lunes, 4 de julio de 2016

Informantes


Nada detesto más que las personas que hablan como si estuvieran involucradas en temas laborales y en verdad les importa un carajo todo. Solo se preocupan por informarse y desplegarse hábilmente a partir de esas informaciones que reciben para hacer creer lo comprometido que están con los asuntos.

Es una patraña débil y de poca monta, si es que está bien decirlo así. Porque vaya uno a saber qué es poca monta. Pero supuestamente querrá decir, poco vuelo. Algo así. Poco vuelo porque no conduce a nada, solo a salvar el honor de manera pantomímica y mentirosa, haciendo suponer que el informante entrega la vida por la causa cuando en verdad le importa un bledo.

Y andá a saber bien qué carajo es un bledo y por qué es que la palabra aparece, se hace un lugar desde alguna grieta y emerge justo en un momento. Como ahora, un bledo, debe querer decir nada.

Nada de nada.

De ahí tal vez que uno se enoja cuando se encuentra con el opinólogo o informador que actúa como un simulador frente a quien no sabe nada y es presa fácil de la patraña. La persona que de algún modo lo evalúa y a quien en forma persistente rinde cuentas.

Eso ocurre mientras los compañeros de trabajo lo advierten todo y muchas veces quedan sorprendidos por la destreza con la que se mueve el farsante.






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viernes, 10 de junio de 2016

El colectivero



Decido ir a una actividad extraña. Secreta, inconfesable.

Siento la tentación de comentarla, de precisarla hasta en sus más mínimos detalles. Pero no podría hacerlo. Sería faltar al compromiso de cierta confidencialidad que implícitamente hemos asumido los participantes.

Por eso creo que no podría ventilarlo todo. Apenas si merodeo un poco por sus adyacencias.

Palabra poco utilizada.

Solo diré que al llegar me reciben por mi nombre. Y me abrazan, con un ímpetu digno de quienes aguardan a quien está siendo esperado y no han visto quizás por años.

Eso ocurre conmigo y también con el resto de mis compañeros, que llegan vestidos como personas normales pero al poco tiempo dicen que van a cambiarse y desaparecen. Vuelven luego con pantalones de tela rayados y camisas particulares que facilitan la actividad gimnástica, por llamarla de alguna manera. Pero aportan algo más a las circunstancias, que es un colorido que debe ejercer su influencia pero que es difícil de precisar.

Yo como hombre nacido en el interior profundo de nuestro país, apenas me apersono con un jogging propio de mis genes pueblerinos, que no menguan a pesar de los 15 años que llevo viviendo en Bs. As.

Con lo cual en el fondo, en el trasfondo del ser humano, es claro que uno lleva impregnada en su esencia las verdades de su naturaleza cultural, social y política.

Viva Perón Carajo.

Es solo un joggin de la marca de las tres tiras. Joggins que no sé por qué se usa mucho en los pueblos. Y tiene las tiras, tiras blancas de elástico que no sirven para nada, sólo para dar cuenta que la marca honra la terquedad al ofrecer la resistencia de renunciar a las tiras indeseables. Que las sostiene como sea, por más antiestéticas y feas que queden, y por más que signifiquen consumir de manera innecesaria toneladas de elásticos que podrían evitarse y destinarse a fines más inteligentes que encapricharse con ser el emblema de la marca.

Porque si quieren un emblema, que el emblema siga siendo la calidad. No las tres tiras de mierda.

Paro entonces en una parada de Palermo, Palermo Soho, para ser más exacto. Aguardo el colectivo sobre un bar con gente, lo cual reduce las posibilidades de robo o de sufrir un mal momento. Hace mucho frío. Son las 23 horas y cinco minutos.

Resisto estoico sobre la vereda, solo unos minutos hasta que veo que viene el colectivo.

Levanto la mano, el colectivo para.

Subo.

A congreso –digo.

El chofer marca 6.50.

Pongo la sube y pago.

Miro alrededor, no hay nadie. El colectivo está vacío. Completamente vacío. 

-No hay nadie –digo.

No.

Siempre va vacío a esta hora?

No. Lo que pasa es que justo el de adelante cargó y fijate que viene atrás otro. Pero es común que vaya vacío. Bueno. Qué raro, hay movimiento pero acá no hay nadie.

Y sí.

Avanzo hasta un asiento que está a tres o cuatro filas del chofer.

