sábado, 14 de noviembre de 2020

Un día a la vez

 

Voy a hacer una suerte de confesión con ánimo de contribuir para favorecer el sentido crítico y la reflexión inteligente ajena, influenciando de la manera más sana y positiva que pueda.

Para eso escribo.

Desde hace tiempo, con intención y la mayor convicción del mundo. Que aveces por supuesto está como reticente o dubitativa.

No siempre uno tiene claro lo que quiere decir.

Pero en este caso, sepan, lo diré todo. De manera clara y sencilla. Sin rodeos, titubeos, ni mayores preámbulos que retarden lo esencial para distraernos en lo accesorio.

Vivo un día a la vez.

Sospecho en principio que puede ser porque me estoy poniendo viejo. El viejo de alguna manera tiene mayor oportunidad de avivarse.

De darse cuenta.

Entonces si vivió con cierto espíritu curioso propio del aprendiz que quiere desentrañar la madeja, algo advierte. 

Primero sospecha, pero luego vislumbra.

Y finalmente ve.

Ve con una claridad que nunca podía advertir antes de la sospecha y que solo se vuelve evidente luego del entendimiento.

Por supuesto el entendimiento es dinámico, cambiante, impermanente.

Pero cuando aparece o emerge con toda la fuerza es funcional y efectivo.

Por eso es conveniente estar abiertos a esa suerte de elucidaciones finales que nos dicen que es por acá.

O por allá.

Y nos sirven.

Corroboramos, reafirmamos y sostenemos.

Es como el gimnasio en algún punto. 

Uno, dos. Uno, dos.

Advierto, corroboro, reafirmo.

Es así, de nuevo…

Hay que vivir un día a la vez para que no se nos escape la vida. Si ya se escaparon días, semanas o años, no importa.

No se escapa un día más.

Aunque debo desdecirme y aclarar que no hay que, nada. 

Cada uno debe hacer lo que quiere, lo que siente. Lo que dicta lo más auténtico de su ser.

O lo que se le antoje.

Quizás solo sugiero la conveniencia de vivir un día a la vez para celebrar que estamos vivos, honrar la existencia.

Y aprovechar el tiempo.

Vivir cada día es una oportunidad que conviene tomar. Tonto sería si la dejase pasar.




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jueves, 5 de noviembre de 2020

Nos vamos a morir..

 


Porque sencillamente nuestra generación o los contemporáneos han estado zonceando entre cuestiones de aparente urgencia de las cotidianeidades diversas y han desatendido drásticamente la determinación de resolver el tema más importante de todos.

La muerte.

Tonteando de alguna manera la finitud se encamina a doblegarnos a todos. 

Mientras levantamos un barrilete o miramos vaya a saber qué información vanamente importante pero en apariencias significativa, marchamos como corderitos hacia un final de nuestras vidas.

Sí, me quejo.

Pueden decir ustedes, ¿pero vos qué hacés para quejarte? 

Bueno, me quejo porque esa queja está de alguna manera en el radar de mis posibilidades. Me quejo porque creo en verdad en la queja como fuerza movilizadora para producir cambios. 

Y también me quejo, sepan ustedes, porque es fácil quejarse.

Mucho más difícil es enfrentar con convicción indeclinable el problema que fuera, poner manos a la obra y resolverlo. 

Y, si el objetivo no se alcanza, llegar hasta el mayor avance posible tendiente a solucionar lo que fuera y encaminar nuestras intenciones o caprichos hacia sus consecuciones finales.

¿Qué hay que hacer?

En mi convencida opinión hay que dejar un poco de ver la telenovela o los enredos de las urgencias diarias para centrarse en lo importante con ánimo de avanzar con toda la determinación del mundo y lograr por fin abrir cierta ilusión.

Ilusión que podría prometernos primero vivir doscientos años.

Y luego, vivir tanto como queramos. Jóvenes, lúcidos y fuertes.

Por supuesto, acá nadie está proponiendo que seamos viejitos con achaques imposibilitados de hacer deporte, andar en bicicleta, practicar el salto del tigre o discursear lo que fuera con cierta razonabilidad para que el espíritu crítico quizás mal intencionado, escuche o lea, y luego diga.

