jueves, 4 de mayo de 2023

El gordo de adentro



Hace años tuve que aceptar que adentro vive el gordo y que de alguna manera era necesario negociar con él.


Su postura siempre fue clara e indeclinable. Y lo es en estos días. Sabe muy bien que quiere esto y también lo otro, y si es posible de manera desmesurada, insaciable, porque el gordo no tiene límite, es toda convicción y voracidad, sin posibilidad alguna de que desista en sus próximos bocados, porque lo único que tiene claro es que quiere más.


Siempre más.


Si no fuera por esa determinación irrefrenable quizás nos llevaríamos mejor y no andaríamos a los tirones, yo cediendo cada tanto y el gordo refunfuñando cada vez con más frecuencia porque le digo que esto no, y que lo otro tampoco.


Sobre todo desde que la ley de etiquetado marca como venenos algunos productos que pasaban más desapercibidos.


Dejate de joder, dice el gordo. Exceso de azúcar, de grasas, de que se yo qué cosa. Sos tan idiota que no sabías? -me provoca.


Una cosa es saberlo o sospecharlo con total certeza y otra es que al ver el producto a uno le digan de alguna manera, cuidado, si le interesa su salud, piénselo dos veces. 


Por acá no es.


Por eso al gordo le digo que debe ser más comprensivo porque cualquier ser racional se refrena, se detiene ante la intención que anuncia el perjuicio a su salud. Y si va a avanzar, el mismo ser reflexivo, lo hará con cautela, con cierto sigilo, restricción.


Lejos de cualquier atracón.


El gordo escucha sin querer escuchar, rezonga y se queja recordando que antes de eso ya venía en retroceso.


Que no venga ahora a excusarme con esa perorata porque la disminución en exclusión del veneno se produjo de manera sistemática bastante antes del etiquetado. 


De una docena de churros hace años, a media docena, a tres churros. A dos churros.


A ningún churro.


Todo sea por ver como queda la bolsa de papel al otro día con los churros sobrantes desbordada de grasa y en la ruina.


Se lo hice saber al gordo y hace tiempo a regañadientes lo ha aceptado, pero reclama también por las habituales facturas de antaño.


¿Qué pasa ahí?, me dice. Te creés que soy tan boludo que no me doy cuenta?


Mové esas piernitas flaquitas y traete unas facturas como hacías habitualmente.


Vamos, seamos felices que no vas a vivir cien años.


Son mejores las nueces y almendras, le digo. 


Pero el gordo no cede y vuelve a la carga. Cada tanto me convence con el tema de que estoy muy flaco, que no puedo perder peso.


Que le meta un poco al menos con un flancito de dulce de leche, o unos alfajores.


Lo que sea.


Puede ser peligroso para mi salud estar muy flaco, me recuerda.


¿Mirá si te enfermás? No tenés resto, me dice. 


Además, a tu edad se empieza a perder musculatura, me recuerda. 


Y me dice que no ande con chiquitas. Que avance con todo. La vida es una sola. Que es ahora, que es hoy. Que avance, me de los gustos y me permita unos buenos bocados de lo que se me antoje.


Si igual nos vamos a morir, me recuerda.


En esas instancias de alguna manera acordamos y lo embucho.


Le mando chocolates y helados a discreción, y sobre eso nunca discutimos.


Porque sobre los helados y este chocolate no se discute.


Ahora mismo vamos a comer otro más.




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