viernes, 26 de octubre de 2018

El ser pijotero


Gracias a andar con cierta curiosidad y atención por la vida descubrí hace un tiempo que el ser pijotero es un ser limitado.

Cada uno es preso de sus decisiones y restringir el despliegue del dinero tiene sus consecuencias. Cuando alguien lo hace de manera excesiva queda delimitado por un mundo pequeño que lo empobrece y le impide acceder a mayores posibilidades.

Todos tenemos una relación con el dinero que supongo será dinámica y cambiante. Observarla cada tanto quizás nos ayude a concientizarnos de ella, para sostenerla o redefinirla.

La calidad de nuestras decisiones definen las posibilidades de nuestro mundo.

Por eso quizás me alerté al ver al ser pijotero en acción. Primero, como ocurre con frecuencia, sospeché. Luego observé una seguidilla de comportamientos en distintas circunstancias.

Finalmente al descubrir su lógica, la inquietud se transformó en certeza y pude observar que en verdad las consecuencias del accionar del hombre pijotero eran delimitar su mundo y consecuentemente precarizarlo.

Y no voy a decir aquí que hablo de un amigo o de mi suegro.

Pero el ser pijotero es como que se cierra una puerta gigante ante las posibilidades que se le presentan. Y al detenerse frente a esa puerta se niega la alternativa de desplegarse ensanchando su mundo.

Lo cual ofrece al parecer una única ventaja de dudoso beneficio. Que es asegurarle preservar el dinero en su bolsillo.

¿Para qué?

También es algo que inquieta. Porque el hombre pijotero está expuesto a cualquier desliz que de repente le arrebate todo el dinero que preservó con empeño.

Como una multa por ejemplo, que facilitada por un descuido le puede sacar de un saque siete mil pesos.

U otras circunstancias que cada uno sabrá.

En la trastienda del hombre pijotero quizás puede suponerse que lo que valora es más el dinero que la experiencia.

Se queda con los billetes para negarse posibilidades.

Es cierto que por cuestiones éticas, filosóficas, humanas, de respeto irrestricto al derecho libertario que supone que cada uno haga lo que se le antoje, uno no debería emitir opinión, balbucear nada al respecto, y dejar al hombre pijotero tranquilo con sus propias elecciones.

Porque si asume esa identidad y la honra, es evidente que tiene para él sus claros beneficios.

Aunque uno lo mire de reojo y crea que no hace ningún negocio.




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viernes, 19 de octubre de 2018

Entre la escritura y la lectura


La escritura viene siempre a sintetizar alguna inquietud o a elaborarla. De Alguna manera sirve para aportar claridad y despojarte de cierta molestia.

Es como si fuera una piedra en el zapato que queremos sacar.

Por eso viene uno a veces a la página en blanco. Para liberarnos de la molestia y seguir con otra cosa.

Cuando se pone el punto final de alguna manera uno tiró la piedra y pasa a otro tema. O sigue con su vida sin la molestia que lo perturbaba.

El lector no tiene la culpa, pero al leer puede identificarse o inspirarse para construir su propio relato, tomar decisiones o facilitar la creación de su mundo.

Porque más importante que lo que puede decir alguien que escribe, es lo que puede elaborar con su pensamiento alguien que lee.

La escritura es un espacio mágico que habilita la creatividad, potencia la imaginación e incentiva la posibilidad de transformar la realidad y el mundo.

Sin exagerar.

También por eso vale la pena leer y escribir. Para darnos la posibilidad de facilitar un espacio de reflexión que nos despliegue hacia otros espacios que podemos habitar, incentivados por esa alternativa.

Por eso cuando uno lee está como encima de un trampolín. Primero habitándolo y luego quizás dando pequeños saltitos.

Abre una hoja y avanza párrafo a párrafo, mientras su pensamiento comienza el juego que lo lleva a recorrer territorios que pueden ser tan interesantes como inesperados.

Entonces surgen ideas, inquietudes, intenciones que escapan a lo que estrictamente uno puede leer en un determinado fragmento.

De ahí que escribir es en algún punto la posibilidad de invitar a que ese espacio de creación aparezca. Para que el lector llegue hasta donde quiera llegar, porque leer implica subirse al trampolín.