Noté que me cobraste 25 centavos más que tu compañero. Tu compañero para traerme me cobró menos.

Se ríe.

Pero a dónde vas.

A Congreso.

Cuánto te cobré? Seis cincuenta, y tu compañero seis veinticinto.

Uyyy.

Sí, me debés veinticinco.

Jaaa.

Pero bueno, ya que no hay nadie podés saldar la cuenta dejándome en la puerta de casa. Solo tendrías que desviarte dos cuadras.

El chofer sonríe y me mira por el espejo.

Cómo te llamás?

Ignacio.

Bueno Ignacio, para que esto no sea una estafa lo podemos solucionar así. Me dejás en la puerta de casa. Es –menciono la dirección exacta-. Solo te tenés que desviar unas dos cuadras, es una u que tendrías que hacer.

Ignacio ríe.

Cada cuánto paran? Cada hora y media o cada dos horas. Cada dos horas? Sí, al principio dos horas pero después cada hora y media. Y te podés bajar? Sí, para ir al baño y después vuelvo. Dónde paran? En las puntas. Pero no están entonces diez horas trabajando conteniendo las ganas de ir al baño. Pienso. No puedo ser tan ignorante de haber arrastrado hasta este momento esa verdad mentirosa, que como toda verdad mentirosa en realidad no era una verdad, sino un prejuicio. Los colectiveros paran y pueden ir al baño cada hora y media entonces. Reflexiono.

-Que bien que paren, es fundamental -digo.

Me levanto y voy para atrás para buscar otro asiento más alejado. El colectivo para. Sube una chica tapada por una bufanda de lana, de las que se hacen con las agujas grandes. Creo que son los puntos grandes. Lindas bufandas. Bien abrigadas. Rosa y marrón. A cuadros.

La abuela Dorita era buena tejiendo. Qué grande la abuela, excelente tejedora y peluquera. Invencible también en la producción de tortillas, hechas con papas fritas crocantes y la cocción siempre justa.

El colectivo retoma la marcha, ahora suben tres. Son tres amigos. Dos chicos y una chica. Tendrán veinticinco o treinta años. No más. A lo sumo treinta y dos, seguro están por ahí.

Desde el asiento de atrás miro a Ignacio que cada tanto me espía por el espejo. Pesco justo esos momentos y fruño el seño, como diciéndole, acordate de parar en la dirección indicada. Confío en que vas a cumplir.

El mira y capta el mensaje.

Sonríe y mueve la cabeza.

Pasamos por Cromañon. Hay zapatos colgados y flores. Es imposible no sentir la tristeza de la tragedia.

En la siguiente parada suben otros dos. Son una pareja, el tendrá 35 y ella 27. Vienen embrollados en una conversación que no pueden detener. Pagan 6.25. Avanza él con una guitarra en el lomo. Lo sigue ella.

Pasan al lado mío. Van hasta los últimos asientos del micro. Aunque acá se dice bondi. No micro.

El colectivo avanza y da otras volteretas. Todavía falta, pero se acerca.

Sube una señora de unos setenta años. Debe haber ido a visitar a alguna amiga. Tal vez fue a jugar a las cartas. O tal vez a vivir también alguna situación inconfesable. Raro que ande sola a esta hora.

Es el momento crucial, miro a Ignacio confiado. Como si no tuviera duda en lo que espero que haga. Aunque en verdad dudo que vaya a hacer la u y me deje enfrente de mi domicilio.

Somos todos seres previsibles de la vida. Hasta los rebeldes. Hasta los que se creen dislocados. No va a hacer la maniobra. Seguirá el recorrido. Pienso.

Es clave esta esquina.

Parece que va a seguir de largo, que no va a tomar la posibilidad de reparar el cobro indebido. Es difícil que doble a esta velocidad. Creo.

Ignacio clava los frenos. Me mira por el espejo y sonríe. 

Desvía el recorrido y avanza durante dos cuadras. Da vuelta a la derecha. Luego a la izquierda.

Frena en la dirección indicada.

Menciona en voz alta la dirección.

Me levanto y bajo. 

Levanto la mano para saludar a mi nuevo amigo. Mientras los dos nos reímos.





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martes, 24 de mayo de 2016

Imágenes ciudadanas


He venido de una reunión importante, donde se me ha dicho que las decisiones sugeridas fueron muy oportunas y que todo ha resultado mejor de lo previsto. Que si no hubiera sido por mi intervención el perjuicio hubiera sido irreversible y la realidad sería diametralmente opuesta. 

