viernes, 15 de marzo de 2019

Filosofía barata y perjudicial


No es un día normal, hace bastante frío pero está soleado. Igual la gente anda sin remera o en malla. 

Sobre todo en la playa.

Son las ocho de la mañana y decido agarrar la bolsa con los lentes, la crema para protegerme del sol y dos libros. Me pregunto si llevo la radio o no. Y si llevo el cel o lo dejo.

Recuerdo una técnica de mindfulness y decido honrarla. Nada de multitareas, voy a concentrarme en el momento que decido vivir para que no se escabulla el presente. Así que agarro la reposera, salgo por la puerta, llamo el ascensor, bajo tres pisos.

Camino hasta la playa.

El aire es fresco pero no hace tanto frío en marzo en Mar del Plata. Así que avanzo mientras reafirmo la decisión de pasar un rato junto al mar. Miro con amplitud y siento que no hay una decisión más inteligente que pueda haber tomado. Así que camino sobre el caminito de madera que me lleva hasta la playa y busco un lugar que tenga una vista extensa del mar y la arena.

Hago un reconocimiento panorámico, me siento en la reposera, agarro un libro y me pongo a leer.

Siento a lo lejos un grupo de gente que se acerca hacia mi sector. Levanto la vista y veo.

Son un contingente de jubilados que vienen dicharacheros. Se acercan ruidosos, bulliciosos, con cierta alegría que puede percibirse con facilidad.

Me alegra verlos a lo lejos mientas pienso que no podían hacer nada mejor que estar esta mañana de marzo en Mar del Plata. Debe ser gente inteligente, pienso, y vuelvo al libro.

-Ahí está el torreón -dice uno de ellos.

-¿Ese? - pregunta una señora.

-Sí.

-Qué maravilla!!

Escucho mientras se acercan. Vienen cargados con sombrillas, heladeras y algunas sillitas playeras.

-El mar está azul -dice otra señora.

-Más o menos -se escucha a un señor-. Pero si quiere se lo pinto.

Se ríen varios y todos somos felices. Ellos que participan del contingente y yo que me alegro con ellos mientras los veo y escucho.

Vuelvo a mi libro luego de mirar la vista panorámica. Se ve el mar extenso, la arena muy amplia también porque hay muy poca gente en la playa. Tenemos prácticamente toda la playa para nosotros. Solo se perciben unas pocas personas esparcidas en el lugar.

Los jubilados se aproximan y me sobrepasan. Se ubican un poco lejos sobre mi derecha mientras acampan con sus cosas. Bajan las sombrillas, apoyan las sillitas, los termos…

A la izquierda a lo lejos advierto que vienen dos jubiladas que habían quedado rezagadas. Traen una reposera sosteniéndola una con cada mano. Van a sobrepasarme y se van a unir al grupo, pienso. Cuando de pronto dejan caer la repostera frente a mí, a un metro en una clara parada para continuar el viaje.

-¿Dónde la consiguieron? -grita un jubilado desde lejos.

-Allá -revuela la mujer la cabeza hacia su izquierda, indicando el lugar donde hizo el negocio.

-¿Cuánto? -grita el hombre.

-Sesenta, sesenta pesos.

Vuelvo al libro mientras espero que las jubiladas retomen su trayecto para unirse a su grupo. Pero advierto que la señora se sienta con placidez sin el menor de los titubeos. Confirmando que la mala educación se manifiesta en las situaciones más inesperadas, como esta nimiedad que consiste en ponerte una repostera pegada enfrente, cuando tiene disponible toda la playa. 

Situación clara que expresa que la parada circunstancial era el destino definitivo.

Me encuentro sorprendido ante la situación, no puede ser que teniendo toda la playa disponible se ponga enfrente mío a un metro tapándome toda la visión. Es un acto imprudente, de despreocupación y desprecio por el otro, una actitud más de la decadencia cultural que se manifiesta en las circunstancias más diversas, y una resolución imbécil de un ser que no tiene el más mínimo cuidado por el otro. Es propio de alguien que honra la filosofía barata y tan perjudicial que tanto daño le hace a nuestro país y que puede sintetizarse con una frase.

Me cago en vos.

No puede ser, me digo. No voy a convalidar la situación porque es en verdad humillante. No hay derecho a taparme toda la visión, a obstruirme la vista que me había procurado y a zamparme en las narices una señora de espaldas que me obstaculiza todo el panorama.

Me siento indignado, burlado en mi condición de asistente a la playa y creo que debo reparar la situación de alguna manera. No puedo permitir que cierto espíritu pusilánime me persuada de retirarme u olvidarme de lo sucedido como si nada hubiera pasado. Sería favorecer el despliegue de esa denigrante cultura, en vez de enfrentarla para procurar educarla.

Me levanto de repente, pongo el libro en la bolsa, agarro la repostera. Camino unos dos metros, justo un metro delante de la señora.

Pongo la reposera bien delante de ella. 

Me siento tranquilo.

Y recupero la vista panorámica.



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