Volver a yoga
A matar o morir.
Estaba en una ciudad balnearia y resolví involucrarme nuevamente en la práctica yoguista. A esta altura no tengo dudas de los beneficios que ocasiona y la cuenta positiva que le reporta a quien participa de ese tipo de espacios.
Así que decidí ponerme el jogging y alistarme a la clase de yoga.
Llegué hasta la puerta entre abierta y golpee.
Una mujer de unos cuarenta años sonrió y me dio la bienvenida.
-Estoy unos días en la ciudad y quería ver si podía hacer alguna clase de yoga –dije.
La mujer se ensimismó en palabras, dijo que no habría problemas, que estaba por empezar. Que podría quedarme. Y cuando intentaba decirme que la primera clase era gratis, le advertí.
-Pasa que estoy hoy y mañana. Así que debería pagar por clases.
Inquerí pensando que serían baratos $50 y caros $100.
-Serían ochenta -escuché.
Ahí nomás pensé que era algo intermedio, caro.
-Pero cuánto sale por mes?
-$360
Confirmé pronto que $80 no era intermedio caro, sino caro o muy caro. Pero no podía ser tan miserable de abandonar la determinación de hacer la clase por unos ochenta pesos que hoy no alcanzan para nada. O casi nada.
-Acomodate -me dijo.
Me saqué las zapatillas y observé el lugar. Era un salón pequeño con espacio para seis o diez personas. Una chica miraba sonriente desde el costado, desplegándose a voluntad en una colchoneta azul.
Vamos a ser tres, pensé.
De repente llega Nelly. Es una señora que tiene bastante flexibilidad, cosa que descubrí después, cuando se entregaba a los ejercicios con una soltura elogiable.
Nelly llega y saluda con un beso. Luego se despatarra en la colchoneta y empieza a hacer de las suyas.
-Esperamos un ratito y empezamos -dice la profesora.
Yo por supuesto atento, medido. Percibiéndolo todo. Quietito en la colchoneta.
La puerta se abre de repente y entra un muchacho de unos treinta y pico. Me mira con cara de desconfiado y avanza a paso decidido. Pasa por delante de la profesora, de Nelly y de mí.
Avanza sin pausa y le estampa un beso en la boca a la chica sonriente. Gira sobre sus pasos y vuelve hasta la colchoneta que está al lado mío.
-Preparé algo especial –escucho.
Es la profesora, dice que armó una clase muy particular. Que vamos a trabajar con unas maderas.
No puede ser, me digo. Maldigo la idea. Quiero una típica clase de yoga. Sin innovaciones memorables.
Protesto en silencio maldiciendo la innovación, viendo los dos bloques de madera que están delante de la colchoneta.
Pronto estamos arriba de las maderas, mis compañeros y yo. Todos haciendo equilibrio.
-Estírense hacia adelante -escuchamos.
Y eso hacemos, sufriendo el desliz de la madera y manteniendo el equilibrio como podemos.
-Ahora hacia abajo…
-Brazos estirados…
Se suceden una serie de incomodidades indeseables que confirmaban la desgracia que imponía la innovación de las maderas. Mientras resisto como puedo las indicaciones de la profesora, sin la valentía de rebelarme o huir de la situación.
Solo pienso que soy un pusilánime, incapaz de defender mis intereses y acomodar el mundo a la previsibilidad que esperaba.
Debe haber sido la cara sufriente, esforzada o desconfiada la que realinea la clase a los pocos minutos.
-Ahora vamos a lo convencional –dice la profesora.
Nos desparramamos en las colchonetas. Hacemos el gato triste. El gato contento. Llevamos los pies a un lado, la cabeza para el otro.
Pide unas poses difíciles y exigentes. Me enrosco en mi cuero, mientras miro a Nelly que se despliega como pez en el agua.
-Estirá más la pierna –dice la profesora.
Soy yo, que no he quedado lo suficientemente enroscado. Todo por la convicción de llegar hasta donde termina el esfuerzo y empieza el sacrificio.
-Más –insiste.
Simulo con mayor esmero, pero no es suficiente. La profesora se acerca, me toma la mano. La pone con el pie. Se pone de atrás y me empuja. Mientras forcejeo y veo a Carlitos Paternoste con los ojos cerrados, que desde la lejanía dice…
-No te tienen que tocar en yoga.
Siento a la mujer que no cede. Con la imagen de Carlitos hablándome determinante.
Me dejo doblegar sutilmente hasta que la profesora poco a poco cede en sus pretensiones y acepta los límites de la flexibilidad.
Pide posturas propias de principiantes. Otra vez el gato enojado. El gato triste. Y de repente bien contra la pared a hacer la vela.
Permanezco con los pies en V de victoria. Quizás como un símbolo de haber llegado a esta instancia.
Ahora los ejercicios se vuelven más calmos. Una música suave comienza a ganar protagonismo.
Se apagan las luces y se aproxima el final.
Silencio y quietud.
Boca arriba, sin hacer nada. Tendidos en las colchonetas por varios minutos.
Todo muy disfrutable hasta que en plena oscuridad un trapo me cae sobre la cara con olor a limón.
Me quieren hipnotizar, pienso. Esto no lo vi nunca.
Resisto el trapo, el olor a limón, los sonidos que se imponen con una campanita. El silencio y la oscuridad irrenunciable.
Más golpeteos a la campanilla que alientan la desconfianza. Es cierto, quieren hacerlo.
Sólo sé que debo resistir hasta el final. No voy a cambiar las cosas en un acto repentino de rebeldía y locura.
Permanezco en silencio con el trapo cubriendo mi rostro, inmóvil en la colchoneta.
Sin decir absolutamente nada.
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