martes, 6 de junio de 2023

Abecedario de la personalidad


Tranquilamente podría decir que yo soy c, d o efe.


Jota o k.


O m, según la ocasión.


Las convicciones y la voluntad sincera del ser, que en vez de camuflarse en disposiciones ajenas acepta sus verdades y se hace cargo de ellas.


Por más incómodas que fueran. Y por más desagrados que ocasionen.


El problema es que el otro muchas veces amalgamado con otros, afirman que son a, b o c.


O lo que fuera.


Al unísono.


Hasta ahí todo bien. Ningún problema.


¿Entonces?


El conflicto surge cuando luego de que yo digo en mi entorno inmediato familiar que soy r, o, p o lo que fuera, se aprestan a la disputa.


Son efe por ejemplo o g, no importa.


Todos son la misma letra de manera innegociable. Y se dan manija mutuamente reafirmando la letra como única elección esperable y acertada.


Lo relevante es que si son g no aceptan que yo sea r, o p, o lo que fuera.


Y encima tienen la suerte que ante la disyuntiva que fuera ellos son todos s, ñ, v o lo que fuera.


Y yo muchas veces no coincido, entonces afirmo que soy una letra distinta y honro en consecuencia la elección sin inquietarme en lo más mínimo por la elección ajena.


Es ahí, en ese preciso instante donde emerge la hecatombe y me transformo en una suerte de oveja negra por el solo hecho de ser la letra que fuere, y por tener en algún punto la mala suerte de que no coincida con la del rebaño.


Caen entonces con la furia de quien exige la dimisión y el disciplinamiento, y encuentran el rechazo determinado de quien sabe lo que es y no está dispuesto a transfigurarse para el contento de la minúscula masa.


Piden explicaciones, descalifican la elección ajena, caen con furia sobre el supuesto díscolo que no es más que un buen hombre que decide por si mismo u opina lo que opina, importándole un bledo la decisión ajena, pero respetándola con todo el ímpetu del mundo.


Si son eme, está bien, si son v o b, está bien también.


Lo que elijan está bien, y no hace falta pedirles ninguna explicación ni zamparles toda la agresión imaginable porque por oposición al descrédito de la diferencia, existe el respeto irrestricto a la elección ajena.


Son así, muy bien.


Opinan así, muy bien.


Eligen eso en vez de lo otro, perfecto.


No hay nada que recriminarles y mucho menos que corregirles.


Pero no se produce reciprocidad en lo esencial, que es la aceptación del otro con sus propias arbitrariedades.


Quizás, sospecho, por la inseguridad de quien no está tranquilo con sus elecciones que son quizás consecuencias de la voluntad mayoritaria que encausa al rebaño para acá o para allá.


Así que siendo yo d, n, h o lo que fuera, según me llame la autenticidad y la voluntad honesta de mi ser, debo aceptar el enfado, el agravio, la recriminación y la violencia de miinúscuoas masas inseguras, que se enncolumnan amoldándole a lo que fuera y detestan la decisión de un humilde ser que solo se hace cargo de ser quien es sin molestar a nadie ni ocasionar perjuicio alguno.


Salvo la exaltación y el enojo de quien no acepta la diferencia y quiere que sean todos sean g.


O todos n.


Y yo debo confesar que si soy J, soy J de manera indeclinable, por más ofuscados que se pongan los susodichos y por más represalías que puedan imaginar.




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