domingo, 17 de abril de 2016

¿Por qué creer en la escritura?


Creer porque la escritura es un mundo en el que podemos participar todos. Un espacio que posibilita la expresión desde lo más auténtico de nuestro ser. Y en consecuencia permite desplegarnos de ser quienes somos hacia quienes podemos ser.

Creer porque el mundo simbólico es el terreno fértil de la reflexión. Facilita la comprensión de la realidad, por ejemplo. Para luego poder abordarla con mayor precisión e inteligencia.

Porque el espacio reflexivo favorece la posibilidad de tomar mejores decisiones para incidir en el mundo.

Caso contrario obraríamos por impulso, como una respuesta inmediata a lo que nos acontece.

La escritura en este sentido media entre lo que ocurre y nosotros. Ofreciéndonos un espacio para la conceptualización que beneficia luego el accionar conveniente.

Es la palabra la que puede representar la realidad y describirla. La que puede liberar estados emocionales que nos atormentan de dolor o nos exceden de alegría, o deambulan dentro nuestro como si estuvieran golpeando puertas para salir y liberarse.

Por eso también creer en la palabra.

En los poetas o en los niños que escriben sus versos. Que hacen sus dibujos. Que expresan sus afectos.

Siempre creo en quienes dicen lo que piensan. En quienes se juegan por sus convicciones. Y renuncian a la pantomima para lucir siempre bellos ante los ojos de los demás.

La palabra nos libera. Nos desahoga. Nos protege…

Nos revela ante los demás y ante nosotros mismos.

Creo que en la Argentina vivimos un tiempo de recuperación de la palabra. Pareciera que muchos ciudadanos han decidido utilizarla. Y está bien que así sea.

La usan y la despliegan con la convicción de quien sabe lo que hace. De quien sabe lo que quiere.

Como un acto de rebelión innegociable frente a la realidad que los provoca.

La emplean para decir lo que sienten. Para manifestarse. Para maldecir o bendecir el mundo que les acontece.

Hacen bien, porque la palabra es una instancia para transformar la realidad que vivimos y construir el mundo en el que queremos vivir.

No es una instancia suficiente. Pero es una instancia necesaria.

Que se expresen quienes quieren vivir en un mundo mejor.





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sábado, 2 de abril de 2016

Volver a yoga


He decidido retomar yoga. Y hacerlo con todo, sin titubeos.

A matar o morir.

Estaba en una ciudad balnearia y resolví involucrarme nuevamente en la práctica yoguista. A esta altura no tengo dudas de los beneficios que ocasiona y la cuenta positiva que le reporta a quien participa de ese tipo de espacios.

Así que decidí ponerme el jogging y alistarme a la clase de yoga.

Llegué hasta la puerta entre abierta y golpee.

Una mujer de unos cuarenta años sonrió y me dio la bienvenida.

-Estoy unos días en la ciudad y quería ver si podía hacer alguna clase de yoga –dije.

La mujer se ensimismó en palabras, dijo que no habría problemas, que estaba por empezar. Que podría quedarme. Y cuando intentaba decirme que la primera clase era gratis, le advertí.

-Pasa que estoy hoy y mañana. Así que debería pagar por clases.

Inquerí pensando que serían baratos $50 y caros $100.

-Serían ochenta -escuché.

Ahí nomás pensé que era algo intermedio, caro.

-Pero cuánto sale por mes?

-$360

Confirmé pronto que $80 no era intermedio caro, sino caro o muy caro. Pero no podía ser tan miserable de abandonar la determinación de hacer la clase por unos ochenta pesos que hoy no alcanzan para nada. O casi nada.

-Acomodate -me dijo.

Me saqué las zapatillas y observé el lugar. Era un salón pequeño con espacio para seis o diez personas. Una chica miraba sonriente desde el costado, desplegándose a voluntad en una colchoneta azul.

Vamos a ser tres, pensé.

De repente llega Nelly. Es una señora que tiene bastante flexibilidad, cosa que descubrí después, cuando se entregaba a los ejercicios con una soltura elogiable.

Nelly llega y saluda con un beso. Luego se despatarra en la colchoneta y empieza a hacer de las suyas.