He recibido la cuenta y no se me ha dejado pagar. 

Luego tomé el picaporte de la confitería de la esquina y me fui. Prometiendo antes enviar el mail solicitado con mis observaciones sobre cuestiones de interés ajena, relevantes para objetivos ajenos que se escabullen de alguna manera y se vuelven, por razones que desconozco, propios.

Será que son buena gente y hay que ayudarlos, me digo. Tienen un lugar relevante para construir realidad.

Perfilo para Corrientes y Mario Bravo y veo.

Es la cuadra donde caminaba para ir a dar clases a la UP, pienso. Qué frío hacía tan temprano. Caminaba y estaba con la antelación necesaria para que la clase empiece en punto. Sin demoras.

Siempre fui responsable, me digo.

Doy vuelta a Corrientes. Sentido obelisco.

Pasa un muchacho con un carro de súper mercado y bolsas aspilleras adentro. Se dirá aspilleras o alpilleras, me pregunto. Quién sabe. 

Sigo.

Pero freno porque una señora un poco gorda entorpece la caminata. Tengo que probar ir más rápido, pienso.

A qué velocidad se podrá ir en Corrientes a las seis de la tarde. No mucho, me digo. Iré a cinco km, será más?

Malta, malta, grita un hombre con un carrito. Son unas cosas verdes. Cinco por veinte pesos. Son entonces, cuánto cada una? Serán 2,5. Sigo la marcha. Qué tonto, cuatro por cinco son veinte. Valen cuatro pesos cada una. 

Una chica va con la madre, entra a un negocio como si estuviera apurada. Garrapiñadas vende el hombre de la esquina. Tiene muchas bolsitas sin dudas, serán 20, no más. Deben ser 30 o más quizás. Quién sabe. Pero tiene almendras, las almendras hacen bien, son antioxidantes. Hay que comer almendras, muchas, todos los días. Avanzo a paso firme. Qué más tenía antioxidantes? Ah, creo que la cebolla. Y la manzana quizás también, aunque las manzanas en verdad son para la inteligencia. Para eso seguro que son las manzanas. Tengo que comer más manzanas, me digo. Hace mucho que no como, no me gusta porque me ensucio, hay que pelarlas. Bueno, no hay que pelarlas, pero hay que comprar en un súper conocido, no a los chinos. Pero qué culpa tienen los chinos. Es que por ahí anda un gato que sin querer roza el cajón y puedo morder la manzana que fue rozada por el cuerpo del gato. Si el cajón está en el piso de la vereda y hay gatos y perros que pasan al lado. Quién controla? Nadie controla en este país. Pero a Carrefour no voy a ir, no quiero gastar tiempo en la cola. Increíble que no solucionen eso los súper. Siendo el tema de la cola algo tan relevante y fácil de solucionar. Ya está, sigo sin comer manzanas.

Me choca una persona que no veo. Disculpas dice desde abajo. Es una señora muy educada que venía mirando para atrás y evadiéndose de la responsabilidad de esquivar la gente.

Obvio que iba a chocar.

Voy a ir más rápido a ver qué pasa. Sí a más de 5 km debo ir, el paso es acelerado, deben ser por lo menos siete u ocho kilómetros. Tengo que ir sin chocar, esquivando. Es claro que la culpa de la embestida no fue mía. Yo estaba haciendo las maniobras bien, acelerando al máximo y frenando cuando tenía que frenar.

Sigo.

Miro al costado y veo un hombre que tiene el ojo salido. Vuelvo a mirar al frente. No puede ser. Avanzo pero me doy vuelta. El hombre tiene el gorrito que usan los judíos. Cómo se llama eso? El Kipá. No sé, algo así. Eso es lo que alguna vez escuché o leí. Pero tiene el ojo sobresalido o no? Me freno en la esquina, pasan autos en bandada. Una mujer se escabulle y cruza. La van a atropellar, me digo. Zafó ahora pero si sigue así será una accidentada más. Cuántas personas mueren accidentadas por año? Deben ser muchas. Pasan los autos. El hombre se da vuelta pero está de perfil, solo veo la cinta blanca y el gorrito en su cabeza. No puedo asegurarme si tiene el ojo sobresalido. No puede ser. 