Miren las pavadas que dice ese viejo gagá.

Nada de eso, lo que necesitamos y debemos construir es la posibilidad de vivir primero muchísimos más años y luego eternamente.

Hagan ustedes lo que puedan, pero hagan algo.

Yo prometo no aburrirme ningún domingo, sea lluvioso o soleado.






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viernes, 30 de octubre de 2020

La palabra que incomoda


De manera antagónica con el acomodaticio, la palabra que incomoda rechaza el espíritu pusilánime y se enfrenta a la incomodidad que provoca.

Detesta la complacencia, la condescendencia y la vocación de chupamedias propia de seres que se degradan para obtener cualquier favor o privilegio.

Lejos de callarse y asentir cobardemente, la palabra que incomoda se pronuncia cada vez que lo considera necesario para transformar el mundo de forma positiva.

Emerge sin titubeos para inquietar, perturbar, hacer pensar.

Redefinir los cursos que complacientes y acomodaticios reafirmaban por cobardía, carencia de sentido crítico o mezquina especulación personal.

La palabra que incomoda jamás convalida el despropósito ni los caprichos desafortunados de quien en forma circunstancial pero en apariencias permanentes, dirige la batuta y corta el bacalao.

El hombre que libera la palabra que incomoda se respeta a sí mismo y se juega por quien es.

Tiene la dignidad que a los acomodaticios le falta.

No declina ante el poderoso, la mirada reprobatoria ni las prebendas que suelen premiar las actitudes condescendientes propias de quien ejerce de obsecuente.

Su actitud es constructiva y está centrada en transformar el mundo que fuera en forma positiva.

Molesta y perturbadora, es la herramienta esencial para lograrlo.

Por eso quien abre la boca para pronunciar la palabra que incomoda, la suelta cada vez que es necesario.




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miércoles, 28 de octubre de 2020

El hombre escéptico


Ya no creo casi en nada, ni en la verdad.

Una suerte de escepticismo irrevocable me tiene apresado. La negatividad me invade y la decadencia que percibo a diario la fundamenta de manera caprichosa e irrevocable.

Todo lo veo degradado, todo lo veo para atrás.

Podría escribir sin titubeos que el mundo es un despropósito por estos tiempos y el ser humano es una obra cada vez más errática e imperfecta.

Los atisbos de optimismo vienen por supuesto y los atrapo.

Obviamente que no todo está perdido. Bien podría seguidamente escribir algo antagónico con lo que vengo diciendo. Y desdecir cada uno de los párrafos.

No sé por qué se confía tanto en la decadencia, se ensalza y se glorifica.

Se milita sin pudor y hasta con orgullo.

Antes lo que estaba mal estaba mal y lo que estaba bien estaba bien.

El mayor despropósito de estos tiempos es que procuran hacer creer que lo que está mal está bien.

Y no, no está bien.

Lo que está mal, está mal.

Matar por ejemplo está mal pero hay gente que se enorgullece de eso y hasta milita para asesinar bebés.

El hombre escéptico en sus entrañas algo de razón tiene, se basa en la observación de las negligencias del ser que exhibe niveles de degradación inaceptables, aunque hay que ser justos y decir que el mundo no es una porquería.

Es tal vez la posibilidad de abandonar el escepticismo en base a un accionar inteligente que lo supere, con la expectativa de que el hombre ascienda a la virtud que parece haber abandonado.

Este cuento es lindo y al menos da ánimo.

Quizás es bueno leerlo cada tanto.




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sábado, 24 de octubre de 2020

Ensayo sobre el liderazgo


No puedo creer que gente tan inteligente se deje embaucar por pantomimas. Y menos que las estimule y fomente a fuerza de decisiones y beneplácitos que la alientan.

Lo sé desde chico, porque cuando alguien es curioso por naturaleza y sin querer queriendo quiere escrutar al ser humano con sus comportamientos, descubre lo evidente.

Lo ve todo.

