La palabra ajena
Desde chico lidio con la palabra ajena. Y como todos los chicos esa palabra cada vez que era maliciosa, cizañera y provocativa, me resultaba perjudicial.
Me entristecía esencialmente.
Entonces la recibía en silencio, imposibilitado de recursos para procesarla, comprenderla y rechazarla sin que me afecte en lo más mínimo.
Por el contrato la palabra hiriente me afectaba profundamente y me impulsaba a un malestar extraño, haciéndome residir en esa zona infranqueable de silencio, tristeza, soledad e incomprensión.
Vivir dentro de una tristeza profunda es una posibilidad cercana para cualquier niño que recibe una palabra hiriente, elocuentemente dañina.
Y ese tipo de palabras las recibía con cierta frecuencia a partir de la indolencia de una persona poco desarrollada obnubilada en sus expectativas y caprichos, que suponían esencialmente que el otro debería proceder y ser según sus pretensiones.
Una alternativa imposible de cumplir para quien cree en uno mismo y no resigna por ningún precio del mundo su voluntad y autonomía para decidir quién es y quién quiere ser.
Así que durante la infancia conviví con cierta recurrencia con palabras como “raro” por ejemplo, o “complicado”, por decir algunas.
Síntesis que en el trasfondo revelaban el enojo del otro ante la rebeldía de quien no se somete a los designios ajenos y se hace cargo de su vida pagando los precios que fueran.
De grande esas palabras se difuminaron o no sé por qué se disciplinaron, hasta que desaparecieron por completo, aunque muy ocasionalmente pueden emerger.
Y si bien no son esas y son quizás otras, ya no tienen ningún peso, están totalmente debilitadas y solo sirven para comprender al otro en sus limitaciones e inseguridades.
No sé bien para qué escribo esto, aunque quizás sea para terminar de exorcizar las palabras hirientes que supe recibir, honrar al niño que tuvo la valentía de imponerse hasta doblegarlas.
Y generar consciencia de las palabras que les zampan a los chicos.
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