Otro hombre está en la esquina de enfrente. Tiene esas cosas verdes. Son paltas. Qué son las paltas? Seguro son, porque son muy parecidas a las otras que vi hace un rato. Paltas, escucho. A las paltas grita.

Ahora todos comen palta en Argentina, me digo. Debe ser buen negocio. 

Cruzo la calle.

Una chica parece infiltrada y avanza sin miramientos. Me cruza de costado mientras me mira. A dónde va. Qué le pasa? 

El gordito de al lado mira a la chica cuando la cruza o a los chicos de al lado, que parecen sospechosos. Serán pungas? No creo. Pero tengo que estar atento. 

Debo ir a siete u ocho kilómetros. Nadie inventó la velocidad de caminata. Debe existir, no puedo ser tan ignorante. Seguro está la aplicación.

Serán siete, ocho. Nueve. Quizás sean más.

Tal vez sean diez o incluso varios kilómetros más.

Quizás no importa tanto la velocidad, sino ir con la atención debida y sin chocar.





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miércoles, 18 de mayo de 2016

¿Cuándo nos avivamos?


Nací con la intención, la misión o el propósito de avivarme. Como sea, era un objetivo que se me impuso. Me atrapó desde el inicio. Y vaya a saber por qué.

El avivamiento era como la iluminación. Tenía que ver con despertar, darme cuenta.

En síntesis, avivarme.

¿Y por qué?, dirán ustedes.

Bueno, porque detrás del objetivo está el beneficio que reporta el cumplimiento del objetivo.

El ser avivado suponía, o supongo, es un ser que vive con mayor bienestar. Es más feliz. Logra lo que quiere.

Construye la realidad que desea.

En fin, todo es beneficio para quien logra el avivamiento y se decide a habitarlo en sus circunstancias cotidianas. Como una persona que disfruta del logro y se reconforta regodeándose en sus beneficios.

De chico no tuve la menor de las dudas. El avivamiento se escondía detrás de los libros. Cada uno de ellos era el medio propicio para alcanzarlo. Por eso leía con la voracidad de quien quiere lograr su objetivo. Buscaba detrás de cada página las respuestas decisivas en procura de conquistar el propósito.

La intención fue siempre fallida. Los libros eran sin dudas aportes sustanciales pero estaban siempre lejos de aportar el avivamiento definitivo.

Apenas si merodeaban con decisión algunas cuestiones y ocasionaban un despertar tan fugaz como repentino.

Pero avivarse, lo que se dice avivarse. Con todas las letras.

Eso no.

Siempre era esquivo. Y un libro concluía con una única comprobación.

Esta vez no. Quizás el próximo es clave.

Y otra vez a buscar con ímpetu y a dejarme entusiasmar. Seducir.

Persuadir, por el libro indicado. El que prometía ofrecer las respuestas esquivas del avivamiento que tiene en su naturaleza una actitud huidiza.

Que es quizás la única verdad entre tanta maraña de suposiciones.

A veces me pregunto si no debería rendirme. Deponer la intención. Y aceptar que jamás alcanzaré el avivamiento. Que no habrá libros, ni vivencias. Ni circunstancias que me lo ofrezcan.

Ni a mí. Ni a nadie.

Y que jamás podremos alcanzarlo.

Pero abandonar el propósito de avivarme sería como renunciar a la vida. O dejar de ser quien uno ha sido. O está siendo.

Un niño curioso, inquieto.

Que cree que siempre es posible construir un mundo mejor.

Por eso quizás uno puede renunciar a muchas cosas, pero no a la intención de alcanzar el avivamiento.

Aunque siempre se escape.





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miércoles, 27 de abril de 2016

La clase de teatro



Hace un tiempo había decidido retomar yoga. A esta altura no tengo la menor de las dudas sobre la conveniencia de ejercitar esa práctica milenaria. Conveniencia recomendable para quienes quieren aquietar la mente, flexibilizar el cuerpo, sentir mayor bienestar…

Y sí, ser también un poco más felices.

Para simplificarlo de algún modo, porque por supuesto el maestro no puede garantizarle eso al alumno. Sólo puede ofrecerle su espacio, tirarle de algún modo la mano. Una soga o un puente. Algo que a usted le permita avanzar, superarse, alcanzar tal vez el objetivo o merodearlo.

En fin.

Es quizás el riesgo de aburrimiento que me llevó a buscar después una clase de teatro. Si al yoga le sumo teatro el mundo va a ser más interesante e intenso, pensé.