Para dar pequeños saltitos o hacer la pirueta final.






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viernes, 12 de octubre de 2018

El ser endiablado


La escritura es interesante porque muchas veces uno no sabe lo que va a escribir. Viene con una inquietud y arranca. Luego arremete hasta que llega al final.

Mira lo que escribió y se va como pancho por su casa.

Puse el título ese porque es lo primero que me vino a la mente. Esta vez no me ha pasado nada. No es que me haya cruzado con uno de esos seres y venga ahora turbado a resolver la situación y hacer justicia.

No.

Puede haber algún recuerdo de algo lejano, que debería buscar con intención pero vengo impoluto de la emocionalidad o el enojo que puede provocar el ser endiablado con su proceder.

Recuerdo por ahí una señora de mi pueblo de nacimiento y algunos que otros personajes menores que a fuerza de la agresión, la riña y el espíritu cizañero construyeron su identidad como seres endiablados.

Y quedaron presos de ella.

Es más o menos como los borrachos en los boliches.

Perdón, en las disco.

Supongo que se dice así, ¿no?

Bueno, es más o menos como los borrachos en las disco que reviven de la controversia primero y de la adrenalina después, que les aporta la pelea memorable que luego cuentan como proezas en sus vidas.

A mí me ha pasado de eso muy poco. Porque siempre he tenido la destreza y cobardía necesaria para evadirme de los seres endiablados y de los borrachos peleadores.

Siempre creí más en la inteligencia de la evitación que en la circunstancia de enredarme en conflictos indeseables.

Pero a veces debo reconocer que no son evitables, porque el borracho persiste buscando su víctima, al igual que persiste el ser endiablado.

Se nutren del otro y entonces se despliegan en la cotidianidad para edificar su existencia.

Creo que si en algo está confundida la sociedad argentina es en que el ser endiablado goza de cierto prestigio. Como si su actitud agresiva fuera un mérito, en vez de evidenciar la precariedad del ser humano.

Quizás por eso se mira con cierto respeto a quien insulta con mayor habilidad o despliega la destreza en el campo de la agresión, tanto con gestos como con palabras.

Creo que hay esencialmente un problema educativo, que afecta negativamente al conjunto de la sociedad.

Primero el ser endiablado adopta la identidad maliciosa. Luego se desenvuelve con habilidad y consecuentemente genera un contexto desagradable.

Insulta, agravia, putea…

Después las víctimas y la sociedad en su conjunto conviven con el perjuicio del clima social que lejos de tener algún mérito se muestra indeseable.

Y así andamos, entre seres endiablados que hacen de las suyas.

¿No?





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martes, 9 de octubre de 2018

Hoja en blanco


Andaba algo inquieto porque hace tiempo pensé que la escritura se había ido y no tenía nada más por decir.

Quedarme con las manos vacías sin nada que escribir sería para mí un despropósito, un hecho lamentable de la existencia que me provocaría una suerte de repudio innegociable. Porque no puede ser que la inspiración ande de un lado para el otro, merodeando en tantos seres y se termine olvidando de mí.

Uno anda a veces con esas inquietudes o menesteres de absoluta intrascendencia en la cotidianidad de los seres, porque sospecho humildemente, desconocen de la cualidad que tiene la escritura para incidir en el  mundo, elaborar nuestras emociones, comprender la complejidad de la vida.

Y liberarnos de nosotros mismos.

Quizás por eso la inquietud y el enojo de la inspiración fallida que se olvida de mí o decide no visitarme.

Aunque creo que ante los hechos el capricho es un mal consejero y uno no debe escribir cuando no quiere escribir. Porque de lo contrario supongo que se encuentra con la imposibilidad o la desazón que devuelve la hoja en blanco.

Que dice…

Bueno, dale.

¿Vas a escribir o no?

Dale, escribite algo.

Por eso me parece que lo mejor es escribir cuando uno quiere escribir o bien cuando alguna dimensión difusa pero existente de la naturaleza indica que Juancito, Pedrito o Josefa deben ir a la computadora para apuntar algo.

Solo en esos casos de genuina convicción puede uno titubear quizás desde el silencio. 

Pero luego debe ir hacia la hoja en blanco.






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martes, 18 de septiembre de 2018

¿Cuánto valen las cosas?



