viernes, 29 de junio de 2018

La copa es nuestra!



Nada me alegra más que ver a los argentinos festejar un gol o el triunfo definitivo en un partido del mundial. Esa instancia memorable que vivimos los compatriotas es única e irrepetible y sirve para avisarnos que estamos vivos.

Que estamos verdaderamente vivos.

Cuando sale el equipo a la cancha y las tribunas se vienen abajo, la vida nos recuerda que vale la pena vivir y que la pasión es una emocionalidad inigualable. Basta sentir la piel de gallina entre la fiesta que ofrece el grito ensordecedor, los petardos, papelitos y los argentinos que tomados por un sentimiento innegociable se enervan en el fervor.

Y lo viven como se debe, sin el menor de los titubeos.

Por eso un gol puede explotar las tribunas, emocionar hasta las lágrimas y generar los abrazos más lindos del mundo.

Y un penal en contra puede desencadenar la amargura y sumir en la tristeza hasta un abismo impronunciable.

Nadie más feliz que un argentino de pura sepa viendo como nuestro jugador esquivó a un rival y metió un golazo en el partido del mundial. 

Esas vivencias son indescriptibles e inolvidables.

De chico recuerdo haber abrazado un sentimiento ingualable. Era fanático de Boca y del loco Gatti. Y me encerraba en el auto como sea a escuchar los partidos con los relatos de periodistas muy virtuosos que eran capaces de hacernos sentir que estábamos en la cancha.o

O mejor aún, pateando la pelota o atajando un tiro al arco.

Temblaba como una hoja si teníamos una situación de riesgo y celebraba como un lunático frenético si Graciani, Rinaldi, Comas o Tapia metía un gol.

Cualquiera que haya vivido alguna instancia de pasión futbolística sabe muy bien lo que digo. Y cualquiera que la siga viviendo no tiene la menor de las dudas.

La única mala suerte que quizás tuve yo, es que en algún momento el loco Gati dejó el fútbol y ahí. Justo en ese preciso momento.

A mí se me pincho la pelota.

Pero el recuerdo vive y con el tiempo me parece que se puede regenerar el sentimiento que sólo el fútbol puede brindar. Y que, de alguna manera se puede volver a inflar la pelota.

Sin dudas el mundial para los argentinos es una fiesta y por eso debemos celebrarlo.

Es cierto que a veces uno se enoja porque no puede creer el comportamiento de un grupo minúsculo de hinchas que deshonran los valores virtuosos de nuestro país y estropean la relación con países que siempre deberían ser amigos. Pero ese enojo disparado por unos pocos compatriotas confundidos y extraviados no nos representa, y esos cánticos, agresiones a rivales o formas deplorables con la que ejercen la viveza criolla para burlarse de los demás, a la inmensa mayoría de los argentinos nos avergüenza y enoja.

Esas situaciones hacen pensar que a veces una derrota es buena para educar el espíritu soberbio o engreído que tienen algunos compatriotas y que los impulsa a desplegar comportamientos detestables. Aunque a juzgar por los hechos el resultado de ese supuesto disciplinamiento ha sido inefectivo.

No basta con recordar que el último mundial que ganamos fue en 1986, de la mano de un equipo entrañable y la habilidad inigualable de Diego Maradona.

Los argentinos siempre vamos a creer que somos los mejores del mundo. Aunque la realidad nos desmienta, y casi a diario nos baje el copete.

Como diría mi abuela.

Y  si bien uno debe ser justo y decir que no todos nos reconocemos en esa creencia, no podemos dejar de reconocer que existe de alguna forma en la genética de nuestros conciudadanos.

De ahí que nunca a nadie se le ocurre que podamos perder o no ser campeones del mundo. 

En cualquier caso, sepamos que no importa que ganemos o perdamos porque vivimos el fútbol con intensidad. Lo vivimos como Dios manda.

Por eso ayer, hoy y mañana, la copa. La verdadera copa…

Es siempre nuestra.

Vamos Argentina!


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