Y eso siempre me ha inquietado por las consecuencias que tiene y la relevancia que termina teniendo en la cotidianidad de todos.

El tema creo que es más o menos así...

Hay un líder. Hay. Es decir hay uno que es el mandamás, el que lleva la batuta. Uno así hay en el vericueto que sea. Puede ser líder mundial o llevar la voz cantante del barrio, siendo una suerte de autoridad incuestionable que indica el camino.

Qué camino?

No importa, el que sea.

Ese tipo o tipa es el que manda, el que corta el bacalao y le explica o no le explica nada a sus súbditos, porque solo indica.

O solo puede indicar, si así prefiere.

Dice para acá, para allá.

Ahora firulete.

No importa, lo que sea. La cosa es que el tipo o la tipa mandan y deciden, y muchas veces se rodean sin querer queriendo por pusilánimes que le llevan la corriente a toda costa.

Cuanto más tontos y cobardes mejor, porque lo relevante es que sean verdaderos pusilánimes que obedezcan sin chistar y no pongan el más mínimo reparo ante la disposición del jefe.

No están para hacerlo pensar, están para congraciarle hasta en sus caprichos.

Eso desencadena dos problemas relevantes que sería conveniente atender.

Por un lado los pusilánimes pueden entusiasmarse en su mezquino camino al éxito y transformarse en lame botas para lograr ascender en una carrera indigna pero que los puede dotar de cualquier jerarquía que cubra sus intereses y reconforte su ego.

Y por otro lado el jefe o la jefa queda intrincado en un séquito de tontos que le dan la razón y afirman condescendientemente que todo lo que observa, piensa, dice o dispone, es correcto.

Porque al jefe no se lo contradice y se le rinde pleitesía, obediencia.

Obsecuencia.

El jefe es un grande, el más vivo de todos.

El problema esencial de todo esto es el desarrollo del líder, porque cuanto más limitado es, mayor es la habilidad que tiene para rodearse de obsecuentes que se esmeran en darle la razón aún en sus peores equivocaciones para que esté siempre feliz.

Ya saben, los obsecuentes no lo hacen pensar y como consecuencia no lo ayudan a tomar mejores decisiones. Porque lo acompañan hasta en el error para acentuarlo.

Por suerte hay otros líderes mas desarrollados que piensan que siempre pueden estar equivocados, y eso los favorece para escuchar, tomar mejores decisiones y alcanzar el mejor desempeño posible de su rol.

Gracias a esa actitud nos beneficiamos todos, los del barrio y los del planeta.




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viernes, 23 de octubre de 2020

El elogio


Hace tiempo que no recibo ningún elogio. Podría inquietarme por este tema pero en verdad no me inquieta en lo más mínimo.


Cualquier persona que no dependa del elogio tiene una ventaja inconmensurable, gana libertad y se escabulle de los ojos de los demás.


Sin importarle que lo juzguen.


Es sin dudas una decisión conveniente escabullirse de la apreciación ajena y enajenarse del juicio del otro aunque fuera positivo.


Es cierto que cualquier elogio suele ser reconfortante y regocija el ego. Pero si uno se distrae, se entusiasma con la bendición ajena y luego termina condicionado por lo que vaya a decir Juan Pérez o Josefa.


A todas luces es mejor evadirse de ellos y tantos otros que desde la tribuna pueden criticar, alabar o enjuiciarnos.


Por ahí nos distraen de lo que verdaderamente somos y terminamos siendo una suerte de marionetas para congraciarnos.


Es preferible vivir sin elogios para centrarnos en nuestro ser, afirmarnos en lo que auténticamente somos y hacer siempre lo que en verdad queremos hacer.







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jueves, 22 de octubre de 2020

El pequeño tirano


Fue al instante que me di cuenta que el jefe de familia sería el niño. La consecuencia de los hechos no me ofreció la más mínima de las dudas.

Yo emprendería de alguna manera la retirada y el bebé sería quien definiría nuestro mundo.

Sin hablarlo jamás, los tres estábamos taxativamente de acuerdo.