Diego me dice que esa bici es mejor que la otra. Luego que esta es mejor que la anterior porque tiene ciertas cuestiones que la anterior no tenía. Y esta otra es superior por otros motivos que muy bien comenta. Aunque esta siguiente es todavía mejor porque tiene tales o cuales cosas que son superiores. Y esta otra que le sigue ya es lo mejor de lo mejor....

Lo acompaño asombrado mientras recorremos su local porque son todas bicis de la misma marca. Y nunca hubiera pensado que una bicicleta podía valer desde dos mil pesos a más de cien mil.

Tampoco que cada una se las ingenie para superar a la anterior y justificar el nuevo precio, con cuestiones que parecen menores pero deben ser lo suficientemente tentadoras como para que el cliente esté dispuesto a sacar unos cuantos pesos más de su economía y los deje sobre la mesa del bicicletero.

Pero habría que ser justo y decir que una bicicleta superior logra justificar su precio mayor por las prestaciones, con lo cual el cliente puede comprar confiado y permitirse ascender a la cima del mundo bicicletero sin ningún riesgo de ser estafado.

Según parece observarse con absoluta claridad. 

Porque hasta el cliente más desconfiado puede advertir con sus propios ojos que esa cosita o cosa que tiene la bicicleta de la gama superior es claramente mejor que esa cosita o cosa que tiene la bicicleta inferior.

Por eso quizás lo único que debe disernir es hasta qué precio le conviene pagar para justificar esa erogación y no ser robado de inmediato en el espacio público.

Con lo cual advierte que la bicicleta debe ser casi típica y lo más conveniente es que pase desapercibida.

Pero se lamenta porque la otra bicicleta es claramente mejor y tendría todo el derecho a comprarla y usarla tranquilamente si no fuera porque siente que puede ser apuñalado impunemente por un loquito de turno, aunque parezca mentira.

Y entonces le viene a la mente lo que le pasó al destacado economista que sufrió un evento de esas características que casi le hace perder la vida.

-Cuál te parece entonces Juan? -pregunta Diego mientras me mira con atención y aguarda la respuesta.

-Con esta creo que está bien.








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jueves, 13 de septiembre de 2018

El Hombre enojoso



Nada me inquieta más en los últimos tiempos que ver al hombre enojoso reaccionar ante las situaciones cotidianas que se le presentan. Lo observo desde el silencio como arremete sin miramientos para encauzar el mundo que en algún aspecto se muestra desalineado.

Entonces incide, a veces con furia o vehemencia. Con la convicción de que lleva la verdad a cuestas y debe hacerse cargo de las situaciones injustas que emergen, se insinúan o imponen. Cosa que hace que el hombre enojoso en muchas oportunidades se repliegue para tomar aire y volver a la carga, con una actitud irrenunciable por sostener la lucha para lograr sus propósitos.

Creo que esos espíritus enojosos y rebeldes son muchas veces una bendición para todos. Porque la actitud combativa lleva a incidir sobre la realidad para transformarla, en vez de convalidarla en sus peores aspectos, con posturas de resignación propias de la falta de empeño que revela el ser acomodaticio.

Por eso creo que los economistas, ciudadanos o periodistas combativos que tienen buena fe merecen la mayor admiración. Aun cuando a veces puedan estar equivocados o enredados en sus abstracciones.

Pero si luchan por sus convicciones con honestidad intelectual, merecen ser respetados.

Son ellos los que inciden para transformar la realidad y construir un mundo mejor.

Asumiendo peleas que muchas veces ofrecen contra uno o contra todos.

Situación que los hace más admirables.

En la vereda de enfrente transitan los mediocres que miran para otro lado, con una actitud burda que solo honra el espíritu pusilánime de quien cree en la comodidad que ofrece la cobardía.





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viernes, 7 de septiembre de 2018

¿Qué decir?


Si no fuera porque decir lo que uno piensa de manera innegociable traería presumibles problemas, andaría por la vida abriendo la boca sin ningún miramiento.

Nada suele ser más saludable que liberarse y decirlo todo ante los hechos que acontecen.

Pero el problema es que si uno se deja caer en la tentación de hablar con voz grave corre el riesgo de sufrir las consecuencias.