-Esperamos un ratito y empezamos -dice la profesora.

Yo por supuesto atento, medido. Percibiéndolo todo. Quietito en la colchoneta.

La puerta se abre de repente y entra un muchacho de unos treinta y pico. Me mira con cara de desconfiado y avanza a paso decidido. Pasa por delante de la profesora, de Nelly y de mí.

Avanza sin pausa y le estampa un beso en la boca a la chica sonriente. Gira sobre sus pasos y vuelve hasta la colchoneta que está al lado mío.

-Preparé algo especial –escucho.

Es la profesora, dice que armó una clase muy particular. Que vamos a trabajar con unas maderas.
No puede ser, me digo. Maldigo la idea. Quiero una típica clase de yoga. Sin innovaciones memorables.

Protesto en silencio maldiciendo la innovación, viendo los dos bloques de madera que están delante de la colchoneta.

Pronto estamos arriba de las maderas, mis compañeros y yo. Todos haciendo equilibrio.
-Estírense hacia adelante -escuchamos.

Y eso hacemos, sufriendo el desliz de la madera y manteniendo el equilibrio como podemos.

-Ahora hacia abajo…

-Brazos estirados…

Se suceden una serie de incomodidades indeseables que confirmaban la desgracia que imponía la innovación de las maderas. Mientras resisto como puedo las indicaciones de la profesora, sin la valentía de rebelarme o huir de la situación.

Solo pienso que soy un pusilánime, incapaz de defender mis intereses y acomodar el mundo a la previsibilidad que esperaba.

Debe haber sido la cara sufriente, esforzada o desconfiada la que realinea la clase a los pocos minutos.

-Ahora vamos a lo convencional –dice la profesora.

Nos desparramamos en las colchonetas. Hacemos el gato triste. El gato contento. Llevamos los pies a un lado, la cabeza para el otro.

Pide unas poses difíciles y exigentes. Me enrosco en mi cuero, mientras miro a Nelly que se despliega como pez en el agua.

-Estirá más la pierna –dice la profesora.

Soy yo, que no he quedado lo suficientemente enroscado. Todo por la convicción de llegar hasta donde termina el esfuerzo y empieza el sacrificio.

-Más –insiste.

Simulo con mayor esmero, pero no es suficiente. La profesora se acerca, me toma la mano. La pone con el pie. Se pone de atrás y me empuja. Mientras forcejeo y veo a Carlitos Paternoste con los ojos cerrados, que desde la lejanía dice…

-No te tienen que tocar en yoga.

Siento a la mujer que no cede. Con la imagen de Carlitos hablándome determinante.

Me dejo doblegar sutilmente hasta que la profesora poco a poco cede en sus pretensiones y acepta los límites de la flexibilidad.

Pide posturas propias de principiantes. Otra vez el gato enojado. El gato triste. Y de repente bien contra la pared a hacer la vela.

Permanezco con los pies en V de victoria. Quizás como un símbolo de haber llegado a esta instancia.

Ahora los ejercicios se vuelven más calmos. Una música suave comienza a ganar protagonismo.

Se apagan las luces y se aproxima el final.

Silencio y quietud.

Boca arriba, sin hacer nada. Tendidos en las colchonetas por varios minutos.

Todo muy disfrutable hasta que en plena oscuridad un trapo me cae sobre la cara con olor a limón.
Me quieren hipnotizar, pienso. Esto no lo vi nunca.

Resisto el trapo, el olor a limón, los sonidos que se imponen con una campanita. El silencio y la oscuridad irrenunciable.

Más golpeteos a la campanilla que alientan la desconfianza. Es cierto, quieren hacerlo.

Sólo sé que debo resistir hasta el final. No voy a cambiar las cosas en un acto repentino de rebeldía y locura.

Permanezco en silencio con el trapo cubriendo mi rostro, inmóvil en la colchoneta.

Sin decir absolutamente nada.





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sábado, 20 de febrero de 2016

El hombre convencido


Siempre me llama la atención la gente que se juega por sus convicciones y obra en consecuencia. 

