sábado, 2 de mayo de 2020

¿Qué debemos hacer?



Es la niñez la que de algún modo marca a fuego al individuo y lo encarcela en la disposición de la palabra ajena.

Es por esa simple razón que las sociedades están repletas de adultos con espíritus de niños, que demandan de alguien que les indique qué pueden o no pueden hacer.

Y qué vida deben vivir.

Si van para acá, para allá.

O deben quedarse quietos.

La palabra marca a fuego cuando uno es chico y está de alguna manera desprovisto de su propia capacidad de discernimiento, porque carece de un desarrollo intelectual que le permita sumirse en el mundo de la abstracción en profundidad para arribar con el mayor criterio posible a sus propias decisiones.

Es quizás por esas circunstancias que hacen mella en las mentes de los chicos las palabras de los grandes.

Tanto que no son pocos los casos que al pasar los años y transformarse en adultos mayores quedan de alguna manera guiados por esas palabras, ideas o síntesis directrices.

Y demandan que suplanten el propio discernimiento por la disposición ajena.

Solo así podría entenderse que la gente se la pase embobada pidiendo indicaciones o glorificando al mandamás que fuera, dispuesta a adoctrinarle e indicarle lo que debe hacer con su propia vida.

Quizás ese espíritu infantil que se acienta en tantas personas es el mismo que inconscientemente reclama que le hablen con determinación y la reten para no dar el más mínimo resquicio de dudas sobre lo que puede o no pude hacer.

Y sobre lo que debe o no debe hacer.

No solo en cuanto a casarse o tener hijos. Sino sobre un innumerable mundo de cuestiones.

Ustedes sabrán.

Pero está repletos de niños que reclaman indicaciones y tienen nula disponibilidad para escapar de la manada.

Es tiempo de que esos niños grandes asuman su responsabilidad, crezcan con la madurez que exigen estos tiempos.

Y dejen de reclamar padres cuando ya están grandes.




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sábado, 25 de abril de 2020

Palabras al aire



Una de las condiciones necesarias para preservar la libertad es permitir el despliegue irrestricto de las palabras.

Por eso cada vez que quieren amedrentarlas es un motivo de alerta, un reclamo a estar en guardia para quienes defienden la libertad.

La palabra es importante porque incide en la posibilidad de crear el pensamiento y transformar consecuentemente la realidad.

Esto hace que cualquier persona que piense y se disponga a compartir palabras genere las circunstancias propicias para modificar la realidad.

Y nada mejor para hacerlo que despojar a la persona de todas las limitaciones que puedan restringir sus palabras.

Si avanzan las delimitaciones que caen sobre la posibilidad de expresión del individuo, retrocede la posibilidad de ampliar el pensamiento y provocar positivamente la realidad.

Una sociedad inteligente que procure extender sus posibilidades de resultados en las incumbencias que fueran, alienta el uso de las palabras y expande la posibilidad de expresión.

En vez de mandar al susodicho a la hoguera y callarlo, se entusiasma con quien viene a proponer una idea nueva o aporta un enfoque distinto al prevaleciente.

Es porque el díscolo que se permite desalinearse de la manada puede avivarnos. Hacernos ver distinto lo que vemos o abrirnos los ojos a lo que no vemos.

De ahí que lejos de enojarnos con quien piensa diferente es conveniente que cada uno diga lo que piensa con la finalidad de contribuir al pensamiento en vistas de favorecer la toma de decisiones que pueden afectar directamente a toda la sociedad.

Por el contrario las posiciones más mezquinas e inseguras, las sociedades más precarias y fracasadas, se alertan cuando la palabra disidente puede echar luz a cualquier vicisitud o manifestar ciertas discrepancias. Por eso se abalanzan sobre ella para desgastarla, desalentarla, silenciarla y si fuera posible erradicarla.

Temen que la palabra esclarezca el pensamiento y persuada para tomar decisiones o redefinir rumbos.

La mezquindad sucede porque defienden más beneficios personales que la convicción por lograr el bien común.

Y porque detrás de esos espíritus intolerantes muchas veces están las inseguridades propias de quienes no creen en sus supuestas certezas.

Por eso no es extraño que actúen con daño y saña para disciplinar al disidente que propone una mirada distinta.

Frente a esa actitud mediocre, muchas veces pendenciera y maliciosa, es conveniente recordar que siempre hay que defender la palabra auténtica y alentarla. La libre expresión favorece el despliegue de la inteligencia y la posibilidad de transformar positivamente la realidad.

