El colectivero
Siento la tentación de comentarla, de precisarla hasta en sus más mínimos detalles. Pero no podría hacerlo. Sería faltar al compromiso de cierta confidencialidad que implícitamente hemos asumido los participantes.
Por eso creo que no podría ventilarlo todo. Apenas si merodeo un poco por sus adyacencias.
Palabra poco utilizada.
Solo diré que al llegar me reciben por mi nombre. Y me abrazan, con un ímpetu digno de quienes aguardan a quien está siendo esperado y no han visto quizás por años.
Eso ocurre conmigo y también con el resto de mis compañeros, que llegan vestidos como personas normales pero al poco tiempo dicen que van a cambiarse y desaparecen. Vuelven luego con pantalones de tela rayados y camisas particulares que facilitan la actividad gimnástica, por llamarla de alguna manera. Pero aportan algo más a las circunstancias, que es un colorido que debe ejercer su influencia pero que es difícil de precisar.
Yo como hombre nacido en el interior profundo de nuestro país, apenas me apersono con un jogging propio de mis genes pueblerinos, que no menguan a pesar de los 15 años que llevo viviendo en Bs. As.
Con lo cual en el fondo, en el trasfondo del ser humano, es claro que uno lleva impregnada en su esencia las verdades de su naturaleza cultural, social y política.
Viva Perón Carajo.
Es solo un joggin de la marca de las tres tiras. Joggins que no sé por qué se usa mucho en los pueblos. Y tiene las tiras, tiras blancas de elástico que no sirven para nada, sólo para dar cuenta que la marca honra la terquedad al ofrecer la resistencia de renunciar a las tiras indeseables. Que las sostiene como sea, por más antiestéticas y feas que queden, y por más que signifiquen consumir de manera innecesaria toneladas de elásticos que podrían evitarse y destinarse a fines más inteligentes que encapricharse con ser el emblema de la marca.
Porque si quieren un emblema, que el emblema siga siendo la calidad. No las tres tiras de mierda.
Paro entonces en una parada de Palermo, Palermo Soho, para ser más exacto. Aguardo el colectivo sobre un bar con gente, lo cual reduce las posibilidades de robo o de sufrir un mal momento. Hace mucho frío. Son las 23 horas y cinco minutos.
Resisto estoico sobre la vereda, solo unos minutos hasta que veo que viene el colectivo.
Levanto la mano, el colectivo para.
Subo.
A congreso –digo.
El chofer marca 6.50.
Pongo la sube y pago.
Miro alrededor, no hay nadie. El colectivo está vacío. Completamente vacío.
-No hay nadie –digo.
No.
Siempre va vacío a esta hora?
No. Lo que pasa es que justo el de adelante cargó y fijate que viene atrás otro. Pero es común que vaya vacío. Bueno. Qué raro, hay movimiento pero acá no hay nadie.
Y sí.
Avanzo hasta un asiento que está a tres o cuatro filas del chofer.
Noté que me cobraste 25 centavos más que tu compañero. Tu compañero para traerme me cobró menos.
Se ríe.
Pero a dónde vas.
A Congreso.
Cuánto te cobré? Seis cincuenta, y tu compañero seis veinticinto.
Uyyy.
Sí, me debés veinticinco.
Jaaa.
Pero bueno, ya que no hay nadie podés saldar la cuenta dejándome en la puerta de casa. Solo tendrías que desviarte dos cuadras.
El chofer sonríe y me mira por el espejo.
Cómo te llamás?
Ignacio.
Bueno Ignacio, para que esto no sea una estafa lo podemos solucionar así. Me dejás en la puerta de casa. Es –menciono la dirección exacta-. Solo te tenés que desviar unas dos cuadras, es una u que tendrías que hacer.
Ignacio ríe.
Cada cuánto paran? Cada hora y media o cada dos horas. Cada dos horas? Sí, al principio dos horas pero después cada hora y media. Y te podés bajar? Sí, para ir al baño y después vuelvo. Dónde paran? En las puntas. Pero no están entonces diez horas trabajando conteniendo las ganas de ir al baño. Pienso. No puedo ser tan ignorante de haber arrastrado hasta este momento esa verdad mentirosa, que como toda verdad mentirosa en realidad no era una verdad, sino un prejuicio. Los colectiveros paran y pueden ir al baño cada hora y media entonces. Reflexiono.
-Que bien que paren, es fundamental -digo.
Me levanto y voy para atrás para buscar otro asiento más alejado. El colectivo para. Sube una chica tapada por una bufanda de lana, de las que se hacen con las agujas grandes. Creo que son los puntos grandes. Lindas bufandas. Bien abrigadas. Rosa y marrón. A cuadros.
La abuela Dorita era buena tejiendo. Qué grande la abuela, excelente tejedora y peluquera. Invencible también en la producción de tortillas, hechas con papas fritas crocantes y la cocción siempre justa.
El colectivo retoma la marcha, ahora suben tres. Son tres amigos. Dos chicos y una chica. Tendrán veinticinco o treinta años. No más. A lo sumo treinta y dos, seguro están por ahí.
Desde el asiento de atrás miro a Ignacio que cada tanto me espía por el espejo. Pesco justo esos momentos y fruño el seño, como diciéndole, acordate de parar en la dirección indicada. Confío en que vas a cumplir.
El mira y capta el mensaje.
Sonríe y mueve la cabeza.
Pasamos por Cromañon. Hay zapatos colgados y flores. Es imposible no sentir la tristeza de la tragedia.
En la siguiente parada suben otros dos. Son una pareja, el tendrá 35 y ella 27. Vienen embrollados en una conversación que no pueden detener. Pagan 6.25. Avanza él con una guitarra en el lomo. Lo sigue ella.
Pasan al lado mío. Van hasta los últimos asientos del micro. Aunque acá se dice bondi. No micro.
El colectivo avanza y da otras volteretas. Todavía falta, pero se acerca.
Sube una señora de unos setenta años. Debe haber ido a visitar a alguna amiga. Tal vez fue a jugar a las cartas. O tal vez a vivir también alguna situación inconfesable. Raro que ande sola a esta hora.
Es el momento crucial, miro a Ignacio confiado. Como si no tuviera duda en lo que espero que haga. Aunque en verdad dudo que vaya a hacer la u y me deje enfrente de mi domicilio.
Somos todos seres previsibles de la vida. Hasta los rebeldes. Hasta los que se creen dislocados. No va a hacer la maniobra. Seguirá el recorrido. Pienso.
Es clave esta esquina.
Parece que va a seguir de largo, que no va a tomar la posibilidad de reparar el cobro indebido. Es difícil que doble a esta velocidad. Creo.
Ignacio clava los frenos. Me mira por el espejo y sonríe.
Desvía el recorrido y avanza durante dos cuadras. Da vuelta a la derecha. Luego a la izquierda.
Frena en la dirección indicada.
Menciona en voz alta la dirección.
Me levanto y bajo.
Levanto la mano para saludar a mi nuevo amigo. Mientras los dos nos reímos.
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