Pocas cosas tal vez me alegran más que ver a hombres o mujeres que se entregan a sus causas y parecen dar la vida por ellas.

A mí me suele ocurrir que disiento muchas veces con el gladiador de turno, pero lo observo con admiración por la entrega, el ímpetu y la garra con la que defiende su posición. 

Eso acabo de hacer ahora al ver a un hombre que dio la vida por ser quien es en un programa de televisión destinado a lincharlo. 

Sus antecedentes parecían propicios para la condena definitiva, y la predisposición de los panelistas no ofrecía ningún duda acerca de la intención de aniquilarlo.

Así que me dispuse a ver el programa grabado y a reflexionar sobre las distintas cuestiones que se suscitaban a partir de la posición del señor que defendía de manera indeclinable cada uno de sus actos, de sus decisiones.

De sus aciertos. Y de sus errores.

Observaba como un niño obnubilado.

De repente un panelista tiraba munición gruesa a partir de hechos que parecían incontrastables. Pero recibía de inmediato un golpe simbólico correctivo que parecía disciplinarlo.

Y, aunque jamás disciplinaba, porque el panelista doblegaba la animosidad en el ataque, el hombre convencido lograba sobreponerse y asestar unos buenos golpes para salir airoso.

Eran en esas disputas innegociables donde se jugaba el resultado final de la partida. Que no era ni más ni menos que la condena irrenunciable o la absolución definitiva.

Como todo buen espectador no podía más que observar. Estar atento. 

Reflexionar.

Tal vez la adversidad cizañera que caía sobre el ser juzgado, me disponía a solidarizarme con el invitado. Aunque conceptualmente no coincidía en muchas de sus opiniones y repudiaba sus antecedentes, que conocía únicamente por la información que consumía en los medios como todo buen lector informado. 

El programa llegó a su fin unos minutos después de que el conductor despida amablemente al hombre convencido. En ese lapso otros panelistas aprovecharon a asestar unos buenos golpes con la impunidad que ofrece la posibilidad de hablar cuando no está el afectado por los dichos.

Uno se queda pensando si es peligroso que una persona se cierre en sus certezas y se niegue a asumir quizás errores que haya cometido.

Se inquieta sobre el perjuicio que puede tener quien se aferra a sus verdades, sin permitirse la duda.

Se pregunta por la humildad, que puede abrir la posibilidad de superarnos. Salvándonos de la ceguedad de nuestras certezas.

Y se queda con la creencia de que un hombre convencido tiene la dignidad de jugarse por quien es.




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viernes, 12 de febrero de 2016

Amigos fanáticos



Siempre me resulta difícil relacionarme con mis amigos fanáticos. Ellos defienden a capa y espada todo lo defendible, con el mismo ímpetu que defienden todo lo indefendible.

Es cierto que uno a veces es lento y necesita tiempo para llegar a la sospecha, que habilita luego la posibilidad del avivamiento. Utopías si las hay.

Pero hay momentos en el que uno se dice que ahora sí. Esta vez sí. Ahora sí que se inquietó, y siente que esa instancia a veces fugaz de sospecha le abre los ojos, le anuncia por fin el avivamiento.

Aunque a veces falla.

Con mis amigos fanáticos ha sido un poco tortuoso, demorado, llegar a la sospecha. Pero ante la recurrencia de comportamientos con los que ejercen sus posturas, no pude más que apiolarme de algún modo y ver esto de lo defendible e indefendible.

Y ver también un poco lo escabroso que debe ser para mis amigos fanáticos defender una posición que luego por ejemplo se contrapone diametralmente. Y entonces deben hacer una voltereta en sentido contrario para defender a rajatabla la nueva perspectiva.

Cosa que ante los ojos de los demás genera incomodidad, porque uno recuerda que defendían tal o cual idea y luego con el mismo empeño defienden la idea antagónica, por la cual parece que están dispuestos a batirse a duelo o entregar la vida.

Quizás por eso me he manejado con cautela y respeto, para no generar animosidades que provoquen enojos innecesarios y erosionen el sano vínculo de amistad que en mi opinión es lo más valioso que tenemos.