Quienes defienden la libertad no titubean y saben que siempre deben defender el uso de sus palabras.




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martes, 14 de abril de 2020

Los perdedores



Quizás el mayor error de los perdedores es culpar de su fracaso a los ganadores.

Desde la derrota le zampan la culpa a quienes triunfaron y de esa manera se reaseguran perpetuarse en su condición primero de derrotados, y luego de fracasados y resentidos.

A veces se convencen tanto de que el exitoso es el causante de sus desdichas que ofuscados se lanzan hacia él para acometer justicia.

Con la intención siempre fallida de nivelar para abajo.

Porque si el otro está muy por encima viviendo en el exito, no son pocos los que suponen que una buena idea es traerlo para abajo y que experimente él también el mundo de la precariedad y la desgracia.

Tal como lo hacen los países más fracasados, frustrados y resentidos del planeta tierra.

Enzalsan tanto la pobreza que no paran de fomentarla, en vez de combatirla y erradicarla.

En esas tierras solo los gobernantes que se erigen como salvadores truchos de sus pueblos viven excelentemente bien y el resto experimenta a diario una vida de mierda.

Sin metáforas.

El problema con todos los malos perdedores, fracasados y resentidos que se abalanzan sobre los exitosos para perjudicarlos con las tretas que fueran, no es que los vulneren y en el cortísimo plazo no logren su fugaz propósito, es que se asientan en su posición para perpetuar sus resultados.

Viven entrampados.

Con un futuro para ellos previsible.

Mientras que el exitoso que claramente es más inteligente, se reacomoda y sigue para adelante tomando decisiones que en el mediano y largo plazo lo benefician e indirectamente perjudican a quienes quisieron perjudicarlo.

El problema mayor es que los ciudadanos de a pie que creemos en la posibilidad de progresar y por eso admiramos a los exitosos y a los países mas desarrollados del mundo, nos vemos perjudicados con el accionar de los fracasados, que no solo espantan a los exitosos sino que influencian las decisiones políticas propicias para que nadie pueda triunfar.

Y que todos experimentemos la pobreza.

Que nadie pueda emprender, generar empresas, empleos y consecuentemente riqueza para todos.

Por eso por el bienestar general es conveniente admirar a los exitosos, alentarlos y emularlos.

En vez de criticarlos y defenestrarlos, es imperioso aprender de ellos.

Y premiarlos tanto como se pueda, para que acentúen su camino de crear empresas, empleos y riqueza. 

Así nos beneficiamos todos.

Cuanto más exitosos logramos que sean, más ímpetu pondrán en invertir, generar emprendimientos, empleos y consecuentemente productividad, aportando mucho más gracias al éxito a las arcas del Estado.

Si por el contrario los fracasados se imponen, castigan a los exitosos y fomentan ideas que desalienten la creación de empresas, se generan las condiciones propicias para que todos perdamos y terminemos viviendo en un país donde lo único que proliferen sean seres perdedores, resentidos, envidiosos y frustrados.



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viernes, 27 de marzo de 2020

El presente


Uno no puede vivir fuera del presente, uno vive en el presente.

Aunque no quiera.

Es imposible escabullirse y ausentarse en forma definitiva de la realidad que fuera. 

Ensimismado, distraído, con el pensamiento en las nubes, imbuido en la abstracción o inmerso en las profundidades de su ser, habitando y consustanciado en un proceso de instrospección, uno está presente igual.

Quiera o no.

De ahí la discrepancia con la afirmación de una posible supuesta ausencia del presente, que merece ser observada.

Si no repetimos como loros y caminamos hacia un lugar de entendimiento bien intencionado pero quizás fallido.

Luego se toman esas verdades y se replican sin pausa para pasar a otro tema.

Y después leemos o escribimos una y otra vez que hay que vivir en el presente. O que es muy conveniente vivir en el presente. Como si existiera alguna otra opción. 

Claro que parece conveniente vivir en el presente, con cuerpo, mente y alma.

Zambullirse con todo en el presente sin dejar que la mente vuele con los pajaritos. 

De ahí la meditación y el deporte como prácticas convenientes.

La meditación tiene buena y suficiente prensa. Y el deporte quizás no es algo mencionado en este sentido pero basta uno predisponerse a hacerlo, compenetrándose en la situación para corroborar que uno tiene que estar presente atento y viviendo las circunstancias que ocurren.