Me anoté como pude en uno de los espacios que encontré en Internet. Y me apersoné otra vez ayer a la tarde, es decir a la tarde noche. O bien a la noche.

20.15 abrí la puerta del lugar y me senté a la espera de que comience la clase.

Pronto llegó Raquel, Marcelo, Martín…

No estoy en ese grupo -me quejé.

No Juan, es que somos los del verano. Por eso no están los de teatro. Dice Mariano sin despegar la vista del celular.

Ahh.

Ya te pongo.

Dale, buenísimo.

Igual, no miro mucho watupp. Pero poneme porque es bueno ser parte.

Dale.

Buensímo.

Sí, buenísimo. O algo así le dije mientras llegaba la negra, que apagaba el pucho, se sacaba la bufanda y se tiraba sobre nosotros a darnos un beso.

Mucho frío.

Sí, mañana dicen que habrá sudestada. Van a cerrar la costa.

Será cierto?

Quién sabe. Hoy está terrible, parece que se adelantó el invierno.

Sí, se adelantó. Digo.

Justo llega Marcia. Pasen chicos, grita cuando camina a paso firme.

Se levanta la negra. Se levanta Mariano. Me levanto yo, Raquel, Pitu y el resto que avanzan hacia donde va la profesora. Pasamos la puerta del otro salón y llegamos a las gradas. Nos sacamos las camperas, las zapatillas. Algunos gorros.

Qué frío chicos.

Sí, está terrible dice alguien. O varios. 

Vamos rápido al escenario. Es decir al lugar amplio donde hay una base de madera de unos cuantos metros. Nos ponemos en ronda y nos aprestamos a participar de la cuarta clase. Con el ejercicio primario e irrenunciable. El que hacemos siempre. El que cansa y agobia.

Nombres.

Juan. Pepe. Pedrito. Estefi…

Otra vez.

Juan. Pepe. Pedrito. Estefi.

Ahora para el otro lado, tocándole el hombro al compañero lo mencionamos.

Pepe. Pedrito. Estefi…

Luego a caminar. Caminar decididos. Vamos chicos, caminen. Caminen.

Voy para un lado, vuelvo para el otro. Voy despacio, relajado. Ya caminé como quince cuadras. pero está bueno caminar. Caminar entre todos.

Vamos chicos. 

Camino, camino.

Ahora se miran y ocupan los espacios vacíos.

Más rápido…

Que no queden espacios vacíos. 

Nos miramos, ocupamos los espacios vacíos. Caminamos más rápido.

Ya ha pasado más de una hora y todos estamos más contentos que cuando entramos. Lo vemos en las caras. En las sonrisas. En el estado de ánimo personal e intransferible que se escabulle desde nuestro interior para delatarse de alguna manera en nuestros rostros.

Alguien quiere aprovechar a ir al baño. Es ahora. 

Nos retiramos del escenario, algunos volvemos a las gradas. Nos sentamos. Casi ya estamos listos para retomar.

Sobre todo los ansiosos.

Jenny, no? 

Sí, Jenny.

Ahh.

Está buena la clase.

Sí, está buena.

Vos hiciste teatro.

Algunas veces. Pero vengo a divertirme.

Ahh, yo también. A despejarme por el trabajo.

Vamos chicos, dice la profesora.

Pepe fila uno. Maria fila dos. Juan fila tres. Arturo fila uno. José fila dos. Chuli a la tres.

Pronto los tres equipos estamos formados y tenemos que hacer una improvisación. Escucharemos música, deberemos caminar y luego sí, hacernos cargo de la actuación. Es la cuarta clase y no hay mucha confianza. Eso lo sabemos todos. Por eso el trato medido, cuidado, delicadamente cordial y respetuoso. 

Cosa que no quita que por ejemplo a la negra le digamos la negra. Porque según ella lo hizo saber, así le gusta que la llamen.

Es justamente ella quien debe pasar con su grupo primero. Así que la vemos que se acomoda en el escenario junto con sus compañeros, mientras comienza la música. 

Caminan tranquilos. Algunos bailan. 

Hay quienes caminan más decididos y quienes lo hacen con cierto resguardo. 

De repente se apaga la música. Es la hora de la acción.

Se miran mientras caminan.