Pero eso por supuesto no me ha impedido alzar la voz y presentar disidencias en cuestiones que discrepo, para ofrecer de inmediato la fundamentación de cierta opinión contraria que suele disgustarles.

Cosa que arbitro con cierto cuidado, porque he notado que el fanático tiene como propósito esencial maniatarse en su posición y encapricharse en sus creencias, más allá de las evidencias que puedan cuestionar sus consideraciones o las realidades que se manifiesten con elocuencia.

Así que muchas veces tiro de la soga y aflojo para que no se corte el hilo.

Y luego sigiloso al tiempo procuro hablar sobre alguna posición en la que nos encontramos cercanos, para preservar la amistad.

Que sientan que no soy enemigo. 

Y que no deben aniquilarme.




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martes, 9 de febrero de 2016

El antifaz



Me presenté sin pensarlo. Sabía que tenía que estar en la fiesta. Era mi obligación, mi deber. 

Así que me dispuse a ir y fui. Con un traje nuevo, una camisa nueva y una corbata vieja.

-Comprate una finita, Juan -me había dicho Flavia.

Creo que lo dijo varias veces pero ninguna lo escuché.

Los días pasaron…

-La fiesta es mañana, ¿tenemos todo?

-Fijate si tenés corbata.

Miro en el placard, hurgueteo. ¿Se dice todavía hurgueteo? Uno debe estar viejo y se debe notar en todas partes. En las arrugas, en las conversaciones. En las palabras.

Seguro que no se dice hurgueteo.

En fin, abro la puerta del placard, veo la ropa apilonada. Demasiado apilonada como para no querer cerrar la puerta pronto y evadirme de ese quilombo. Empiezo a correr las perchas, de a poco. Tengo la expectativa que aparecerá la percha con las corbatas. Corro dos, tres, cuatro perchas repletas de ropa. Nada. Miro desde abajo, con la esperanza que sobresalga una, una que al menos me rescate de no tener corbata un día antes de la fiesta. Algo sobresale desde abajo, aparece como por arte de magia para salvarme. Es una corbata, rosa, con dibujitos. Una corbata al fin. 

-Acá hay una. 

-Buenísimo -escucho.

-¿Será moderna?

-No sé Juan, hace mil años de esa corbata. Creo que se usan finitas.

-¿Te parece?

-Sí, ahora se usan finitas.

Agarro la corbata con las dos manos, la miro con la intención de explorar su aspecto, su color, su anchura.

-Esta no es finita.

Flavia la mira, la indaga. No, Juan. No es finita.

No importa, tengo corbata y tampoco es que sea una corbata fea, desafinada. Un despropósito de corbata. Es sin dudas una corbata digna, fuera de moda. Pero digna. 

Tenemos todo ahora así que mañana salimos para Bahía y después a la fiesta.

Salimos el viernes para Bahía y de ahí a Santa Rosa.


Llegamos a la fiesta. Es de noche, se abre el salón. Hay bolas de boliche, digo de discos, de pub, o de lo que llamen ahora los que viven en este tiempo. Son varias bolas de boliche de distintos tamaños, muy grandes, grandes, medianas y chicas. También, muy chicas. Hay una pantalla. Hay un piso arriba con varios supuestos disyokey y en el salón estamos todos. Los tíos, los hermanos, los padres, los amigos de la anfitriona de la fiesta. Y ningún colado.

Sospecho.

Porque al entrar me preguntan mi nombre y chequean. Digo el nombre de Flavia y chequean. Sin duda urdieron un plan para dificultar la llegada de intrusos, que, creo, sería muy poco probable que se acerquen al lugar o merodeen por zonas cercanas esperando la posibilidad de que un resquicio o una breve grieta facilite la intromisión y posibilite sus presencias.

Pasamos a la mesa indicada y nos sentamos. 

Enfrente está el novio que tiene todo lo que tiene que tener.

Es piola. Es inofensivo. Un buen tipo.

Llega el fiambre y luego se produce una tensa demora. El disjokey pone básica bajito. Los comensales aguardamos. Los minutos pasan.

Mi madre se levanta y mueve un poco los hilos para que se active el servicio. 

