domingo, 13 de febrero de 2011

La Explicación Definitiva


Eso era antes.

Antes buscaba la explicación de las cosas.

Como un niño inquieto miraba asombrado la vida. La percibía desde arriba, desde abajo…

La miraba para saber de qué se trataba.

De modo que caía en las más disímiles inquietudes del ser humano. Con ánimo de bucear en sus condiciones para procurar entendimiento.

Una explicación tan pretensiosa como fallida.

Que me animaba a recomenzar el juego. Como un entusiasta participante que confía en el resultado.

Y queda luego con las manos vacías.

Pero hace unos días que resolví desistir. No de la búsqueda auspiciosa y estimulante. Si no de la explicación definitiva.

Creo que no se trata de una rendición ni mucho menos. Es tal vez un descanso ante el objetivo pretensioso.

El otro día decía que al ser humano lo exceden las palabras. No alcanzan para comprenderlo. Para descifrarlo. El hombre se escabulle siempre del zarpazo del lenguaje.

Pero no es poco lo que pueden hacer las palabras.

Porque alcanzan para acompañarlo.
.


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viernes, 11 de febrero de 2011

La Agresión


A
mí me llama la atención la agresión.

En verdad creo que no es beneficiosa. Que no aporta para nada.

Sin embargo…

Sin embargo es notable el número de adeptos que está alcanzando. Hay una suerte de mérito en disciplinarse detrás de ella.

En honrarla especialmente en palabras que la revelen. Cuanto más notorias y cizañeras mejor.

Luego suelo observar algo que parece enfermizo pero resulta gratificante. Cuando alguien ofrece una descalificación se percibe como cierta sensación reconfortante se apodera de su persona.

Entre algunos elogios de ocasionales testigos.

Como si hubiera alguna virtud en esa verbalización maliciosa y descarada. Que exhibe en primera y última instancia, la degradación del ser humano.

Porque es el comienzo del tono. Su transcurrir. Y su final.

Una representación de la maldad a la que puede arribar la persona que honra la agresión.

Es como si hubiera una aspiración a la maldad. A alcanzar la cima de lo peor del ser humano. Con palabras, gestos y discursos dañinos para circunstanciales destinatarios.

Hoy le toca a uno. Mañana el diablo es otro.

Yo siempre pienso que, ni unos son tan malos ni los otros son tan buenos.

Pero qué bueno sería que algún día cuestionemos el dañino mérito de las agresiones.

Aunque se enojen los malos. Y nunca se vuelvan buenos.
.




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La Agresión


A
mí me llama la atención la agresión.

En verdad creo que no es beneficiosa. Que no aporta para nada.

Sin embargo…

Sin embargo es notable el número de adeptos que está alcanzando. Hay una suerte de mérito en disciplinarse detrás de ella.

En honrarla especialmente en palabras que la revelen. Cuanto más notorias y cizañeras mejor.

Luego suelo observar algo que parece enfermizo pero resulta gratificante. Cuando alguien ofrece una descalificación se percibe como cierta sensación reconfortante se apodera de su persona.

Entre algunos elogios de ocasionales testigos.

Como si hubiera alguna virtud en esa verbalización maliciosa y descarada. Que exhibe en primera y última instancia, la degradación del ser humano.

Porque es el comienzo del tono. Su transcurrir. Y su final.

Una representación de la maldad a la que puede arribar la persona que honra la agresión.

Es como si hubiera una aspiración a la maldad. A alcanzar la cima de lo peor del ser humano. Con palabras, gestos y discursos dañinos para circunstanciales destinatarios.

Hoy le toca a uno. Mañana el diablo es otro.

Yo siempre pienso que, ni unos son tan malos ni los otros son tan buenos.

Pero qué bueno sería que algún día cuestionemos el dañino mérito de las agresiones.

Aunque se enojen los malos. Y nunca se vuelvan buenos.
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jueves, 10 de febrero de 2011

El Justiciero


Podría escribir un escrito de enojo, con insultos, agresiones.

Un texto cizañero que propine unos buenos golpes. Que ajusticie de una vez a quien merece ser ajusticiado.

Darle algunos chachás en la cola.

Razonables cachetadas que lo despierten. Lo despabilen en verdad y lo vuelvan a encauzar por la buena senda.

Podría hacer eso tal vez con ímpetu. Con el entusiasmo de quien se siente justiciero. Se levanta de su silla y se presenta en la escena del crimen.

Para observarlo todo.

Decir, aquí estoy.

He visto lo sucedido. He visto que tu chiquito. Tu, con cara de bueno y alma de diablito. Fuiste quien propinó el golpe innecesario. El puñetazo infundado y malicioso. Que emergió vaya a saber de qué enojo. De qué extraña y torcida elucubración.

Pero siempre elijo no entrar en estos menesteres que me convocan. Se presentan ante mi vida y me invitan a pasar.

Porque en verdad es muy simple la ideología que sostengo.

Elijo la bondad a la maldad.

Por eso creo mucho en las caricias. Y muy poco en las cachetadas.
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martes, 8 de febrero de 2011

El Salto


Yo no salto de la cama al piso. Ni del piso a la cama.

Salto del sillón a la mesa o de la mesa al sillón.

Ese salto en verdad no sé si me pertenece. Se me impone.

Viene a buscarme de repente. Se apodera de mí. Y yo sólo me entrego.

Así aparezco frente al teclado y la hoja en blanco. Con ánimo de entregar lo que ese salto provoca.

