El hombre asustadizo
No le tengo miedo a la muerte.
Supongo.
Me convenzo.
Erróneamente, claro. Porque los hechos parecerían indicar otra cosa. Que esa creencia inicial y convincente no se corresponde con la realidad.
Porque ante la mínima insinuación de la muerte, esa supuesta creencia afirmativa e irrenunciable, cede de manera espontánea y se elocuencia en los hechos más inesperados.
Tenés taquicardia, escucho apenas el cardiólogo mira la computadora para anotociarme palabras más, palabras menos, si sigo en el juego de la vida o inicio una presunta marcha que podría estar precedida por un eventual suplicio.
No puede ser, me quejo. Vine caminando. ¿Será eso?
Son ciento veinte, ciento treinta. Muchas, reafirma frunciendo el ceño, como pidiéndome una explicación.
También tengo poco entrenamiento, me excuso mientras mi eventual amigo conjetura al ritmo que observa imperturbable las rayas para mí indescifrables de la computadora que ofrece la sentencia sobre la ergometría.
Le doy un poco más, pregunta.
Dale.
La máquina se empina, acelera, exige.
Todo bien, escucho.
¿Va bien? Procuro corroborar.
Sí, sí.
Sube la intensidad una vez más, y respondo estoico con la determinación de un joven viejo.
Pregunta si quiero más, y le digo que avance, que haga lo suyo.
Y me esmero y respondo con el insufrible barbijo siempre puesto y la convicción de quien está determinado en salir airoso.
Dale más, me envalentono.
Había escuchado que cuanto más duraba la prueba era mejor y sabía que estaba ahí para develar el destino.
¿Seguro?
Dale.
La máquina avanza más fuerte y exige que pase del esfuerzo trabajoso y perturbador al sacrificio detestable.
No decaigo ni me riendo. Sido, me exijo.
Sostengo.
Un poco más me digo en silencio, mientras advierto si todo va bien y puede concluir la prueba.
Todo bien, estamos.
La máquina cede de a poco y vuelvo a la normalidad.
Te voy a hacer una ecografía -escucho-. Así nos quedamos tranquilos. Esperame un momento.
Salgo y me siento. Creo que el mundo está controlado, que todo va bien.
O relativamente bien.
Me siento con la intención de recuperarme, miro el tele y aguardo.
Juan, me llaman.
Entro, me indica que me acueste y prende el aparato. Quiero ver las pulsaciones, dice el doctor.
Otra vez soy parte de un momento crucial de la vida. Todo puede cambiar en los próximos minutos.
Empieza a explorar el corazón con la vista clavada en el monitor mientras yo permanezco imperturbable.
Escucho los ruidos de la computadora y miro la pantalla que muestra imágenes indescifrables.
Todo bien Juan, era por las pulsaciones. Controlate en los próximos días porque no es bueno que en reposo pasen las cien.
Escucho el veredicto de este nuevo eventual amigo. Recuerdo que Dios siempre me da una mano. Y siento que las pulsaciones son tan solo una manifestación del hombre temeroso que piensa que llega el fin de su existencia.
Creo que se normalizarán pronto, tal vez cuando salga de la sala y vuelva caminando a casa.
No me voy a morir.
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