El gran profesor
Si no fuera porque estuve alerta y doblegué al espíritu pijotero que me indicaba la inconveniencia de proceder, no hubiera conocido al gran profesor.
Vi un par de videos y me persuadió la elocuente bondad que advertía detrás de su forma de mirar el mundo y su capacidad para sintetizar conocimientos diversos que ayudan a la efectividad de la vida humana.
En un breve instante lo adevirtí, el gran profesor era una persona lúcida, sólida intelectualmente, que tenía vocación afirmativa de la vida y la capacidad de desentrañar cuestiones esenciales del ser humano para favorecer la llegada a buen puerto de la existencia y construir la realidad pretendida.
Me anoté a su curso, ingresé y me mantuve expectante.
Vi que el hombre tenía destreza y oficio en el arte de hacer talleres. Podía advertir sus deslices y rectificarlos prácticamente al momento de que ocurrieran o breves segundos después.
Así por ejemplo un participante decía algo y espontáneamente respondía con habilidad pero a veces con cierto enojo propio del ser incordioso.
Pero en un abrir y cerrar de ojos reacomodaba ese desliz de apariencias agresivo con una calidez destinada a quien sufrió ese sutil pero indisimulabe trato.
Debe ser esa actitud incordiosa que percibía como una molestia intolerable que lo perturbaba en ocasiones y se disparaba por cualquier nimiedad, la que me llevó las primeras clases a mantener el decoro, la pasividad de la observación atenta y la participación breve y precisa en el canal de chat.
La poca o nula inclinación al protagonismo era el sustento ideal para mantener ese proceder tan escueto como medido.
Pasaron tres clases hasta que abrí la boca.
Temía que cualquier comentario convincente y comprometido despierte la ira del gran profesor.
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