La palabra santa
Nada me genera más atención que advertir la posibilidad de pronunciar con excesiva convicción lo que fuera en relación a lo humano y caer en ese acto tan sutil como determinado en pontificar.
Y ejercer la palabra santa.
Es cierto que son muchísimos los fieles deseosos por escuchar las síntesis definitivas. Pero no se puede participar de ese juego sin el riesgo de transformarse en pastor.
O embaucarse a uno mismo.
Creyendo que tiene las respuestas infalibles y únicas de la condición humana, de sus vericuetos, de sus pretensiones.
De ahí que creo en el culto de la duda como virtud para la elucidación.
Como tierra fértil, honesta y sincera, que constituye la plataforma adecuada para el verdadero progreso de elucidación en el entendimiento humano.
No se trata de indecisión o reticencia para definir la verdad y para hacerse cargo de ella. Se trata de no clausurar el pensamiento, sino de ponerlo en suspenso, para que el entendimiento efectivo siempre esté un paso más cerca de las certezas.
Y para que el lector tenga en verdad el lugar que le corresponde. La indelegable responsabilidad de definir las síntesis que considere.
Es en realidad una posición filosófica caracterizada por la humildad y la convicción de que la síntesis que fuera no es dada por un susodicho parlanchín por más bien intencionado que fuera, sino producida por cualquier lector que, lejos de delegar la respuesta definitiva en el otro, se hace cargo de construirla por sí mismo.
Por eso, en ese sentido, escribo siempre con cautela, con el espacio propicio para procurar incitar al otro a que te construya sus propias verdades.
De lo contrario sería como dar papilla.
Y creer que es de la buena.
Que no hay otra igual.
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