La negra empieza a gritar. Grita más fuerte. Como si la estuvieran golpeando. O peor, como si la 
estuvieran acuchillando.

Estela sale al encuentro y la agarra. Pero no sirve de nada, la negra es presa de un ataque frenético y repentino. Grita, solloza. Maldice la vida, mientras su compañera falla en sus intentos de contenerla.

La negra libera alaridos como si estuviera endemoniada. Las otras compañeras solo perciben desde los costados, mientras ella forcejea con Estela. 

Miramos desde las gradas.

Está bien, dice la profesora. 

Todos aplaudimos. Y comenzamos a comentar. Es en general un buen feedback que cierra la actuación.

Ahora ustedes, dice la profesora mirándome.

Empieza la música y caminamos. Solo tiendo a golpear con la punta del pie el piso en cada paso o paso de por medio. No sé por qué lo hago. Pero golpeteo con las puntas cada tanto. 

Se corta la música. Solo sé que no haré nada. Me contendré y reposaré en la tranquilidad que aporta pasar desapercibido. Acompañando al grupo, pero sin el más mínimo protagonismo.

Me quedo callado un poco sobre el fondo. Miro desde lejos, parece que no sucederá nada relevante.
Bueno chicos, bienvenidos a la clase de teatro. Escucho.

Es Raquel, ha dicho bienvenidos a la clase de teatro. Nos ha salvado.

Una ronda, dice.

Me acerco sigiloso, titubeante.

Juan, digo. Golpeo al compañero de al lado, Pedro.

Esteban me mira, yo soy Juan pero él no es Pedro.

Juan. Pedro. Josesito. Cuánto más, digo. Vos, Estelita no? Estoy aburrido, digo. Susurro primero, luego parezco tomado por una fuerza extraña que necesita liberarse. A BU RRI DO. Digo, grito, me exaspero. Camino en círculo. Cuántas clases más nos vamos a decir los nombres. Juan, Pedrito. Josesito. Hace 20, 30, años que soy Juan. Juan. Juan. Siempre Juan.

Ahora la ronda, digo. Zip. Zap. Sip.

Me miran extrañados.

Mancha, mancha. Digo mientras corro.

Shock eléctrico. Shok, Shok. JAAA. SHOK SCHOK

Estelita pregunta si quiero dar la clase. No, digo. Disculpe. Me quedo apaciguado. 

Dale Juan, dice Corcho. Da la clase.

Todos me miran pero me siento aplacado, quieto. Otra vez recluido en la coraza de la timidez que evita la vida e impide desplegar la autenticidad.

Me Mira Jose, Mariano…

Dale Juan, escucho.

A volarrrr grito y voy directo a Pitu, la más chiquita que está sobre el fondo junto al telón. La levanto y empiezo a girar entre gritos. Volarrrr, volarrrr. Pitu ríe y extiende los brazos mientras nos desplazamos por el escenario perdidos en una dimensión que desconocemos, hasta que detenemos el vuelo.

Pitu se acomoda y nos reímos.

Otra vez el silencio. Pareciera que todo ha terminado, que volveremos a nuestras vidas para seguir siendo los mismos. Nadie dice nada. Solo hay silencio y quietud.

Vamos al centro, reclamo. Al centro. De la mano.

Nos agarramos de la mano. 

Ahora, con TODOOOO. Gritemossss.

Damos vueltas cada vez más rápido, con más gritos.

Más rápido.

Gritamos. Con todo. Ahhhh.

Al pisooo.

Aghhhhhgldkxkshahhhhaa. 







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sábado, 23 de abril de 2016

Decir


Un poco me inquieto con algunos temas y me sale la opinión con la intención de poder incidir en la realidad y favorecerla. 

Es esa una ilusión que me impulsa a abrir la boca o a tirar palabras. Sin esa ilusión, carecería de la motivación que le da ánimo al sujeto para que abra la puerta el mundo, se haga presente y manifieste su punto de vista.

En última o primera instancia el sujeto que dice lo que piensa creo que es un sujeto inconformista. Por eso asume la incómoda actitud de manifestarse tanto en los acuerdos como en los desacuerdos con los demás. 

¿Por qué lo hace?

Creo que en muchos casos lo hace por convicción propia. Para salvar su dignidad y evadirse de la comodidad que ofrece la posibilidad de no jugarse nunca por nada, honrando así la actitud pusilánime del ser cobarde y especulativo.

