabullirse como fuera.
Y en mi caso, debo confesar, muchas veces no me escabullo. Evito la técnica huidiza porque siento que sería trampearme y vendar mis ojos ante la realidad de las circunstancias que fueran.
Por eso cuando la mala onda llega, sé que es por algo. Y ese algo es un hecho, una información.
Una evidencia.
Podría taparme los ojos y escaparme, apelando al efectivo truco de evadirme de la emocionalidad que se insinúa. Si no estuviera convencido de que la mayor efectividad se logra mirando la realidad de frente, posiblemente lo haría.
Miraría para otro lado o adoptaría el mecanismo de negación, para andar contento y feliz como un niño engañándome por la vida.
Pero como siento que ya soy un niño grande o un hombre adulto, y creo en los beneficios a largo plazo de asumir la realidad y vérmelas con ella, procedo en consecuencia ante la información y los hechos indeseados.
Observo la realidad sin mentirme, mientras reniego un poco para discernir pronto el futuro proceder más efectivo.
Y en vez de evadirme de las circunstancias, me dejo abrazar por la instancia indeseada que produce la mala onda.
No dejo que dure mucho por suerte, pero no me hablen.
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