No había nada que pensar ni discutir. Solo bastaba corroborar en los hechos las procedencias de ese nuevo poder que entraría en juego en nuestra cotidianeidad.

Y por eso ahora lo observo, callandito y sin chistar.

Se está desplegando de manera contundente e innegociable desde el inicio. Cobra nuevas formas pero no desiste jamás de la determinación. Es una fuerza arrolladora que resuelve el mundo a su voluntad.

Nosotros apenas si titubeamos o contemplamos esa intención ajena que emerge de repente y siempre cumple sus caprichos.

Santino no habla aún de corrido pero hace tiempo distingue todas las letras y dice muchas palabras. También maniobra su poder con una habilidad inusitada.

Nos maneja con recursos que han resultado infalibles para su propósito. Tiene la extraña destreza de hacer una combinación de todos ellos de manera perfecta para lograr siempre sus cometidos.

El bebé se levanta temprano y viene al sillón donde estoy con la computadora o el teléfono respondiendo mensajes. Agarra un libro y se me hecha encima. 

Es una forma sutil de decirme que mi tiempo terminó.

No importa lo ocupado que esté o la importancia de las supuestas urgencias. 

En realidad en el fondo tiene razón, el hecho de que en algún momento muramos pone en evidencia que esas urgencias irrenunciables eran vestigios de alguna manera de algo que se percibía realmente importante pero esencialmente conllevaba un espíritu irrelevante.

Aunque cueste entenderlo.

Así que suelo forcejear un poco pero siempre hasta el primer gruñido porque lo que prosigue es mucho peor.

Ya lo he probado.

Si yo no suelto el celular y pongo las manos en el cuento, lo que puede ocurrir es lisa y llanamente catastrófico.

Al gruñido que alerta de inmediato lo siguen gritos desaforados y movimientos corporales endiablados. Santino se revela contra la existencia y revolea la cabeza maldiciendo el mundo. Grita como loco, tomado por una fuerza que parece dominarlo.

No hay como calmarlo.

Parece que no escucha mis primeras palabras y directamente enloquece. 

Se lanza con cuerpo y alma para atrás, con la intención de ajusticiarse sobre el piso. Mientras yo procuro contenerlo como sea, con firmeza y condecendencia.

Estás loco, suelto en un intento desesperado por calmarlo. Mientras muestro que estoy con el libro que vamos a leer.

Sigue revoleando la cabeza y tirándose para atrás para reafirmar la calamidad que está dispuesto a cometer. 

Persiste desquiciado cuando trato de contenerlo como sea.

De repente escucha, me mira con los ojos llenos de lágrimas y se calma.

Tengo las manos en el libro, lo tengo desde la espalda. 

Vuelve la mirada al cuento para corroborar que todo esté en orden.

Y aquí no ha pasado nada.





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viernes, 16 de octubre de 2020

Otra oportunidad


La vida tiene infinitas oportunidades.

El tren no pasa una sola vez.

Esa creencia es respetable por supuesto para quien la sume. Pero es una creencia nostálgica, sufrida, lamentable.

Quien la tiene vive cierta desazón al prensar que el tren ya pasó y no podrá volver a subirse.

Quedará solo con el pañuelito blanco en la mano saludando desde el andén.

Hay quien vive así la vida. Cree que la oportunidad se presentó una vez y que ya no volverá.

Era esa única vez que pululó, emergió y pasó.

Esa creencia debilitante y nostálgica justifica la carencia de logro y deja al ser sumido en la imposibilidad. Lo invita a residir en el fracaso y a fundamentar con mayor o menor esmero la situación establecida.

El mundo que vive ante la oportunidad escabullida.

La elección de esa creencia es respetable pero no parecería conveniente para lograr resultados. Para crear la vida que queremos y ser quienes decidimos ser, asumiendo nuestras potencialidades.

La vida está repleta de oportunidades. Con los ojos abiertos se ven oportunidades por todos lados.

Y si no se ven, siempre se pueden imaginar. No para honrar lo fantasioso, sino para crearlas cada vez que haga falta.

De hecho cualquiera que respira puede advertirlo con facilidad.

Cada día es una nueva oportunidad.





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