Es imposible tomar carrera y pegarle a la pelota en un penal mientras en la mente se piensa en escribir un mail o en cualquier otra circunstancia.

A lo sumo eso ocurre apenas antes, pero al momento de ir a la carrera y pegarle a la pelota, eso no puede ocurrir.

El jugador está totalmente presente.

Es como cuando un amante está viviendo el enamoramiento y le entrega un ramo de flores a su doncella.

El mundo empieza y termina ahí.

No existe nada más.

Todo esto es para reflexionar un poco y sospechar que el ser humano no se puede ausentar de la realidad que lo convoca en el momento presente.

Lo que sí puede hacer es evadirse en la mente y desasociarse.

En esas circunstancias uno tiene el cuerpo en el lugar y la mente en otra parte.


Pero aún así vive en el presente.




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sábado, 29 de febrero de 2020

Vivir como Dios manda


Hace tiempo decidí vivir como Dios manda.

En realidad no podría precisar la fecha porque hará como una década o más. Quizás podrían ser dos, aunque parezca exagerado.

Creo que el primer indicio de este avivamiento fue cuando llegaba mi fecha de cumpleaños. Ahí me recordé la importancia de homenajearme. Y al mismo tiempo observé que el beneficio era tan elocuente que sería una tontería festejar el cumpleaños solo un día.

Rápido advertí que el cumpleaños se debía festejar toda la semana y uno debía agasajarse sin restricciones de ningún tipo.

Un avivamiento mayor me vino cuando supuse que era una zoncera festejar solo una semana y había que festejar un mes. 

O mejor, todo el año.

Cada día.

Vivir sintiendo que el cumpleaños de uno es todo el año me resultó una alternativa estimulante y conveniente.

Y eso es lo que hice, hasta que me di cuenta que tantos churros, facturas, chocolates y tortas no reportarían a largo plazo ningún beneficio.

😃

Si bien exagero, lo que digo es estrictamente cierto y la conceptualización esencial que acabo de compartir la tengo sellada en el alma, como un tatuaje imposible de extirpar.

Debe ser por eso que cuando me encuentro con alguien que optó por la filosofía contraria me ofusco y pienso que es un pobre hombre, que se dejó apresar por una ideología lastimosa y apesadumbrada.

La antítesis de la felicidad.

Claro que como cualquier filosofía que el ser humano adopta consciente o inconscientemente reporta beneficios. Y si quien actúa de pobrecito maldiciendo la vida y sus contingencias, está inmerso en esa precariedad por elección, buen negocio debe hacer.

No estoy para juzgarlo.

Ni tampoco era mi intención narrar ese tipo de circunstancias de quien ejerce el oficio de pobrecito o decide vivir menos.

Solo escribo esto para recordarme que debo vivir todos los días como Dios manda. Y para transmitir ese concepto que creo que puede incidir de forma sana y positiva, como muchas de las cosas que procuro escribir.

Por eso me entusiasma la gente que vive mucho. Quedo como un tonto obnubilado cuando me cruzo con alguien que vive cada día, cada minuto, cada segundo.

No importa la edad. No importa la raza ni residencia. Admiro la actitud y celebro compartir la vida con ellos.

Cuando alguien cercano sin querer o queriendo me quiere persuadir para vivir poco, estoy alerta.

Frunzo el ceño. 

Y me voy espantado.





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domingo, 16 de febrero de 2020

Discrepancia



Es disentir, tener una diferencia.

Aclaro por las dudas, porque sospecho que entre los achaques que produce la decadencia se viene reduciendo sin pausa el número de palabras que se utiliza.

Por eso aclaro, para que ningún lector bien intencionado quede excluido del texto desde la primera palabra.

Uno debe ser cuidadoso y aggiornarse, si quiere escribir y que alguien lo lea. Si da un paso más en favor de una excelsa precisión por usar la palabra más apropiada, puede quedar solo y ser incomprendido.

Cae de alguna manera en el precipicio del desentendimiento y se habla a sí mismo.

Por eso hay que cuidar las palabras y no excederse.

Aggiornarse, aunque eso no quiere decir mediocrizarse o embrutecerse.

Porque esa sería una tradición al sano ímpetu por superarse.

Con lo cual a todas luces sería una predisposición acomodaticia e inconveniente.

Y no quiero referirme al llamado lenguaje inclusivo que arranca extraviado. Sabrán ustedes que dicen “todes”, lo cual es una estupidez. Si dijeran “todis”, sería una estupidez menor porque podrían aducir que usan la “i” de INCLUSIVO, no la “e”, de estúpidos.