Cuando alguien opina desde sus entrañas se hace cargo de la incomodidad de enfrentar al mundo. De poder relacionarse con él para transformarlo. Para alinearlo en sus mejores posibilidades.

Esa gente que puede hacerse cargo de su auténtico pensamiento y rehuye a la posibilidad de silenciarlo para evitar problemas, hace una contribución notable a la realidad.

Son ellos quienes con sus palabras favorecen la evolución de la realidad. 

Quienes con su actitud honran la dignidad del ser humano.

Y, si parece excesivo lo que digo, sabrán disculpar.

Es que sospecho que predominan los acomodaticios, y nada mejor que inquietarlos.

Si algún día se rebelan, la realidad evolucionará más rápido.





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domingo, 17 de abril de 2016

¿Por qué creer en la escritura?


Creer porque la escritura es un mundo en el que podemos participar todos. Un espacio que posibilita la expresión desde lo más auténtico de nuestro ser. Y en consecuencia permite desplegarnos de ser quienes somos hacia quienes podemos ser.

Creer porque el mundo simbólico es el terreno fértil de la reflexión. Facilita la comprensión de la realidad, por ejemplo. Para luego poder abordarla con mayor precisión e inteligencia.

Porque el espacio reflexivo favorece la posibilidad de tomar mejores decisiones para incidir en el mundo.

Caso contrario obraríamos por impulso, como una respuesta inmediata a lo que nos acontece.

La escritura en este sentido media entre lo que ocurre y nosotros. Ofreciéndonos un espacio para la conceptualización que beneficia luego el accionar conveniente.

Es la palabra la que puede representar la realidad y describirla. La que puede liberar estados emocionales que nos atormentan de dolor o nos exceden de alegría, o deambulan dentro nuestro como si estuvieran golpeando puertas para salir y liberarse.

Por eso también creer en la palabra.

En los poetas o en los niños que escriben sus versos. Que hacen sus dibujos. Que expresan sus afectos.

Siempre creo en quienes dicen lo que piensan. En quienes se juegan por sus convicciones. Y renuncian a la pantomima para lucir siempre bellos ante los ojos de los demás.

La palabra nos libera. Nos desahoga. Nos protege…

Nos revela ante los demás y ante nosotros mismos.

Creo que en la Argentina vivimos un tiempo de recuperación de la palabra. Pareciera que muchos ciudadanos han decidido utilizarla. Y está bien que así sea.

La usan y la despliegan con la convicción de quien sabe lo que hace. De quien sabe lo que quiere.

Como un acto de rebelión innegociable frente a la realidad que los provoca.

La emplean para decir lo que sienten. Para manifestarse. Para maldecir o bendecir el mundo que les acontece.

Hacen bien, porque la palabra es una instancia para transformar la realidad que vivimos y construir el mundo en el que queremos vivir.

No es una instancia suficiente. Pero es una instancia necesaria.

Que se expresen quienes quieren vivir en un mundo mejor.





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sábado, 2 de abril de 2016

Volver a yoga


He decidido retomar yoga. Y hacerlo con todo, sin titubeos.

A matar o morir.

Estaba en una ciudad balnearia y resolví involucrarme nuevamente en la práctica yoguista. A esta altura no tengo dudas de los beneficios que ocasiona y la cuenta positiva que le reporta a quien participa de ese tipo de espacios.

Así que decidí ponerme el jogging y alistarme a la clase de yoga.

Llegué hasta la puerta entre abierta y golpee.

Una mujer de unos cuarenta años sonrió y me dio la bienvenida.

-Estoy unos días en la ciudad y quería ver si podía hacer alguna clase de yoga –dije.

La mujer se ensimismó en palabras, dijo que no habría problemas, que estaba por empezar. Que podría quedarme. Y cuando intentaba decirme que la primera clase era gratis, le advertí.

-Pasa que estoy hoy y mañana. Así que debería pagar por clases.

Inquerí pensando que serían baratos $50 y caros $100.

-Serían ochenta -escuché.

Ahí nomás pensé que era algo intermedio, caro.

-Pero cuánto sale por mes?

-$360

Confirmé pronto que $80 no era intermedio caro, sino caro o muy caro. Pero no podía ser tan miserable de abandonar la determinación de hacer la clase por unos ochenta pesos que hoy no alcanzan para nada. O casi nada.

-Acomodate -me dijo.