Su capacidad de acción surte efecto y algunos mozos se movilizan y empiezan a llegar con el plato principal.

La fiesta se recupera.

Hace frío. Demasiado frío para mi gusto.

Intervengo abusando de mis facultades que no eran propias de quien tenía jerarquía para tomar decisiones que afecten a todos.

-Está muy frío el aire -le digo a una persona que parece ser la comandante en jefe de la fiesta- ¿Podrían bajarlo un poco?

La señorita escucha con amabilidad mi pedido. Estira la mano. Corrobora. Sonríe.

Indica que se proceda en consecuencia, mientras yo miro como otra señorita que responde a sus ordenes avanza para subir la temperatura en el salón donde estamos todos.

Suena un vals. Baila el padre, la madre. 

-Andá vos -le indico a mi hermano primogénito.

En una familia tradicional el segundo hijo es el segundo y ocupar el lugar del primero puede ser un sacrilegio.

-Andá vos primero -le insisto mientras lo toco con el codo.

Mi hermano honra su función a raja tabla, aunque no se debe decir a raja tabla. Se levanta impulsado de la silla de al lado y avanza.

La mira a mi hermana y bailan.

Observo desde lejos, hasta aguardar mi turno.

Me levanto, voy, la agarro y bailamos.

-Está re bueno, ¿no? -me dice Paulita.

-Sí, re lindo.

La fiesta sigue y todos estamos contentos. 

Termina el valls y se retoma el baile. He decidido participar con mayor protagonismo que en otras oportunidades, donde las fiestas son de alguna manera más ajenas. Así que me incorporo, la miro a Flavia y le digo.

-Vamos.

Y vamos entonces a la pista, a hacer lo que sabemos que tenemos que hacer.

Flavia se mueve con destreza, tiene habilidad. Sabe.

Yo intento sostener un paso medido, reticente. Apenas muevo hacia la derecha para volver después a la izquierda. 

Sé que conviene mover también las manos. Así que las muevo. Pero lo hago con cuidado, como si estuviera resguardándome no sé de qué. Tal vez de la mirada ajena.

Así que voy con un ritmo menguado, racional. Medido.

Pienso que la timidez me domina y es la auténtica responsable de mis movimientos escuetos, aunque ya no se deba decir escueto.

Nos sentamos y pasa lo que tiene que pasar. Mesa de postres. Videos. Sorpresas. 

Mi sobrino Felipe ha decidido tomar un protagonismo llamativo. De pronto aparece dos, tres, cinco, seis veces en pantalla. La última conmigo, que mientras levanto la copa habla por el micrófono para desearle felicidades a los novios.

Terminan los videos y llega el momento crucial. 

Reparten cotillón.

Veo a mi tío pronto iluminado con un aro y una bincha. Es un aro que cambia de colores. Parecido a los lentes que tiene mi primo, que se iluminan y parpadean. Mi otro primo JP También se ha disfrazado, tiene galera, vincha. 

De pronto la fiesta se puebla de mascaritas por todos lados.

Agarro anteojos luminosos. Collar de guirnaldas. Anillo parpadeante. 

Voy a la pista a hacer lo mío. Muevo sigiloso pero más decidido.

Busco a Juan Carlos y le pongo una guirnalda. Lo cruzo a César y le agarro la cintura. Me subo al trencito que protagoniza la pista.

Me pongo un antifaz verde y me cruzo con Mabel, para darle unas vueltas. Le toco la cabeza a Gladis que se ríe. Lo encuentro a Elpidio que está hecho una mascarita entre tantos disfraces.

Pedimos fotos y el fotógrafo obra en consecuencia.

Mi tía se muestra desconcertada pero se encuentra de pronto embaucada en una danza india que improvisamos con Elpidio y JP. A la que pronto se suman otros muchachos.

El ritmo a tomado mi cuerpo y levanta mis brazos, mueve mis piernas, improvisa movimientos que parecen respetables. De pronto la desinhibición es la causante de una habilidad inédita.

No ha sido el alcohol de media copa de champán ni de los dos sorbos de vino.

Es el antifaz el que me regala la fiesta.

