sábado, 28 de julio de 2018

Los chismosos



Hace tiempo que esquivo a los chismes y a las malas lenguas. La vulgaridad me espanta cuando se ejerce sin escrúpulos.

Antes, por el contrario, me sentía tentado a chusmear. Me sentaba sigiloso a la mesa de Marta y escuchaba con el interés que escucha un niño los cuentos, que tienen sus aristas memorables y no paran de exacerbar la atención.

Así que yo iba a visitar a un amigo y me prendía con interés a los chismes que desplegaba Marta sin miramientos.

Las historias eran tan disímiles que uno se podía encontrar con cualquier cosa. Aunque los personajes en cuestión a veces se repetían y eran personas inquietas o protagónicas del pueblo. A ellos siempre se les endilgaba algo y eran los actores principales de alguna historia.

Todo lo que no vivían las malas lenguas del chusmerío parecía que lo vivían ellos, que eran los verdaderos personajes de los relatos y al parecer los que llenaban de vida las mesas de los chismosos.

Yo antes caía en esas circunstancias cada vez que iba al pueblo y me predisponía a visitar a algún chismoso que era en verdad un amigo o un buen conocido. Lo iba a ver para saludarlo y pasar un buen momento pero de repente se imponía un chusmerío que en forma irremediable emergía, me inquietaba y eschuchaba con atención.

Con el interés que tiene alguien de descubrir la verdadera historia.

Lo mismo ocurría con otros amigos o buenos conocidos que visitaba hasta que me renegué y me indigné por los chusmeríos que eran siempre en algún aspecto maliciosos, decadentes y dañinos. Y que le impedían a la victima de turno ejercer su derecho de defensa para corregirlos y desmentirlos, porque siempre hablaban a sus espaldas con la impunidad que les ofrecía la cobardía.

Las malas lenguas eran en verdad demasiado dañinas y venenosas como para que atestigüe la maldad de los relatos inventados.

Si bien siempre ponía reparos a las historias y exigía verosimilitud, para tensionar las posibilidades de la inventiva, terminaba consintiendo algunos pasajes abusivos pero sin perjuicio de hacer notar los deslices que resultaban excesivos de los cuentos.

Y cierta vez, por qué negarlo, defendía con virulencia la incredibilidad que no podía permitir abusivas certezas del chismoso, que terminaba jurando y perjurando la veracidad de sus dichos.

Yo sabía que ni Josecito ni Pedrito o Clarita habrían sido partícipes de semejantes hechos escabrosos que les endilgaban y que siempre dañaban su reputación. Y sospechaba que lo que en verdad movilizaba a las malas lenguas era un espíritu precario, generado por la envidia y la frustración de quien en vez de admirar sufre el resentimiento que le ocasionan los exitosos.

Quizás eso me alertaba y me advertía del riesgo de caer en un mundo de tanta bajeza e improductividad.

Tal vez por eso es que en cierto momento recapacité, cerré mis oídos y hui espantado.

Me fui con la inquietud de que las malas lenguas jamás retractaban sus dichos y muy rara vez aceptaban replegarse de sus aseveraciones. Uno solo podía dejarles la duda y el escepticismo.

Y marcharse incrédulo y perturbado por la convicción con la que relataban sus cuentos.


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