¿Hasta dónde defender la identidad?
Es posible que la identidad niegue la inteligencia.
Es algo que se ve con recurrencia, cuando alguien defiende, por ejemplo, lo indefendible a capa y espada, en contra de la elocuencia.
Cuando se llega a ese punto de negación sobre lo evidente, es cuando se decide defender a la identidad y despreciar la inteligencia.
Lo que hacen los fanáticos, por ejemplo.
Renuncian a la verdad, a la posibilidad de aceptar que están equivocados en todo o en parte, y defienden absolutamente todo: los errores y los aciertos. Como si fueran soldados incondicionales de lo que fuera.
Dejando la madurez y el sentido crítico de lado.
Negando cualquier traspié o error que pueda percibirse, dispuestos a transfigurar la realidad para darse la razón.
Cuando se defiende la identidad a capa y espada, se decide asumir la mentira en vez de afrontar la verdad y hacerse cargo de ella.
Cualquiera puede tener la identidad que fuera, pero solo con madurez y aceptación puede honrarse razonablemente.
No es todo idílico y perfecto.
Y reconocer los errores no desacredita cualquier identidad, sino que la honra con un mínimo nivel de madurez.
Indispensable para obrar con criterio propio y no dejarse atropellar por veredictos o cuentos ajenos.
Porque lo que está bien, está bien. Y lo que está mal, está mal.
Ver todo color de rosas solo puede lograrse si uno está dispuesto a engañarse, creer en impolutos idealismos inexistentes y defender la identidad que fuera de modo burdo, infantil y también irresponsable.
Para obrar de esa manera, hay solo una condición necesaria como imprescindible.
Hay que elegir mentirse.




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