viernes, 26 de abril de 2024

La vejez



No me preocuparía la vejez en lo más mínimo si tuviera muy pocos años. Pero como voy sumando añitos el tema me inquieta y lo observo con atención, enajenado actualmente de cualquier dolor, malestar o achaque, lo miro de reojo para sobrellevar la cuestión de la mejor manera y no facilitar que la vejez haga de las suyas.

Con la excepción de las arrugas, que no es algo que me ha inquietado y debo confesar que la desatención hizo que la maldita vejez haga de las suyas y me llene la cara de arrugas.

Digo, para exagerar. Aunque es cierta la desatención en esa materia, el rechazo a ponerme cremas, y el aprovechamiento de la vejez que se valió de ese resquicio para marcarme el rostro con el sello del paso de los años.

Hasta ahí de momento la dejo y me replanteo esta tendencia a esquivar cremas por su carácter en parte molesto, pegajoso, o antinatural de algún modo, porque trampea la evolución inercial de la naturaleza, que avanza hacia una rítmica y armoniosa transformación del cuerpo de las personas, sin interferir con químicos o lo que fuera para torcer la voluntad existencial.

¿Enroscado yo?

No, tal vez, quién sabe. Tengo mis termitas y escribo en parte para desenroscarme. Uno se va desanudando con la ayuda de las palabras, la voluntad de escribir y la disposición de alivianarse y resolverse en cada uno de los meollos que lo asisten, con el fin de sanarse en todo o en parte de lo que tuviera que sanarse.

Creo que el avance es bueno, y recomiendo meter mano a las palabras, que en definitiva para sintetizar en última instancia no solo nos apiolan, sino que nos destraban y nos resuelven.

Y si bien doblé en la esquina para pasear por otro barrio, no me olvido de la relevancia de la vejez y la conveniencia de asumirla con la mayor inteligencia posible, no solo para disminuir o evitar sus efectos negativos, sino para apalancarse en sus más diversas posibilidades, que llevan al hombre a tener una mesura, una comprensión, un equilibrio y una madurez que es una posición tan beneficiosa como reconfortante.

Aunque no todos los viejos acceden a esa bendición que puede construirse gracias al paso del tiempo y algunos ni siquiera la aspiran, recluyéndose en sus propios caprichos y cegueras hasta el último día de sus vidas. Para morirse convencidos que siempre tuvieron razón en sus terquedades y síntesis. 

Solo la humildad, la apertura de escucha y la convicción por no mentirse, evolucionar y transformarse pueden ser un puente hacia esa adultez que se destaca en la vejez.

Y es fácilmente reconocida en los adultos desarrollados. 

De lo contrario uno puede ser un viejo caprichoso, quisquilloso, rezongón y cascarrabias. Lleno de achaques y malestares, intoxicado en ruidos mentales que lo envenenan por sus propios cuentos, sucumbido en la desgracia de vivir en los recuerdos sin aceptar la vida que pasó en vez de ilusionarse con la vida que está por delante.

Y lanzarse a construirla.

Y esto la verdad que no tiene nada que ver con la edad.

Está lleno de jóvenes viejos y de viejos que mueren jóvenes.



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