martes, 9 de febrero de 2016

El antifaz



Me presenté sin pensarlo. Sabía que tenía que estar en la fiesta. Era mi obligación, mi deber. 

Así que me dispuse a ir y fui. Con un traje nuevo, una camisa nueva y una corbata vieja.

-Comprate una finita, Juan -me había dicho Flavia.

Creo que lo dijo varias veces pero ninguna lo escuché.

Los días pasaron…

-La fiesta es mañana, ¿tenemos todo?

-Fijate si tenés corbata.

Miro en el placard, hurgueteo. ¿Se dice todavía hurgueteo? Uno debe estar viejo y se debe notar en todas partes. En las arrugas, en las conversaciones. En las palabras.

Seguro que no se dice hurgueteo.

En fin, abro la puerta del placard, veo la ropa apilonada. Demasiado apilonada como para no querer cerrar la puerta pronto y evadirme de ese quilombo. Empiezo a correr las perchas, de a poco. Tengo la expectativa que aparecerá la percha con las corbatas. Corro dos, tres, cuatro perchas repletas de ropa. Nada. Miro desde abajo, con la esperanza que sobresalga una, una que al menos me rescate de no tener corbata un día antes de la fiesta. Algo sobresale desde abajo, aparece como por arte de magia para salvarme. Es una corbata, rosa, con dibujitos. Una corbata al fin. 

-Acá hay una. 

-Buenísimo -escucho.

-¿Será moderna?

-No sé Juan, hace mil años de esa corbata. Creo que se usan finitas.

-¿Te parece?

-Sí, ahora se usan finitas.

Agarro la corbata con las dos manos, la miro con la intención de explorar su aspecto, su color, su anchura.

-Esta no es finita.

Flavia la mira, la indaga. No, Juan. No es finita.

No importa, tengo corbata y tampoco es que sea una corbata fea, desafinada. Un despropósito de corbata. Es sin dudas una corbata digna, fuera de moda. Pero digna. 

Tenemos todo ahora así que mañana salimos para Bahía y después a la fiesta.

Salimos el viernes para Bahía y de ahí a Santa Rosa.


Llegamos a la fiesta. Es de noche, se abre el salón. Hay bolas de boliche, digo de discos, de pub, o de lo que llamen ahora los que viven en este tiempo. Son varias bolas de boliche de distintos tamaños, muy grandes, grandes, medianas y chicas. También, muy chicas. Hay una pantalla. Hay un piso arriba con varios supuestos disyokey y en el salón estamos todos. Los tíos, los hermanos, los padres, los amigos de la anfitriona de la fiesta. Y ningún colado.

Sospecho.

Porque al entrar me preguntan mi nombre y chequean. Digo el nombre de Flavia y chequean. Sin duda urdieron un plan para dificultar la llegada de intrusos, que, creo, sería muy poco probable que se acerquen al lugar o merodeen por zonas cercanas esperando la posibilidad de que un resquicio o una breve grieta facilite la intromisión y posibilite sus presencias.

Pasamos a la mesa indicada y nos sentamos. 

Enfrente está el novio que tiene todo lo que tiene que tener.

Es piola. Es inofensivo. Un buen tipo.

Llega el fiambre y luego se produce una tensa demora. El disjokey pone básica bajito. Los comensales aguardamos. Los minutos pasan.

Mi madre se levanta y mueve un poco los hilos para que se active el servicio. 

Su capacidad de acción surte efecto y algunos mozos se movilizan y empiezan a llegar con el plato principal.

La fiesta se recupera.

Hace frío. Demasiado frío para mi gusto.

Intervengo abusando de mis facultades que no eran propias de quien tenía jerarquía para tomar decisiones que afecten a todos.

-Está muy frío el aire -le digo a una persona que parece ser la comandante en jefe de la fiesta- ¿Podrían bajarlo un poco?

La señorita escucha con amabilidad mi pedido. Estira la mano. Corrobora. Sonríe.

Indica que se proceda en consecuencia, mientras yo miro como otra señorita que responde a sus ordenes avanza para subir la temperatura en el salón donde estamos todos.

Suena un vals. Baila el padre, la madre. 

-Andá vos -le indico a mi hermano primogénito.

En una familia tradicional el segundo hijo es el segundo y ocupar el lugar del primero puede ser un sacrilegio.

-Andá vos primero -le insisto mientras lo toco con el codo.

Mi hermano honra su función a raja tabla, aunque no se debe decir a raja tabla. Se levanta impulsado de la silla de al lado y avanza.

La mira a mi hermana y bailan.

Observo desde lejos, hasta aguardar mi turno.

Me levanto, voy, la agarro y bailamos.

-Está re bueno, ¿no? -me dice Paulita.

-Sí, re lindo.

La fiesta sigue y todos estamos contentos. 

Termina el valls y se retoma el baile. He decidido participar con mayor protagonismo que en otras oportunidades, donde las fiestas son de alguna manera más ajenas. Así que me incorporo, la miro a Flavia y le digo.

-Vamos.

Y vamos entonces a la pista, a hacer lo que sabemos que tenemos que hacer.

Flavia se mueve con destreza, tiene habilidad. Sabe.

Yo intento sostener un paso medido, reticente. Apenas muevo hacia la derecha para volver después a la izquierda. 

Sé que conviene mover también las manos. Así que las muevo. Pero lo hago con cuidado, como si estuviera resguardándome no sé de qué. Tal vez de la mirada ajena.

Así que voy con un ritmo menguado, racional. Medido.

Pienso que la timidez me domina y es la auténtica responsable de mis movimientos escuetos, aunque ya no se deba decir escueto.

Nos sentamos y pasa lo que tiene que pasar. Mesa de postres. Videos. Sorpresas. 

Mi sobrino Felipe ha decidido tomar un protagonismo llamativo. De pronto aparece dos, tres, cinco, seis veces en pantalla. La última conmigo, que mientras levanto la copa habla por el micrófono para desearle felicidades a los novios.

Terminan los videos y llega el momento crucial. 

Reparten cotillón.

Veo a mi tío pronto iluminado con un aro y una bincha. Es un aro que cambia de colores. Parecido a los lentes que tiene mi primo, que se iluminan y parpadean. Mi otro primo JP También se ha disfrazado, tiene galera, vincha. 

De pronto la fiesta se puebla de mascaritas por todos lados.

Agarro anteojos luminosos. Collar de guirnaldas. Anillo parpadeante. 

Voy a la pista a hacer lo mío. Muevo sigiloso pero más decidido.

Busco a Juan Carlos y le pongo una guirnalda. Lo cruzo a César y le agarro la cintura. Me subo al trencito que protagoniza la pista.

Me pongo un antifaz verde y me cruzo con Mabel, para darle unas vueltas. Le toco la cabeza a Gladis que se ríe. Lo encuentro a Elpidio que está hecho una mascarita entre tantos disfraces.

Pedimos fotos y el fotógrafo obra en consecuencia.

Mi tía se muestra desconcertada pero se encuentra de pronto embaucada en una danza india que improvisamos con Elpidio y JP. A la que pronto se suman otros muchachos.

El ritmo a tomado mi cuerpo y levanta mis brazos, mueve mis piernas, improvisa movimientos que parecen respetables. De pronto la desinhibición es la causante de una habilidad inédita.

No ha sido el alcohol de media copa de champán ni de los dos sorbos de vino.

Es el antifaz el que me regala la fiesta.

Los otros también están disfrazados. Ahora somos nosotros.

Ahora nos divertimos.


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