De Charla de Café
Estuve tomando un café esta semana con un amigo bastante mayor que me insistió para escribir una novela.
Yo hablaba de otras cosas, pero volvía a decirme de nuevo lo mismo.
Y yo hablaba de otras coas, y…
En fin, llegué a casa y recordé un intento que hice el año pasado para escribir con mayor profundidad.
Lo busco, lo encuentro, lo leo y lo comparto.
..………..
Nos vamos a morir, le dijo. Lo miró a los ojos y se quedó en silencio. Date cuenta, nos vamos a morir. Entregaba su certeza como quien ofrece su tesoro más preciado. Una construcción simple pero efectiva que revelaba la sabiduría de la madurez más pura. Nos vamos a morir. Una frase que movilizaba a quien la escuche y que sonaba como un grito de esos labios que luego callaban para permanecer en silencio, viendo como la entrega impactaba primero en los oídos y luego en el alma. Como un puñal que sin querer se insinuaba en el pecho y que decididamente avanzaba, hasta desangrar, hasta morir en el silencio más absoluto donde no era posible encontrar palabras.
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Esos ojos, esos ojos. Los ojos hablaban haciendo retumbar la frase. Decían mucho más que las palabras que enunciaban. Los ojos eran el verdadero significado de la sabiduría, su bendición más auténtica. Eran las palabras que se querían liberar para explicar el mundo, para adiestrarlo o domarlo a voluntad con la única pretensión de asumirlo en su complitud. De abarcarlo para siempre y montarse sobre él como quien decide domesticarlo, aún sabiendo que de cuando en cuando corcoveará para expulsarlo. Para hacerle sentir que lo descubierto es mentira, inundándolo de incomprensión e invitándolo una vez más a la incertidumbre. Donde lo difuso es la norma más preciada del intelecto que se encuentra fallido ante recurrentes zarpazos que buscan la verdad que una vez más se ha evadido.
Esos ojos, esos ojos. Los ojos hablaban haciendo retumbar la frase. Decían mucho más que las palabras que enunciaban. Los ojos eran el verdadero significado de la sabiduría, su bendición más auténtica. Eran las palabras que se querían liberar para explicar el mundo, para adiestrarlo o domarlo a voluntad con la única pretensión de asumirlo en su complitud. De abarcarlo para siempre y montarse sobre él como quien decide domesticarlo, aún sabiendo que de cuando en cuando corcoveará para expulsarlo. Para hacerle sentir que lo descubierto es mentira, inundándolo de incomprensión e invitándolo una vez más a la incertidumbre. Donde lo difuso es la norma más preciada del intelecto que se encuentra fallido ante recurrentes zarpazos que buscan la verdad que una vez más se ha evadido.
Los ojos entregaron su ser. Reflejaron la pureza de una predisposición que invitaba a la vida. No, no. No era la invitación a la muerte. Era una mano extendida repleta de amor que procuraba tomarlo para siempre. Llevarlo sobre el tiempo. Sobre los sueños. Sobre esas circunstancias que desplegarían intensidad en los momentos más simples, pero siempre sublimes de la vida.
Despertate. Tonto. Dale.
Me escuchás. Mira. Sí, digo. No revelo que sus palabras me han impactado para siempre. Que su mirada quedará grabada toda la vida en el interior de mi cuerpo, en un espacio de silencio y complicidad que me acompañará toda la vida. Su mirada una vez más sella el momento hasta la eternidad. Me hace preso involuntario de una verdad absoluta. Me escuchás. Si, sí. Claro que te escucho amor. Nunca podría dejar de escuchar la intensidad de tus palabras, la sabiduría de tu mirada. Pienso en silencio, me repito. Tu ser revelando el secreto más sencillo y extraordinario que sintetiza el único, verdadero e inalterable sentido de la vida. Grandilocuente, sí. Pero un comentario así no podría privarme ante tal suceso. Lo escribiría de vuelta. Y si la tuviera entre mis manos, la besaría como nunca, dejándole todo mi ser para siempre en su alma. Gracias amor por tus palabras, por mirarme a los ojos por decirme en verdad te quiero. Pienso y siento desde el silencio, en un fugaz instante que enaltece la vida.
Te quiero. Te quiero. Saldría a correr por el mundo y gritaría. Daría la vuelta de manzana gritando. Besaría a José en la frente antes de salir corriendo del edificio, dar la vuelta a la esquina y comprar las rosas amarillas. Te quiero, amor. Te quiero. Las palabras no relatan la esencia. Son una máscara que procura exhibirla, pero en verdad se escurren ante el decir que pocas veces se revela. Te quiero. No son las palabras, son los gestos. No, no. No son los gestos, son las miradas o los momentos. Nada de eso. Es un conjunto de sensaciones diversas que revolotean entre perturbaciones que conmueven el ser y logran revelarse, apropiándose de gestos, voces, miradas y sensibilidades que a veces delata el cuerpo, y a veces se resguardan en la mezquindad del silencio.
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