Los otros también están disfrazados. Ahora somos nosotros.

Ahora nos divertimos.





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jueves, 28 de enero de 2016

Conversaciones de verano



Voy a ir a caminar. Muy bien Juancito. Un poco, voy para allá a favor del viento. Andá hasta el espigón. Ni loco. Te hace bien. Voy varias cuadras antes. ¿Pero por qué no vas hasta el espigón? Porque es muy lejos Flavia, voy hasta donde llega el esfuerzo y empieza el sacrificio. Jaa. Andá. No, voy varias cuadras antes. 

Igual hay mucho sol ahora, no me va a convenir. Andá. Voy después, hagamos unos mates. ¿Te parece? Sí, dale. Fijate que el agua creo que está muy caliente. ¿Trajiste galletitas? Sí, Juan. Bueno dame. Otra vez opera. Sí. ¿Busco churros? No Juan, los churros hacen mal. ¿Te parece? Sí, hacen mal. En realidad los que hacen mal son los viejos, los que te dan del día anterior. Andá vos a buscar. Jaa. Decile que si te da uno de los churros viejos, voy a ir yo con cara de malo a pedir explicaciones. Jaa. Bueno, no vayas. 

Dame el mate. Está caliente. Otra vez se pasó el agua. Destapa un poco el termo entonces. Pero no está tan caliente. Sí, fijate. 

No te vas a sacar la remera. No Flavia, así está bien. Pero ¿por qué? Porque me miran las chicas y sos celosa. Jaa. Sacate que te queda la marca en los brazos. Hace años que tengo la marca del sol de camioneros. Me la dejo. Como quieras. Pasa que también evitás lunares que pueden aparecer. La remera es el mejor protector. Después la dermatóloga no sabe por qué te aparece un lunar. Como quieras. Bueno, me la saco entonces. Pero las chicas me van a mirar. Jaa. 

Viste lo de la lotería. ¿Qué pasa con la lotería? Dicen que no está la plata para pagar los premios. No puede ser Flavia, exageran. Es cierto, dicen eso. Entonces no vas a poder jugar para comprar el departamento. No, es que no está la plata. Exageran, me parece. Si fuera cierto que han robado tanto estarían presos. Pero si nadie va preso Juan. Qué se yo, hay que ver. La única que metería presos a todos es Lilita, Juan. ¿Te parece? Seguro. Pero habría que ver que meta solo a los chorros. Y sí. Te acordás que no estaban las boletas de ella en las elecciones. Sí, es cierto. ¿Se habrá enterado de eso? Quien sabe. Eso de la boleta de papel no debería existir más. 

Dame el libro. No Juan. No te lo vas a pasar leyendo. No exageres. Pero así te quedás en la reposera. Bueno me levanto y voy a surfear entonces. Jaja. Uno es preso de la comodidad y es por la comodidad que vive poco. Pero a vos no te gusta surfear. No. Por eso te pido el libro. Pero es muy de abuelo, tenés razón. Entre los libros y mails del trabajo que te pasás enviando no vivís bien la playa. ¿Qué querés que haga? Dejá los libros y dejá un poco los mails. Despejate.

Bueno, salgo para el espigón. ¿Vas a ir entonces? Sí, unas cuadras antes. Voy unas cuadras antes de terminar el esfuerzo, porque si calculo mal me veo involucrado en el sacrificio. Y tengo que volver.

Andá Juancito. 

Ya vuelvo.





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domingo, 17 de enero de 2016

Refunfuñones


El mundo está plagado de refunfuñones.

Pero eso no es lo más preocupante, quizás lo más preocupante es sospechar que uno es parte de ellos. Que está encolumnado en el equipo de los quejosos, o bien tiene cierta disposición intrínseca para protestar por los motivos que fueran.

Porque bien vale la pena hacerlo si por ejemplo despedazan bosques o dañan el medio ambiente. O un trapito quiere cobrarnos 50 pesos. O llueve.

O lo que fuera.

Causas por supuesto nunca faltan para alentar a uno a enceguecerse un poco y poner el grito en el cielo por los motivos que sean.

La economía, la corrupción. La delincuencia.