Así que no es fácil esto de decirlo todo, sobre todo y todo el tiempo.

Uno administra sus palabras, sus dichos.

Anda con cierto resguardo para evitar enloquecer a la fiera.

Pero cada tanto o con frecuencia, se permite abrir la boca y poner la palabra sobre la mesa.

Lo hace con la convicción de que puede incidir en la realidad, cambiar las circunstancias o transformar el mundo.

Lo hace porque quiere ser consecuente con uno y no traicionarse a sí mismo.

En el otro extremo hay gente que se traga siempre las palabras para recluirse en los recovecos de los acomodaticios.

Resguardados en los rincones del silencio nunca corren ningún riesgo.

Solo el de atragantarse con lo que quisieran decir y no dicen.

Pero yo sospecho que esas palabras que no dicen en verdad los indigestan.

Es insano vivir callando siempre lo que pensamos.

Por eso no entiendo a los que nunca dicen nada. A los que siempre miran para otro lado.

A los que nunca se juegan por nada. 





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sábado, 28 de julio de 2018

Los chismosos



Hace tiempo que esquivo a los chismes y a las malas lenguas. La vulgaridad me espanta cuando se ejerce sin escrúpulos.

Antes, por el contrario, me sentía tentado a chusmear. Me sentaba sigiloso a la mesa de Marta y escuchaba con el interés que escucha un niño los cuentos, que tienen sus aristas memorables y no paran de exacerbar la atención.

Así que yo iba a visitar a un amigo y me prendía con interés a los chismes que desplegaba Marta sin miramientos.

Las historias eran tan disímiles que uno se podía encontrar con cualquier cosa. Aunque los personajes en cuestión a veces se repetían y eran personas inquietas o protagónicas del pueblo. A ellos siempre se les endilgaba algo y eran los actores principales de alguna historia.

Todo lo que no vivían las malas lenguas del chusmerío parecía que lo vivían ellos, que eran los verdaderos personajes de los relatos y al parecer los que llenaban de vida las mesas de los chismosos.

Yo antes caía en esas circunstancias cada vez que iba al pueblo y me predisponía a visitar a algún chismoso que era en verdad un amigo o un buen conocido. Lo iba a ver para saludarlo y pasar un buen momento pero de repente se imponía un chusmerío que en forma irremediable emergía, me inquietaba y eschuchaba con atención.

Con el interés que tiene alguien de descubrir la verdadera historia.

Lo mismo ocurría con otros amigos o buenos conocidos que visitaba hasta que me renegué y me indigné por los chusmeríos que eran siempre en algún aspecto maliciosos, decadentes y dañinos. Y que le impedían a la victima de turno ejercer su derecho de defensa para corregirlos y desmentirlos, porque siempre hablaban a sus espaldas con la impunidad que les ofrecía la cobardía.

Las malas lenguas eran en verdad demasiado dañinas y venenosas como para que atestigüe la maldad de los relatos inventados.

Si bien siempre ponía reparos a las historias y exigía verosimilitud, para tensionar las posibilidades de la inventiva, terminaba consintiendo algunos pasajes abusivos pero sin perjuicio de hacer notar los deslices que resultaban excesivos de los cuentos.

Y cierta vez, por qué negarlo, defendía con virulencia la incredibilidad que no podía permitir abusivas certezas del chismoso, que terminaba jurando y perjurando la veracidad de sus dichos.

Yo sabía que ni Josecito ni Pedrito o Clarita habrían sido partícipes de semejantes hechos escabrosos que les endilgaban y que siempre dañaban su reputación. Y sospechaba que lo que en verdad movilizaba a las malas lenguas era un espíritu precario, generado por la envidia y la frustración de quien en vez de admirar sufre el resentimiento que le ocasionan los exitosos.

Quizás eso me alertaba y me advertía del riesgo de caer en un mundo de tanta bajeza e improductividad.

Tal vez por eso es que en cierto momento recapacité, cerré mis oídos y hui espantado.

Me fui con la inquietud de que las malas lenguas jamás retractaban sus dichos y muy rara vez aceptaban replegarse de sus aseveraciones. Uno solo podía dejarles la duda y el escepticismo.

Y marcharse incrédulo y perturbado por la convicción con la que relataban sus cuentos.





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