El buen cuento
Los chicos suelen quedar absortos cuando escuchan un cuento. De manera espontánea y sin esfuerzo y resistencia alguna se adentran en la historia con la intención genuina de creerla.
Disfrutan o sufren tanto el relato que son capaces de pedir por favor que el transcurrir se cambie de repente si les da miedo o no les gusta el desenlace.
Incluso hasta se rebelan y exigen la finalización inmediata.
Lo sé por mi hijo Santino especialmente.
Yo le empiezo a contar algún cuento inventado y en determinado momento emerge una situación escabrosa o inquietante.
No, no, dice..
No se cayó de la bicicleta, sugiere por ejemplo.
Entonces el niño intrépido que se pegaba terrible porrazo, supo con habilidad esquivar el pozo y seguir sonriente corriendo en bicicleta con sus amigos.
Pero los chicos no son solo los que conviven con cuentos.
Los grandes también.
Y estamos repletos de ellos. Hay cuentos de la cotidianeidad y emergen a borbotones por los medios.
Los adultos se cuentan de manera irrefrenable cuentos cada día.
También los burócratas les ofrecen buenos cuentos a los ciudadanos para persuadirlos a obrar de tal o cual manera y para convencerlos finalmente que los voten.
Y todos se esfuerzan en que los relatos sean creíbles, bien verosímiles, porque detrás de un cuento hay una intención esencial necesaria para lograr adeptos. Que el adulto se lo crea.
De lo contrario no llegan a ser cuentos, sino intenciones de cuentos chapuceras que no cazan ningún lector. Como esos relatos que inicia el amigo mentiroso y que los parroquianos ni siquiera lo dejan terminar.
No sé cómo andarán ustedes con este tema. A mí me gustan los buenos cuentos de adultos, los desestabilizadores, los que irrumpen para revolucionar lo establecido y prometen siempre un final feliz.
Los que aseguran que cambiarán la historia. Que son distintos, únicos. Excepcionales.
Que no se han contado nunca.
Cuando escucho a los adultos comprometidos en ofrecer esos cuentos y se esfuerzan porque los creamos todos, siento que están haciendo un excelente trabajo.
Y por supuesto disfruto y creo en esos cuentos.
Siempre que prometen un final feliz. Porque de lo contrario me pasa como a Santino, y reclamo que encausen cierto pasaje. Que le gane la fantasía a la realidad.
No quiero saber nada con la posibilidad de que todos los niños nos caigamos de la bicicleta.
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