sábado, 3 de marzo de 2018

El buen camino


Me inquietan muchas cosas pero entre ellas quizás nada me inquieta más que el tema del camino. Tal vez por eso me detengo, miro u observo.

Uno queda como enredado en aquellas cosas que lo inquietan hasta que en determinado momento las afronta, las escribe y de alguna manera se las saca de encima. Presumiblemente con la intención de liberarse, propósito por el cual vale la pena luchar y ofrecer resistencia.

Si algo me gusta son los rebeldes que miran la mirada ajena como diciendo, qué te pasa. ¿Cuál es el problema?

Y siguen con sus cosas, andando en patineta, sacando la sortija, levantando un barrilete o viviendo en varias ciudades a la vez.

Reconozco que cada uno puede hacer lo que quiera, lo que se le antoje. Y nada es mejor que usar esa arbitrariedad para desplegar la vida. Pero pocas cosas me generan más respeto y admiración que las personas que se hacen cargo de lo que son y asumen su auténtica singularidad para construir la vida que quieren vivir.

Hincho por ellos.

Uno no está por supuesto para subirse a una tarima, observar ciertos aspectos de la realidad y señalarlos con el dedo como si fuera a ofrecer alguna visión infranqueable que determine lo que está bien y lo que está mal. 

Apenas si observa, se inquieta y comparte cierta inquietud para que otro se disponga al juego de interpretar las cuestiones del asunto y saque sus propias conclusiones, tal vez para reafirmar su vida.

O para transformarla.

Aún no puedo creer la cantidad de niños grandes que viven guiados por la mirada ajena. La honran en su cotidianidad y en ese mismo instante desprecian la vida. 

Si uno es exagerado.

Si es moderado puede presumir que la desaprovechan o la malgastan.

Gastan su tiempo en deberías que preconfiguran su existencia y se extravían a sí mismos para brindarle pleitesía a expectativas ajenas que miran con atención para establecer sentencias.

Entristece quizás que hombres y mujeres adultos sigan la supuesta buena senda, entrampados en ciertas certezas cuestionables, que marcan los pasos que deben seguir para no errar el camino.

Y en esa voluntad sumisa y condescendiente, no hacen otra cosa en muchos casos, que rechazar la existencia y la posibilidad de construir el mundo en el que vale la pena vivir.

También hay gente que genuinamente se adoctrina por coincidencia auténtica con los mundos esperabables que suponen muchos que deben habitar. 

Bravo por ellos, se sacan un problema de encima en esa suerte de disciplinamiento genuino que los reconforta.

El tema es el hombre que vive la vida que no quiere vivir, que es arrastrado por las excusas que alivian su responsabilidad y pasa su tiempo evitando las circunstancias que genuinamente quiere vivenciar. 

Muchas veces es por comodidad, para evitar problemas, prejuicios o incertidumbres.

Pero ese burdo truco es en realidad una destreza que ejerce la sutil cobardía, que lo delimita denigrando sus posibilidades.

Dejándolo en el lugar que muchas veces no quiere estar.

Por eso quizás uno admira a los rebeldes, que inquietan las miradas ajenas hasta perturbarlas, pero siempre celebran la existencia al seguir sus auténticas convicciones que construyen las vidas que quieren vivir.



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