Me saqué las zapatillas y observé el lugar. Era un salón pequeño con espacio para seis o diez personas. Una chica miraba sonriente desde el costado, desplegándose a voluntad en una colchoneta azul.

Vamos a ser tres, pensé.

De repente llega Nelly. Es una señora que tiene bastante flexibilidad, cosa que descubrí después, cuando se entregaba a los ejercicios con una soltura elogiable.

Nelly llega y saluda con un beso. Luego se despatarra en la colchoneta y empieza a hacer de las suyas.

-Esperamos un ratito y empezamos -dice la profesora.

Yo por supuesto atento, medido. Percibiéndolo todo. Quietito en la colchoneta.

La puerta se abre de repente y entra un muchacho de unos treinta y pico. Me mira con cara de desconfiado y avanza a paso decidido. Pasa por delante de la profesora, de Nelly y de mí.

Avanza sin pausa y le estampa un beso en la boca a la chica sonriente. Gira sobre sus pasos y vuelve hasta la colchoneta que está al lado mío.

-Preparé algo especial –escucho.

Es la profesora, dice que armó una clase muy particular. Que vamos a trabajar con unas maderas.
No puede ser, me digo. Maldigo la idea. Quiero una típica clase de yoga. Sin innovaciones memorables.

Protesto en silencio maldiciendo la innovación, viendo los dos bloques de madera que están delante de la colchoneta.

Pronto estamos arriba de las maderas, mis compañeros y yo. Todos haciendo equilibrio.
-Estírense hacia adelante -escuchamos.

Y eso hacemos, sufriendo el desliz de la madera y manteniendo el equilibrio como podemos.

-Ahora hacia abajo…

-Brazos estirados…

Se suceden una serie de incomodidades indeseables que confirmaban la desgracia que imponía la innovación de las maderas. Mientras resisto como puedo las indicaciones de la profesora, sin la valentía de rebelarme o huir de la situación.

Solo pienso que soy un pusilánime, incapaz de defender mis intereses y acomodar el mundo a la previsibilidad que esperaba.

Debe haber sido la cara sufriente, esforzada o desconfiada la que realinea la clase a los pocos minutos.

-Ahora vamos a lo convencional –dice la profesora.

Nos desparramamos en las colchonetas. Hacemos el gato triste. El gato contento. Llevamos los pies a un lado, la cabeza para el otro.

Pide unas poses difíciles y exigentes. Me enrosco en mi cuero, mientras miro a Nelly que se despliega como pez en el agua.

-Estirá más la pierna –dice la profesora.

Soy yo, que no he quedado lo suficientemente enroscado. Todo por la convicción de llegar hasta donde termina el esfuerzo y empieza el sacrificio.

-Más –insiste.

Simulo con mayor esmero, pero no es suficiente. La profesora se acerca, me toma la mano. La pone con el pie. Se pone de atrás y me empuja. Mientras forcejeo y veo a Carlitos Paternoste con los ojos cerrados, que desde la lejanía dice…

-No te tienen que tocar en yoga.

Siento a la mujer que no cede. Con la imagen de Carlitos hablándome determinante.

Me dejo doblegar sutilmente hasta que la profesora poco a poco cede en sus pretensiones y acepta los límites de la flexibilidad.

Pide posturas propias de principiantes. Otra vez el gato enojado. El gato triste. Y de repente bien contra la pared a hacer la vela.

Permanezco con los pies en V de victoria. Quizás como un símbolo de haber llegado a esta instancia.

Ahora los ejercicios se vuelven más calmos. Una música suave comienza a ganar protagonismo.

Se apagan las luces y se aproxima el final.

Silencio y quietud.

Boca arriba, sin hacer nada. Tendidos en las colchonetas por varios minutos.

Todo muy disfrutable hasta que en plena oscuridad un trapo me cae sobre la cara con olor a limón.
Me quieren hipnotizar, pienso. Esto no lo vi nunca.

Resisto el trapo, el olor a limón, los sonidos que se imponen con una campanita. El silencio y la oscuridad irrenunciable.

Más golpeteos a la campanilla que alientan la desconfianza. Es cierto, quieren hacerlo.

Sólo sé que debo resistir hasta el final. No voy a cambiar las cosas en un acto repentino de rebeldía y locura.

Permanezco en silencio con el trapo cubriendo mi rostro, inmóvil en la colchoneta.

Sin decir absolutamente nada.





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