A favor o en contra.

Porque ya vemos que hay quienes la defienden. Pero no vamos a entrar en esos menesteres, porque estamos en otro tema.

La protesta. El ser gruñón. El quejoso.

Es increíble que se fomente el gruñido incansable por los motivos que fueran. Y que tanta gente gruña, se enoje. Proteste.

Putee.

Muchos por supuesto escondidos detrás de usuarios anónimos en redes sociales. Pero otros sacando pecho y poniéndoselo a las balas para decir lo que piensan sin mayor resguardo que el escudo de su nombre y apellido.

Que por supuesto no ataja ni un balín ante cualquier gruñón decidido que quiera vulnerarlo.

Quizás deberíamos preguntarnos si no nos estamos volviendo un poco gruñones innecesariamente. Y si ese gruñido que nos convoca no nos arruina un poco la emocionalidad, y tiñe de gris algún momento del día.

Claro que muchos gruñen para cambiar el mundo. O para encausarlo detrás de sus sanas convicciones.

Si esos gruñidos son necesarios, gruñir no es tan pecaminoso.




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miércoles, 6 de enero de 2016

¿Hay que matar mosquitos?


Yo vi al cura decir que hay que matar mosquitos.

En verdad no lo vi, lo leí. Lo leí en twitter el otro día, apenas entré y vi qué se estaba diciendo.

Entré y el cura puso una foto con una raqueta eléctrica y un comentario certero, claro. Para nada confuso.

“Matando mosquitos”, puso. O algo así. 

Pero no había dudas, estaba el cura en la foto. Era él. Tenía la raqueta en la mano y la convicción indeclinable.

Se mostró en el lugar de los hechos y avisó lo que iba a hacer. O lo que aparentemente estaba haciendo. Porque tenía la raqueta y la decisión inalterable.

Le escribo, dije.

Le pongo que eso quizás no esté bien. ¿Hay que matar mosquitos? ¿No son seres vivos? Me pregunté en silencio, mientras me dispuse a escribirle.

Pero no me conoce el hombre, pensé. No puedo andar yo inmiscuyéndome en este tipo de circunstancias en apariencia irrelevantes. Quién soy yo para decirle a un cura párroco si está bien matar mosquitos.

En verdad no lo sé. Es una inquietud. Una pregunta que se me impone por abrir twitter y ver al hombre con sotana y raqueta, dispuesto a electrificar con impunidad a todo mosquito que se le cruce.

Los va a matar entonces, pensé. Sin miramientos.

Ni contemplaciones.

¿Sabrá lo que hace?, me preguntaba. 

No, no le escribo. El cura va a pensar que estoy hablando pavadas. Que a los mosquitos hay que matarlos por la sencilla razón de que pican. O porque no podemos preguntarnos con todos los problemas que tenemos, si está bien o está mal electrificar mosquitos.

Es un buen hombre, pensé. Y yo no puedo detenerme en esta suerte de minucias, porque podría producir una especie de intercambio de opiniones sobre la materia, y enredarnos todos en la disyuntiva que procuraría dilucidar el buen proceder.

Aunque eso no es algo menor.

Por ejemplo quizás determinamos que no es de buena gente matar mosquitos ni seres vivos, con lo cual muchos mosquitos se salvarían de ser aplastados o electrificados.

Y uno dice eso pero suele hacer otras cosas iguales o peores. Como comer carne.

Carne de vaca. Carne de pescado. Carne de pollo.

Y, sin ir más lejos, no solo carne. También vegetales.

Está bien que uno sea exagerado y efusivo. Pero los vegetales son seres vivos. No nos hagamos los distraídos. 

El vegetariano es también un asesino.

En ese sentido solo podríamos comer frutos. Frutos maduros que caigan. 

Ahí seríamos definitivamente inocentes.

En fin, uno es contradictorio y aduce que el ser humano es contradictorio, como un burdo truco para salvarse.

Pero la verdad en sus profundidades tiene la nitidez que solo la verdad puede ofrecer. 

No está bien matar mosquitos.

Ni perros. Ni pollos. Ni vacas.

Ni nada.




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