¿A quién le queremos ganar?
¿Yo señor?
No señor.
Yo no le quiero ganar a nadie, desde hace tiempo.
Quizás no hubo mayor alivio que el de despojarme de la competencia. Evadiéndome del otro y del conjunto de susodichos que se miden a diario para determinar su valía o exorcizar sus inseguridades.
¿La competencia puede ser buena?
Por supuesto. No es esa la cuestión.
Uno puede competir y alegrarse. Ser incitado por el desafío a lograr más, a superarse.
Todo eso puede ser.
Pero sucumbir a la competencia para definir nuestro ser, es al parecer de quien escribe, un error catastrófico. Una suerte de sujeción a la esclavitud.
La antítesis de la liberación.
Eso de ver al otro a ver si va más rápido, va más lento. Vine para acá o va para allá. Cambia el auto o vaya a saber qué carajo hace.
Eso es una pérdida de tiempo, una distracción que implica ver al costado, en vez de centrarse en la genuinidad de nuestro ser y mirar para adelante para ir por nuestro camino a paso firme.
Aunque la palabra genuinidad no exista. Hasta este momento.
Saltar más alto, salibar más lejos…
Qué se yo.
Hay tantas posibilidades de compararse con los demás que sería inabarcable puntualizarlas.
Y uno parece que evoluciona de algún modo cuando por hache o por v, o por lo que fuera, dice, no.
No es por ahí.
No compro ese juego. No compito. No me mido.
Al diablo con los trofeos, las adulaciones o los aplausos ajenos.
No me pidan fotos por favor.
Y entonces quizás en ese peldaño de la conciencia se libera pensando que la verdadera competencia es con uno mismo. Que mirar al otro es una distracción desafortunada. Una posibilidad de extravío innecesario.
Que lo válido es medirse con uno mismo.
Porque el criterio debe ser propio y la medición justa. Despojada de la posibilidad de expectación que determina el veredicto.
Y después con el tiempo se dice, para qué carajo me voy a medir conmigo mismo.
¿Para superarme?
Puede ser, que sé yo.
Y entonces piensa o sospecha que tal vez ha llegado a otro peldaño de la conciencia, que no es ni más ni menos que desatenderse del asunto, evadirse de cualquier medición posible, y ser esencialmente quien ese.
Dándolo todo.
Y dejándolo todo a la vez.
Es ahí, en esa instancia, cuando deja de competir consigo mismo y se entrega a la fluidez de ser, desplazándose sin comparación hacia el mayor despliegue de sus posibilidades.
Y pensando, sin decirlo, que los trofeos y las medallas no solo sirven para determinar objetivamente quien es el campeón de lo que fuera, sino para regocijar a los egos mal heridos de sus profundas inseguridades.
Leer Más...