El recuerdo
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Publicado por Juan Valentini 0 comentarios
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Hace años tuve que aceptar que adentro vive el gordo y que de alguna manera era necesario negociar con él.
Su postura siempre fue clara e indeclinable. Y lo es en estos días. Sabe muy bien que quiere esto y también lo otro, y si es posible de manera desmesurada, insaciable, porque el gordo no tiene límite, es toda convicción y voracidad, sin posibilidad alguna de que desista en sus próximos bocados, porque lo único que tiene claro es que quiere más.
Siempre más.
Si no fuera por esa determinación irrefrenable quizás nos llevaríamos mejor y no andaríamos a los tirones, yo cediendo cada tanto y el gordo refunfuñando cada vez con más frecuencia porque le digo que esto no, y que lo otro tampoco.
Sobre todo desde que la ley de etiquetado marca como venenos algunos productos que pasaban más desapercibidos.
Dejate de joder, dice el gordo. Exceso de azúcar, de grasas, de que se yo qué cosa. Sos tan idiota que no sabías? -me provoca.
Una cosa es saberlo o sospecharlo con total certeza y otra es que al ver el producto a uno le digan de alguna manera, cuidado, si le interesa su salud, piénselo dos veces.
Por acá no es.
Por eso al gordo le digo que debe ser más comprensivo porque cualquier ser racional se refrena, se detiene ante la intención que anuncia el perjuicio a su salud. Y si va a avanzar, el mismo ser reflexivo, lo hará con cautela, con cierto sigilo, restricción.
Lejos de cualquier atracón.
El gordo escucha sin querer escuchar, rezonga y se queja recordando que antes de eso ya venía en retroceso.
Que no venga ahora a excusarme con esa perorata porque la disminución en exclusión del veneno se produjo de manera sistemática bastante antes del etiquetado.
De una docena de churros hace años, a media docena, a tres churros. A dos churros.
A ningún churro.
Todo sea por ver como queda la bolsa de papel al otro día con los churros sobrantes desbordada de grasa y en la ruina.
Se lo hice saber al gordo y hace tiempo a regañadientes lo ha aceptado, pero reclama también por las habituales facturas de antaño.
¿Qué pasa ahí?, me dice. Te creés que soy tan boludo que no me doy cuenta?
Mové esas piernitas flaquitas y traete unas facturas como hacías habitualmente.
Vamos, seamos felices que no vas a vivir cien años.
Son mejores las nueces y almendras, le digo.
Pero el gordo no cede y vuelve a la carga. Cada tanto me convence con el tema de que estoy muy flaco, que no puedo perder peso.
Que le meta un poco al menos con un flancito de dulce de leche, o unos alfajores.
Lo que sea.
Puede ser peligroso para mi salud estar muy flaco, me recuerda.
¿Mirá si te enfermás? No tenés resto, me dice.
Además, a tu edad se empieza a perder musculatura, me recuerda.
Y me dice que no ande con chiquitas. Que avance con todo. La vida es una sola. Que es ahora, que es hoy. Que avance, me de los gustos y me permita unos buenos bocados de lo que se me antoje.
Si igual nos vamos a morir, me recuerda.
En esas instancias de alguna manera acordamos y lo embucho.
Le mando chocolates y helados a discreción, y sobre eso nunca discutimos.
Porque sobre los helados y este chocolate no se discute.
Ahora mismo vamos a comer otro más.
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Siempre usé el poder de la palabra sin ningún espacio para cavilaciones que puedan replegar el decir que pugnaba por manifestarse.
Y siempre me inquieta la actitud contraria de los acomodaticios, los tibios, los que se tragan lo que piensan y quedan atragantados de un silencio que revela la indignidad del pusilánime que es incapaz de jugarse por sí mismo y se amolda como un camaleón a los decires ajenos con tal de ser condescendiente con el mandamás de turno.
Lo contrario a los gladiadores que arremeten con una suerte de furia para gritarle al mundo quienes son y honrar con dignidad sus convicciones, asumiendo todos los riesgos del mundo y sin importarles que puedan estar equivocados.
Pero dicen lo que piensan y se juegan por sus convicciones sin merodear con medias tintas en decires bonitos, cuidados, esperables, presumiblemente respetables a los ojos pulcros o a las pretensiones de moralistas que exigen sumisión a lo políticamente correcto, como si fuera una expectativa deseable que obliga disciplinamiento.
Las pelotas.
Los gladiadores no se doblegan ante los condicionamientos pretensiosos de las miradas demandantes.
Hacen lo suyo obnubilados por la honestidad de sus creencias y entregan la vida a sus pensamientos por más desbarajustados que fueran. Pero amoldarse a lo que el otro espera que diga para caer bien, honrar la pleitesía, y sucumbir ante su propio pensamiento, jamás.
Sería caer en el sacrilegio de la indignidad, para asumir la actitud acmodaticia de quien nunca se juega por nada. Por el contrario, ejerce el poder de la palabra sin miramientos y con la elocuencia de quien esta convencido, no lo amedrentan las represalias, ni lo encauzan las expectativas ajenas.
Si no hubiera tanta gente que cree en el espíritu sano de la inteligente rebeldía, estaría repleto de condescendientes, indignos, acomodaticios pusilánimes, que al no jugarse nunca por nada dejan la realidad trasuntar por los caprichos de quien corta el bacalao hasta cuando los lleva a la tragedia.
Y no hablo de política solamente, hablo de la más minúscula mesa de amigos, de las conversaciones totales, las que definen el mundo y también las más intrascententes que se resuelven en una insignificante mesa de café.
Hablo de los espíritus que el ser puede elegir adoptar, alentando por supuesto a los quijotescos que marcan la diferencia incidiendo con el poder de la palabra en la transformación de la realidad.
Y hablo también de los mediocres, que no se juegan por nada.
Ni por ellos mismos.
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