Si tengo suerte. Algunas veces del salto aparece algo. De modo que al hurguetear entre los párrafos algún indicio de verdad se insinúa. Algún pasaje que precisa al ser humano se intuye. Se percibe al menos sutilmente.

O se presume en una revelación que no se manifiesta.

Pero ese aire de claridad se respira ante los ojos inquietos que quieren descubrirlo. Se atreven a reconocerlo y ven lo que solo la curiosidad provoca.

Así que me entrego al salto con el mismo ánimo que a la vida.

Si viene a buscarme. Me lleva. Aquí estoy.

Si merodea, yo también me hago el distraído. Vivo entre las circunstancias que me convocan. Miro para un lado, para el otro.

Pienso a veces en guiñar un ojo.

Pero persisto. En silencio persisto.

Como quien sabe que el salto vendrá.

Y se la agarrará conmigo.
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martes, 1 de febrero de 2011

Cansarse de Mí


Siempre pensé que podía cansarme de los demás, pero nunca de mí.

Error.

Existe también la posibilidad de cansarse de uno mismo. De agobiarse en cierto modo. De quedar arrinconado frente a sí mismo y decir…

Basta.

Me rindo.

O algo así.

Pero no voy a ser malo conmigo. Por supuesto. Nunca me predispongo a ajusticiarme por voluntad propia. Ni mucho menos. Solo me dispongo a observarme desde lejos con pretensión de descubrirme.

Producir cierto avivamiento que se presente ante mis ojos. Me anuncie la noticia y me relate. Al menos en algún atisbo de mi ser con el único ánimo de escrutarme.

Para entenderme, para entender a los demás.

Para construir pasado. Presente. Y futuro.

Pero no voy a explicar lo que emana de la obviedad. Porque es éso lo que lleva al texto a instancias de aburrimiento. Lo impulsa a ese lugar que propicia el desgano y desalienta al lector. A esta altura, un compañero en la búsqueda y el hallazgo.

De modo que vuelvo al motivo que me convoca. A la inquietud perturbadora que hoy me reclama.

Para decir simplemente que me rindo ante mí.

Es decir a ciertos aspectos de mí.

Porque uno no se doblega a sí mismo por completo. Eso sería por demás pretencioso.

Uno puede permitirse doblegarse a ciertos rasgos que juzga inefectivos. Que lo hacen percibir que uno está en una instancia más precaria de la que puede estar. Y lo invitan a pegar el salto, a lanzarse al nuevo nivel.

Con riesgos, pero también visibles certezas.

Que auguran que la vida es más bella de lo que es.

Y la cara del otro.

La cara, es más bonita.
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domingo, 30 de enero de 2011

La Culpa


Yo no tengo la culpa.

Hace tiempo que no la tengo. Bien lo sé yo. Íntimamente lo sé yo.

Debí saberlo de niño, de joven.

Pero bueno. La verdad tarde o temprano llega. Más vale mirar hoy que quedarme anclado en el pasado. En lo que pudo ser y no fue. En lo que nunca debió haber sido.

Lo importante. Lo verdaderamente importante, diría. Es que hoy descubro. Advierto, en realidad. Que la culpa no es mía. Nunca lo fue.

Nunca lo será.

De modo que cada vez que alguien viene con el dedo a señalarme. Tengo muy claro el veredicto.

Puedo mirarlo a los ojos.

Eso es así. Eso es cierto.

Por respeto puedo mirarlo a los ojos. Mirarlo nada más.

Puedo observar el dedo acusador que me apunta. Advertirlo sin lugar a dudadas.

Ver que me señala, que me indica como responsable. Como poseedor indiscutido de la culpa.

Puedo ver eso y también el convencimiento. La certeza del otro que acusa. Que carga con sus suposiciones. A veces con sus pruebas. Que viene a entregarlas para certificar el fallo irrevocable.

Pero bueno, la cosa nunca es tan determinante.

Puedo tolerar el dedo. Eso sí. Al dedo lo puedo tolerar.

Pero la culpa. No. Eso sí que no.

La culpa no la tengo yo.
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sábado, 29 de enero de 2011

Alegría


A veces viene la alegría.

No era que se había ido, que no estaba más.

Esa visión catastrófica de la emocionalidad incumplida. Fue sólo un presagio fallido del pesimismo. Que quedó como un supuesto profético incumplido.

Porque la alegría no se fue, la alegría siempre estuvo.

Para decir verdad me acompañó de niño. Yo la agarré de la mano y la llevé por la vida para siempre.

No podía hacer otra cosa.

Yo la quise, ella me quiso. Nosotros nos queremos.

Así que nos aferramos y marchamos por las circunstancias. Con paso decidido, abriendo pecho a las balas.

O esquivando los disparos.

Pero anduvimos, y bien que anduvimos.

Por la alegría y por mí.

De modo que yo nunca había soltado la mano. Nunca le hice un desprecio.

Nunca.

Por el contrario siempre fue bienvenida.

Y ahora mismo percibo esa sensación íntima e intensa. Esa energía silenciosa pero movilizante. Que me dice, mirá Juan, aquí estoy.

No me había ido.


Levántate y anda por la vida. Vamos, haz lo tuyo.

Y salto como un loco del sillón. Y escribo con ansias de atrapar la sensación repentina. De congelarla en un instante con pretensión de eternidad.

Para dar por sentado que la alegría está aquí. Que es una verdad irresoluble.

Que siempre ha estado, que nunca se ha ido.
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