Pero esto lo escribo sobre el final del texto porque la gente que da la vida por el lenguaje inclusivo se enoja innecesariamente y no quiero generarme enemigos.

Tengo una contradicción al respecto porque respeto absolutamente la postura disidente pero no puedo dejar de pensar de manera irremediable que dar la vida por semejante estupidez es propio de un idiota.

Y esa convicción puede enojarlos. Por eso es mejor desplegarla sobre el final, mucha gente no lee más de 140 caracteres.

Hasta acá no llegan.

En cualquier caso me excedí con el escrito, iba a hablar de la discrepancia pero ya ven, salí a pasear y me extravié en alguna esquina.





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sábado, 8 de febrero de 2020

Tanguero malevo



Yo en cuerpo y alma había ido antes, unos días antes. Lo recuerdo muy bien.

El volumen estaba insufrible y el tango sonaba a toda orquesta para la gente de la confitería, la plaza y todo el vecindario.

Quería pedirles por favor si pueden bajar el volumen porque está fuertísimo y se escucha en todos los edificios vecinos, le dije con la mayor cordialidad del mundo a la chica que estaba junto al parlante.

Aquella vez me miró como si fuera un pelotudo.

No es necesario que pongan tan fuerte, con que escuchen acá es suficiente y están molestando a todos los vecinos, dije.

La chica me miró desafiante, de manera despectiva, de arriba a abajo. Y no dijo nada, mientras la música seguía aturdiendo y trataba en vano de transmitirle el perjuicio innecesario que ocasionaba.

Tienen autorización municipal, inquirí.

Nos autoriza la policía, se defendió.

Eso no tiene validez, me fui mascullando con la indignación de la injusticia y la nula disposición a resolver con buena voluntad el problema, bajando simplemente un poco el volumen.

Pero eso no es nada, tan sólo un detalle de lo ocurrido, porque el tango de estos usurpadores del espacio público sigue sonando día a día de forma continuada a todo horario.

Y a máximo volumen.

Siendo enero a las dos de la tarde con la cabeza dolorida por el aturdimiento de los tangueros y el bebé que no había forma de dormirlo me apersoné de nuevo con la intención de acomodar el mundo desbarajustado.

Disculpe, le dije casi a los gritos para que escuche al tanguero que me miró con atención. Quería comentarle que está demasiado fuerte y aturde a los vecinos.

El tanguero me fijó la vista y revoleó la cabeza en una clara e indeclinable indicación para que hable con las señoritas que estaban a unos metros al lado del prominente parlante.

Disciplinado, fui.

Al llegar veo la mujer del primer episodio que me mira como diciéndome, otra vez vos, chupame un huevo.

Es por ese detalle que miré a la otra chica que estaba a su lado y procuré transmitirle el perjuicio que fácilmente podían subsanar bajando un poco el volumen.

Disculpen, está fuertísimo el volumen, es imposible vivir si nos aturden a los vecinos todo el día.

Me miraron como si no existiera.

Pasa que están de continuo a máximo volumen y tengo un bebé que necesita dormir, nos están arruinando la vida a los vecinos. Quería pedirles si por favor podrían bajar el volumen.

En silencio me miraban sin contestar nada, como diciendo, andate pelotudo.

Tienen habilitación municipal?, inquirí sin obtener respuesta ni palabra alguna.

Pueden por favor bajar un poco el volumen, dije como suplicando.

Fue la última vez que me miraron tomándome el pelo, porque en ese momento, en ese preciso instante del silencio conversacional, a mi cuerpo lo tomó el diablo y aseste la patada precisa y justiciera que hizo volar el gran parlante por la vereda de plaza Francia, mientras me di vuelta y emprendí la marcha sin mirar atrás.

Fue ahí cuando sentí una sombra maliciosa con forma de tanguero malevo, que fue una insinuación certera.

De repente el tanguero reaccionó y vino a buscarme, mientras decidí sin el más mínimo de los titubeos sostener la marcha a modo decidido para alejarme unos metros.

El hombre venía sin remedio y yo avanzaba dispuesto a correr.

-Vení cagón -escucho y veo que el hombre se me viene encima.

-Te voy a denunciar -le grito mientras acelero los pasos.





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jueves, 9 de enero de 2020

El blog superó los 200.000 lectores

Mi querido blog superó los 200 mil lectores. Ojalá que sus más de 500 escritos ejerzan una sana y positiva influencia.





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